Reducción, negación, elevación

Los que por edad todavía recibimos algún pequeño influjo del marxismo y fuimos seducidos en algún momento por el método dialéctico, tendemos a pensar instintivamente que la historia avanza torpemente mediante la famosa tesis, su correspondiente antítesis, para concluir en algún momento en la inevitable síntesis. Se trata de una visión optimista, en la que siempre acaba produciéndose un avance, y que nos remite a la bella idea hegeliana de que la historia del mundo no es sino la del progreso de la conciencia de la libertad.

Pues bien, a estas alturas del debate sobre el envite secesionista en Cataluña no es fácil encontrar elementos que nos permitan mantener un cierto grado de optimismo sobre el final de esta historia, aunque a muchos nos gustaría pensar como Hegel que, incluso cuando la situación se presenta díscola y desesperada, “la astucia de la razón sigue trabajando sin pausa”. A las puertas de 2014, un año en que el independentismo se levantará cada día preguntándose si no es ahora, ¿cuándo?, debemos examinar con cierto detalle las tres ideas fuerzas —reducción, negación, elevación— que están operando en este debate.

Por un lado tenemos los partidos catalanes que defienden el llamado derecho a decidir. La principal fortaleza de este enunciado es que recibe el apoyo de tres cuartas partes de los ciudadanos de Cataluña, según todas las encuestas. Pero su gran debilidad es que, acercándose ya la hora de la verdad, no todo el mundo lo entiende de la misma forma. Para unos es sinónimo de autodeterminación y para otros un medio para cambiar lo que ahora se denomina, de forma siempre despectiva, claro está, el statu quo. Para los primeros es un derecho que, ante la previsible negativa del Congreso de los Diputados, se ha ejercer de forma unilateral, materializando una consulta ilegal o convocando nuevas elecciones con carácter “plebiscitario”. Para los otros es una reivindicación que solo podrá efectuarse si es el resultado de un acuerdo con la otra parte, bien sea para quedarse en el Estado español mediante un nuevo pacto constitucional o habiendo acordado las condiciones de una virtual separación.

Se ha dicho muchas veces que como argumento retórico, el derecho a decidir es enormemente seductor, aunque la forma como se ha alcanzado esta mayoría social tiene elementos oportunistas y tramposos. CiU no concretó en su programa electoral de hace un año qué deseaba consultar exactamente, ni tampoco fijó ninguna fecha para llevar a cabo la consulta. Se mantuvo en una calculada ambigüedad. La constante alusión al Estado propio nada significa jurídicamente. El batacazo electoral de Artur Mas, el 25 de noviembre de 2012, lo convirtió en prisionero voluntario de la estrategia rupturista de ERC. Un año después, la división en el bloque soberanista sobre el contenido de la pregunta entre CDC, UDC, ERC, ICV-EUiA y CUP es ya clara y manifiesta.

Con todo, es probable que finalmente alcancen un acuerdo. Apuesto a que lo harán evitando la palabra independencia y sustituyéndola por una fórmula del tipo “Estado libre soberano” en el texto de la pregunta. A todos les conviene, sobre todo a CDC, pues el no acuerdo significaría un ridículo histórico monumental y pondría de manifiesto lo que muchos hemos denunciando desde el principio: el carácter equívoco del famoso derecho a decidir. Juega a su favor que todos saben, aunque muy pocos lo reconozcan públicamente, que no habrá consulta en 2014.

La principal virtud de una pregunta de este estilo (“clara e inclusiva” ha augurado Artur Mas que será) es que cada uno podría interpretarla a su manera. Siempre y cuando la influyente Asamblea Nacional Catalana (ANC) no la rechazase, los republicanos dirían que, en realidad, se está preguntando sobre la secesión. Para los ecosocialistas de Joan Herrera y los democristianos de Josep Antoni Duran Lleida sería en cambio como ratificar la resolución del pasado 23 de enero, en que se declaraba a Cataluña sujeto político y jurídico soberano, aunque sin predeterminar que el objetivo final sea la separación. Se abandona, pues, el campo de lo inteligible y se entra en otro terreno más próximo a la teología que a la política. ¿Qué diferencia hay entre un Estado independiente y otro “libre, soberano o propio”?, se preguntarían llegado el caso muchos catalanes.

