A estas alturas de la película, ¿qué podíamos esperar del debate sobre el llamado estado de la nación? Por mi parte, ver si alguno de nuestros políticos sabe diagnosticar con precisión de buen médico cual es la causa del malestar económico que tenemos y cómo resolverlo de forma que el dolor no caiga sobre los más débiles.
El líder político ha de ser capaz de hacer tres cosas. Primero, identificar el problema básico que tiene la sociedad en un momento determinado. Segundo, escoger la mejor terapia para resolverlo. Tercero, ser capaz de ganar nuestra confianza para que le apoyemos.
La relación ciudadano-líder político es similar a la de paciente-médico. Cuando tenemos un malestar físico que nos angustia vamos al médico en busca de diagnóstico y medicina. Pero no nos dejamos convencer por cualquier médico, sino por aquel que sepa ganar nuestra confianza. Tenemos disposición a soportar el dolor de la terapia, pero necesitamos confiar en el médico. De lo contrario, las cosas no van bien.
Si como ciudadano preocupado por el angustiante panorama económico que estamos viviendo usted esperaba del debate sobre el estado de la nación alguna luz sobre la causa de nuestros males económicos actuales y un mensaje claro sobre cómo hacerle frente, seguramente ha quedado defraudado.
Por lo visto hasta ahora, nuestros políticos de lo que discuten es de si hay que adelantar o no tres meses las elecciones.
El presidente del Gobierno, José Luis Rodríguez Zapatero, médico titular de la plaza, está desprestigiado por errores de diagnóstico y terapia anteriores, y obsesionado, antes de jubilarse, en hacer todo lo que no hizo antes. Por su parte, al líder de la oposición, Mariano Rajoy, lo único que le escuchamos es cómo le dice al médico titular «quítate tú, que me pongo yo», pero sin que sepamos cuál es su diagnóstico, ni su medicina. Nos pide que confiemos en él como un acto de fe. Pero los que no son sus partidarios desconfían. Su silencio sobre lo que hay que hacer alimenta la sospecha de que tiene una terapia escondida más dolorosa para los más débiles.
Y, sin embargo, necesitamos con urgencia un diagnóstico y una medicina adecuada, porque la enfermedad existe. ¿Cuál es la esencia de esa enfermedad? Se puede diagnosticar a través de tres síntomas preocupantes.
Primero, el sector privado (bancos, empresas y familias) está demasiado endeudado y ahora necesita ahorrar para desendeudarse. El consumo privado disminuye. Como consecuencia, las empresas que venden sus productos en el mercado nacional han visto caer la demanda. Esto, a su vez, reduce la producción, provoca cierre de empresas y aumenta la destrucción de empleo y el aumento del paro. El resultado es que el crecimiento se ralentiza.
Segundo, como consecuencia de la crisis económica, provocada por la crisis financiera y la mala gestión y supervisión de los bancos, los gastos públicos han aumentado mucho para atender a los desempleados y al rescate de la banca. A la vez, los ingresos de los impuestos han disminuido. La consecuencia es que el déficit y la deuda pública han aumentado de forma peligrosa.
Tercero, en esas circunstancias de bajo crecimiento, elevado paro y fuerte déficit público y deuda corremos el riesgo de que nos acabe contagiando la enfermedad griega y que los que nos prestan dinero aprovechen esa debilidad para arrancarnos la piel.
En esta situación, si no queremos que en el futuro próximo los males sean mayores, es inevitable que pongamos en marcha un plan creíble de reducción del déficit público.
¿Cuál es, entonces, la gran cuestión que debería plantearse en el debate sobre el estado de la nación? En esencia, cómo llevar a cabo el inevitable ajuste fiscal sin que el grueso de la factura la paguen los más débiles. Porque sería moralmente indecente que la carga mayor del ajuste fiscal la pagaran los más pobres.
Además de estas razones de equidad, también hay razones de eficacia.
En primer lugar, porque una condición esencial para el éxito es que el ajuste cuente con el apoyo público. La literatura económica nos dice que este factor es más importante que tener mayorías parlamentarias o un Gobierno fuerte. Y ese apoyo social depende de que el ajuste combine un recorte en los gastos con aumento de ingresos fiscales (sin olvidar la lucha contra el elevado fraude fiscal) que responda a las preferencias sociales.
En segundo lugar, porque, debido al comportamiento típicamente norteamericano del mercado de trabajo español, la austeridad tiene en nuestro caso un mayor impacto recesivo en el crecimiento. (Sorprendentemente, en algunos aspectos, los españoles nos comportamos como norteamericanos honorarios, más que como europeos).
Por lo tanto, la cuestión que debería plantearse en el debate sobre el estado de la nación o, en su caso, en las próximas elecciones, es cómo reducir el déficit de forma eficaz sin que la factura la paguen los más débiles.
Antón Costas, catedrático de Política Económica en la UB.