Referéndums descafeinados

Las infusiones, ¡quién se lo iba a decir a los botánicos!, se han convertido, desde hace dos siglos, en una impagable referencia simbólica para explicar la aparición de algunas Naciones y el funcionamiento de ciertos Estados. Me estoy refiriendo al té y al café.

Así aconteció, en el caso del té, con el surgimiento de los Estados Unidos. Primero, en los iniciales instantes del levantamiento de las trece colonias contra la metrópoli británica, cuando un grupo de colonos, disfrazados de indios mohawks, arrojaban al agua en el puerto de Boston -corría el mes de diciembre de 1773- un cargamento de té por valor de diez mil libras esterlinas perteneciente a la Compañía Británica de las Indias Occidentales; una conducta que explicitaba un abierto desafío a la política económica del gobierno del Premier Lord North y a la supremacía de la Cámara de las Comunes sobre los territorios del otro lado del Atlántico. Y, segundo, al hilo de la elaboración de la Constitución de 1787, cuando se rememoraba la imagen de Benjamín Franklin -ferviente defensor del bicameralismo-, que recordaba el gesto de Jefferson de verter el té en el platillo para que se enfriara; una conducta que era interpretada por Washington como una concesión al papel moderador asignado a la segunda Cámara, ante los temores a la radicalidad de una única Asamblea.

Y asimismo en la Francia revolucionaria, los constituyentes de 1793 -la primera Constitución que consagra el referéndum- debieron pasar jornadas enteras en su discusión en el café Procopio, situado en la rue de l´Ancienne-Comédie. Allí habían acudido también los Voltaire, Diderot, D´ Alembert, entre otros enciclopedistas.

Pero en la historia de la España constitucional, las infusiones, en este caso el café, también han estado ligadas a nuestro desarrollo político. Y así, un modelo autonómico pensado para Cataluña, País Vasco y Galicia se generalizó, después del referéndum de Andalucía de 28 de febrero de 1980, en una operación calificada de «café para todos». Por cierto, ¡en aquel referéndum participó el 64,19 por ciento de los andaluces con un voto afirmativo del 86,94 por ciento!, si bien dado que en Almería no se alcanzó la mayoría absoluta de los electores (42,31 por ciento), resultó obligada (políticamente) una muy discutible subsanación en la Ley Orgánica de Referéndum. De acuerdo con ella, se entendió que era suficiente el pronunciamiento de los andaluces, aunque los almerienses se quedaran a medio camino.

No obstante, el referéndum había desplegado ya con anterioridad un sobresaliente papel en el desmantelamiento de las caducas y asfixiantes estructuras del franquismo -las Leyes Fundamentales del Reino, donde había hasta una Ley de Referéndum Nacional de 1945- y su sustitución por un marco de referencia transitorio, pero que permitía esbozar, en tanto que ley-puente, una apuesta decidida por una Constitución democrática. Nos referimos a la Ley para La Reforma Política, de 4 de enero de 1977, aprobada por las Cortes franquistas -en lo que se calificó de su harakiri- y mayoritariamente refrendada, un 15 de diciembre, por el pueblo español: participaba un 77,8 por ciento, y de ellos, el voto afirmativo fue del 94,45 por ciento. Tras dicho respaldo se aclaraban dos extremos que marcarían el futuro. De una parte, que los españoles anhelaban un régimen político en libertad y en democracia. Y, de otra, que la ciudadanía respaldaba la opción de la reforma, dando la espalda a la ruptura. Si alguna vez fue cierto el adagio de que Vox populi, vox Dei, lo fue en este caso, toda vez que obligaba a las fuerzas opositoras al Gobierno de Adolfo Suárez a sumarse al proceso reformista.

Después vendría el referéndum de 6 de diciembre de 1978, de aprobación de, en propiedad, Ley de la Reforma Política, es decir, la Constitución de 1978. En la consulta participaba el 67,11 por ciento de electorado, siendo el porcentaje de votos afirmativos del 88,54 por ciento. Con ambas consultas, el pueblo se quitaba el mal regusto dejado por los plebiscitos manipuladores de sus dos últimas dictaduras: el del General Primo de Rivera (1926) y los del General Franco (1947 y 1966). En ellos, ambos autócratas seguían aventajadamente los pasos plebiscitarios de Napoleón Bonaparte (1799, 1802, 1804 y 1815) y su sobrino Luis Napoleón III (1850, 1852 y 1870). Aunque durante la Segunda República también se hizo uso del referéndum para la aprobación de los Estatutos catalán (1931, con el 74,86 por ciento de votos a favor), vasco (1933, con el 84,05 por ciento) y gallego (1936, con el 73,96 por ciento).