En realidad, a estas alturas del debate, la consulta es lo de menos, pues todo el mundo ha asumido que se trata de un imposible, aunque la presión social va a seguir siendo enorme porque el argumento simple de “queremos votar y España no nos deja” tiene mucho recorrido, sobre todo en contraste con el referéndum escocés y antes de que su celebración, en septiembre de 2014, se salde con la probable derrota de la propuesta independentista de Alex Salmond. La consulta en Cataluña se ha convertido en una especie de fetiche al que nadie quiere renunciar.

Lo más sustancial desde el verano es que el PSC por fin ha clarificado su posición. Que los independentistas luchen por la consulta es lógico, pero no tenía sentido alguno que los federalistas les dieran su apoyo, y, menos aún, cuando el envite soberanista está repleto de trampas terminológicas, intenta imponer un calendario que es democráticamente inaceptable, y desde la Generalidad y los medios públicos catalanes no se propicia un debate realmente deliberativo. En cualquier caso, parece claro que el intento de reducirlo todo a la celebración de una consulta de secesión, pronto y ya, va a saldarse con un fracaso.

Frente a la tesis reduccionista, el Gobierno de Mariano Rajoy desarrolla su antítesis, la negación completa: ni consulta ni nada que signifique cambiar el marco constitucional. Sin duda, no hay nada más confortable que el principio de legalidad. Ahora bien, el problema es político, y no puede ser orillado sencillamente con una negativa a todo, con tácticas dilatorias, esperando que el paso del tiempo disminuya las tensiones o que estas estallen dentro del bloque soberanista.

Lo sensato es asumir que la fuerza del secesionismo pone de manifiesto que estamos ante un grave problema, frente a una crisis de Estado. Seguramente Rajoy tiene razón cuando afirma que hoy habría menos consenso social y político que en 1978. Pero el cambio constitucional no se ha de hacer para contentar a los independentistas, a la mayoría de los cuales solo la secesión podrá satisfacerles, sino porque es obvio que se necesitan reformas. “Dejen de quejarse: hablen y háganlas”, decía hace poco un democristiano como Fernando Álvarez de Miranda, presidente del Congreso entre 1977 y 1979. La lista de personalidades que sin ningún partidismo se han manifestado ya en esta dirección es muy amplia. La negativa a todo de Rajoy es una actitud igualmente temeraria porque permite a los independentistas seguir cargándose de razones y desorienta a los que desde Cataluña desean una respuesta positiva que asuma que España necesita grandes cambios institucionales.

Entre la tesis de reducirlo todo al rápido desarrollo de una consulta de autodeterminación y la negativa a aceptar que estamos ante un problema social y político que expresa un malestar democrático, entre estos dos polos de tensión, la síntesis es una salida por elevación. No hay más camino que emprender cuanto antes una reforma constitucional donde la singularidad catalana sea explícitamente reconocida en el marco de una España federal. Cuanto más se demore, peor para todos. El PSOE ha hecho un importante avance junto al PSC. También Izquierda Unida apunta, con algunos matices, en esa misma dirección. Por eso necesitamos con urgencia que en el centro-derecha político español empiecen a alzarse voces partidarias de romper con el viejo prejuicio ideológico que supone no querer aceptar el desarrollo federal de un modelo autonómico que en buena parte ya lo es. El malentendido sobre el federalismo en España aparece hoy como el principal obstáculo para que podamos recomponer por elevación el pacto de 1978.

Joaquim Coll es historiador y miembro de Federalistes d’Esquerres.

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