En uno de esos sincopados diálogos de Twitter, conversaba hace poco sobre el oscuro panorama de tantos equipamientos públicos construidos en la época de la abundancia por gobiernos que ahora se ven incapaces de hacer frente a sus gastos de mantenimiento. Me reclamaba mi interlocutora soluciones y le contesté con los tres infinitivos que componen el título de este artículo. Menos constreñido ahora por la restricción de los 140 caracteres, me gustaría explicarme un poco mejor.
Reducir. Sí. En el corto plazo, hay que reducir y hay que perder, además, el miedo a decirlo. Solo podemos mantener aquello que estamos colectivamente en condiciones de pagar, y no es moralmente aceptable cargar a las generaciones futuras con la hipoteca de nuestro edificio público de hoy. Pero, ojo, reducir no es lo mismo que recortar, por mucho que este verbo se haya puesto de moda. Recortar apunta a bajar el gasto linealmente, repartiendo porcentajes de minoración con técnica de brocha gorda. Es útil para cuadrar las cuentas, pero ineficaz para eliminar lo prescindible y preservar lo importante, que es de lo que debería tratarse.
Y es que no se trata de repartir frugalidad, sino de cambiar la estrategia. Urge revisar el catálogo y los estándares de una oferta de políticas y servicios abigarrada y dispersa. Volver a lo básico, a aquello que tendríamos que crear si no existiera, poniendo por delante los bienes públicos prioritarios y la protección de los más vulnerables. ¿Hay margen? Estoy convencido de que sí, pero a condición de evitar la demagogia. La cosa no se arregla eliminando unos cuantos altos cargos o suprimiendo coches oficiales. Eso es bueno para mejorar la ejemplaridad de las conductas públicas, que falta hace, pero no tiene impacto económico significativo. Habrá que hacer opciones nada fáciles, confrontar intereses bien organizados y explicarse ante una sociedad acostumbrada al pedid y se os dará. Se supone que para eso hemos inventado la política, pero no estaría mal que la opinión pública -empezando por los medios- se mostrara algo más comprensiva con aquellos políticos que estén por intentarlo sin esquivar la dureza del desafío.
Reformar. La reducción sin reformas sería solo pan para hoy. De entrada, es imprescindible afrontar una reforma fiscal largo tiempo aplazada, para aumentar de forma coherente -y no dando palos de ciego como el del impuesto sobre el patrimonio- la capacidad y la equidad del sistema. Probablemente, se tendrá que reconsiderar también la gratuidad universal de ciertas prestaciones. Pero, si de verdad queremos hacer los servicios públicos sostenibles a medio plazo, debemos mejorar, además, con urgencia, la calidad del gasto. Para conseguirlo, hay que introducir en el torrente circulatorio de la Administración pública un auténtico chute de gestión. Un elenco de capacidades y una batería de incentivos a la eficiencia destinados a optimizar el valor público creado por cada euro invertido. Tres grandes orientaciones son inaplazables: flexibilizar el empleo público; profesionalizar el management; implantar la gestión por resultados. Necesitamos una Administración musculada e inteligente: menos grasa y más cerebro.
Recordar. Mirando a largo plazo, habría que asegurar que el sistema público conserva la memoria de sí mismo, de sus fracasos y sus éxitos. En otras palabras, que las transformaciones se institucionalizan. Que las capacidades instaladas sobreviven con éxito a los ciclos político-electorales. Que cada cambio de Gobierno no nos obliga a redescubrir la rueda. Que introducimos una dinámica de avance en áreas de política pública que, como la salud, la educación, el empleo o la dependencia, requieren estabilidad, tenacidad, enfoques de prueba y error, evaluación y aprendizaje.
Para conducir los servicios públicos por este pedregal de la crisis necesitamos manejar todo el sistema de alumbrado del vehículo: las luces cortas son imprescindibles para no accidentarnos, pero las intermedias y las largas lo son también para evitar obstáculos y mantener el rumbo. ¿De qué nos sirve sortear un bache si luego tomamos la bifurcación equivocada? Reducir, reformar y recordar: fácil de decir, pero todo un desafío para gobernantes y gestores públicos agobiados por el déficit. Es lo que hay. Apuntar más bajo es no quererse enterar de lo que tenemos entre manos.
Nada de eso será posible si no nos ponemos, además, a exigir responsabilidades a quienes deciden y gestionan lo que es de todos. Eso requiere mejorar la transparencia de las decisiones públicas y de sus impactos, pero también contar con una sociedad más activa e involucrada en lo colectivo. Ya puestos, podríamos añadir al título una cuarta erre: la de responsabilización o, si se prefiere, la de rendición de cuentas. Así me lo hizo ver, con razón, mi interlocutora on line cuando respondió a mi escueto mensaje, contribuyendo de ese modo a enriquecerlo y completarlo. Le mandaré un tuiteo para darle las gracias.
Por Francisco Longo, director del Instituto de Gobernanza y Dirección Pública de Esade.
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