Con la aprobación de la Constitución llegaba el turno a los Estatutos de Autonomía, que se fueron aprobando a partir de 1979. Unas consultas que conocieron muy diferentes niveles de participación (59,70 por ciento en Cataluña; 59,77 por ciento en el País Vasco; 28, 27 por ciento en Galicia; y 53,49 por ciento en Andalucía). Es decir, se superaba, salvo el caso gallego, el cincuenta por ciento de participación, pero primando holgadamente los votos afirmativos (Cataluña: 88,15 por ciento; País Vasco: 90,29 por ciento; Galicia: 73,35 por ciento; y Andalucía: 89,38 por ciento). Después vendrían los dos referéndums consultivos nacionales. Uno, el 12 de marzo de 1986, de permanencia en el Tratado del Atlántico Norte (OTAN), con una participación del 59, 42 por ciento, y un respaldo afirmativo del 52, 50 por ciento. Otro, con el fallido Tratado de la Constitución Europea, con sólo un 42, 3 por ciento de participación, ¡de nuevo por debajo del cincuenta por ciento!, y un 76,1 por ciento de votos afirmativos.

Ahora bien, este ambiente de relativa fiesta democrática ha empezado a quebrarse con el referéndum de reforma del Estatuto de Autonomía de Cataluña, que se quedaba anclado en un 48, 85 por ciento, con un respaldo del 73,24 por ciento. De nada sirvió que sus promotores alegaran la taumatúrgica invocación del café: «Se trata de que quien quiera café, y quizás tres tazas, pueda tomar tres tazas, y si lo quiere con leche, también pueda». Esta vez no sirvió. Un resultado, que si era preocupante, qué decirles del reciente referéndum del Estatuto de Andalucía, del pasado 18 de febrero, situado en un ridículo 36,28 por ciento -en el de 1981 se lograba el 53, 49 por ciento-, y un respaldo afirmativo del 87,45 por ciento.
No hay duda, por supuesto, de la constitucionalidad /legalidad de los dos reseñados referéndums autonómicos, pues ni la Constitución de 1978, ni lógicamente la Ley Orgánica 2/1980, de 18 de enero, sobre Regulación de las Distintas Modalidades de Referéndum exigen una mayoría cualificada participativa para aprobar dichas propuestas de reforma estatutaria. Una circunstancia que sí acontecía, en cambio, en el momento de la iniciativa autonómica (artículo 151. 1 CE) -la vía privilegiada de acceso a la autonomía-, pero que se «burló» por la reforma de la Ley de 1980, antes citada. Nada se prevé, pues, respecto de una mínima participación exigible en dichas consultas (artículo 152. 2 CE). Pero no hay duda de su débil legitimidad.

Nos encontramos, en consecuencia, ante referéndums descafeinados. La solución podría pasar en tales casos -no hablamos, por ser más problemático, de los demás referéndums constituyentes, consultivos, autonómicos y locales- porrecoger en la vigente Ley de Referéndum un mínimo quórum de participación. Existen regulaciones semejantes en otros países, como, por ejemplo, Suiza -¡referente de la democracia directa!- o Portugal -véase el reciente rechazo a la despenalización del aborto, pues, aún triunfando los votos afirmativos, no se superó el cincuenta por ciento de participación. El profesor Arnaldo Alcubilla, uno de nuestros incuestionables expertos en materia electoral, lo adelantó con clarividencia: «Los instrumentos de participación directa bien resultan de utilización imposible o bien -como es el caso- no sirven a los fines que la institución responde».

En todo caso, las razones de tales descalabros no son difíciles de desentrañar. El maestro Pérez Serrano ya lo había señalado: «No deben plantearse al electorado temas que no le sean familiares, o en que no pueda dar contestación atendiendo a motivaciones concretas o a tradiciones contrastadas».

Pedro González-Trevijano, Rector de la Universidad Rey Juan Carlos.