Reflejos en un espejo turbio

Creo que se equivoca el ministro Rubalcaba al insistir en lo del carácter fortuito del atentado de Capbreton. Suena como aquella infame manía de llamar accidentes a los atentados, que tanto le costó al Presidente Rodríguez erradicar de su lengua de madera. Nada es fortuito cuando los comandos de ETA patrullan por las Landas con las pistolas a punto. Resumiendo: el encuentro de los asesinos y de sus víctimas ha sido tan casual como el de los cazadores y las perdices. Porque los terroristas saben perfectamente lo que todos los demás sabemos; o sea, que hay policías españoles en la zona, colaborando con los franceses en tareas de información, sin portar armas. Presas apetecibles y fáciles para la caza humana, a las que es de temer que ETA esté sometiendo a intensa vigilancia. Es cierto que nos hallamos ante el primer caso de atentado contra miembros de las fuerzas de seguridad españolas en territorio francés, pero conviene recordar que ETA ha secuestrado y asesinado allí con anterioridad a turistas españoles que tomó por policías. Y si lo de fortuito es inexacto, hablar de tiroteo, como lo ha hecho Rubalcaba, resulta mucho más desafortunado todavía.

El presente es un espejo turbio. Las referencias al azar o a la casualidad desgraciada establecen un nexo especular y trágico entre el asesinato del sábado y otro que tuvo lugar hace casi cuarenta años, el 7 de junio de 1968. En efecto, determinadas circunstancias de este último atentado de ETA presentan paralelos con otros acontecimientos del pasado que, como intentaré explicar, incrementan su potencia desestabilizadora. Todo atentado terrorista tiene un objetivo que es siempre el mismo: debilitar la cohesión social, erosionar el contrato democrático y, en última instancia, destruir el sistema político. En el caso de Capbreton, hay un exceso de ecos que produce una sobrecarga emotiva de la que todos deberíamos ser conscientes, para medir nuestras reacciones y no seguir el juego a los terroristas y sus beneficiarios políticos. En primer lugar, este atentado se parece mucho al primer atentado mortal de ETA. En la fecha antes mencionada, el etarra, Javier Echevarrieta Ortiz, asesinó a un guardia civil, José Pardines, que tenía entonces la misma edad que Raúl Centeno. En la historia del nacionalismo vasco, dicho atentado ha adquirido una dimensión mítica, porque, de hecho, provocó la aparición -o, más exactamente, el resurgimiento- de la comunidad nacionalista. Eran otros tiempos, por supuesto, marcados por una diferencia política fundamental respecto a los presentes: vivíamos bajo el franquismo. Sin embargo, el mito o la memoria mítica (es decir, la «memoria histórica» del nacionalismo) ha mantenido una empecinada distorsión de los hechos. El encuentro entre Echevarrieta y Pardines sigue presentándose, en la narrativa nacionalista, como «fortuito»; la muerte del guardia civil, como resultado de un «enfrentamiento» o de un «tiroteo». Sabemos, a estas alturas, por el testimonio del único testigo, otro miembro de ETA allí presente, que el guardia civil fue asesinado por la espalda, mientras examinaba la matrícula del coche que conducía Echevarrieta, pero la versión mítica sirvió para justificar que el PNV de entonces se abstuviera de condenar el tránsito de ETA desde la guerra imaginaria al terrorismo real. Salvando las distancias, el PNV de hoy ha aprovechado la ambigüedad verbal de Rubalcaba para salir del trance con una tibia reprobación a la banda, al tiempo que reiteraba su desafío soberanista al Estado.

En segundo lugar, la tensión y la angustia por la evolución del coma cerebral de Fernando Trapero, el agente herido, nos hace revivir las horas de julio de 1997 en que toda España veló la agonía de Miguel Ángel Blanco, al que sus verdugos habían abandonado, como al joven guardia civil los suyos, con una bala en la cabeza. Aunque el clima emocional no sea el mismo que el de aquel verano de hace una década, la situación política es demasiado inestable como para que una explosión de indignación cívica pueda ser encauzada fácilmente contra los verdaderos y únicos responsables del crimen. La profunda división de la sociedad española podría agravarse aún más si las reacciones de ésta derivasen a una concatenación de imputaciones recíprocas entre los partidarios del gobierno y de la oposición. No ayuda mucho a la contención pasional la retórica arriscada de los nacionalismos, que deberían, por el bien de todos, bajar el tono de los últimos días (todo lo contrario de lo que acaba de hacer el PNV). Si ETA ha matado en este momento -o, en otras palabras, si ha dado a sus pistoleros la consigna de matar lo que puedan-, es porque cree posible rentabilizar el enfrentamiento interno de los españoles, que se intensificará fatalmente a medida que se aproximen las elecciones. Y es lamentable que al partido de Ibarreche le resulte imposible salirse de esa miserable lógica compartida por la comunidad abertzale que, en su caso y en el de ETA, procede de una fuente común: el radicalismo de quienes ya en 1936 sostenían que una guerra entre españoles les depararía a ellos la oportunidad de obtener la independencia de Euskadi.

En esta coyuntura, la convocatoria de una manifestación unitaria de repulsa a ETA parece una apuesta demasiado arriesgada. En mi opinión (y ojalá me equivoque), tal medida difícilmente contribuirá a serenar los ánimos. Quizá partidos, sindicatos y demás fuerzas sociales habrían obrado con más prudencia conformándose con una declaración firme de condena de la banda, apoyo a la lucha antiterrorista y renuncia a buscar salidas negociadas. Porque va a ser inevitable que la manifestación del martes refleje otra anterior: la del 12 de marzo de 2004, que la izquierda intentó convertir -y lo consiguió parcialmente- en una movilización de sus bases contra el gobierno de Aznar. La gran disensión social que nos aflige, el deterioro sin precedentes del gran acuerdo nacional logrado por estas mismas fechas en 1978, arranca de ese acontecimiento y de su resaca, el asedio a las sedes del PP en la misma víspera de las elecciones. El recurso a las grandes demostraciones cívicas requiere unos consensos básicos que acaso sea posible restaurar tras los comicios de marzo, pero que, hoy por hoy, parecen muy dañados. En cualquier caso, ya es tarde para echarse atrás: desconvocar la manifestación equivaldría a aumentar la desmoralización ciudadana y a dar a los asesinos un motivo más de contento. Sólo cabe esperar que los partidos y sindicatos hagan ese día gala de un sentido de la responsabilidad y de la disciplina que faltó desdichadamente en la izquierda durante las vísperas de las elecciones de 2004, y que la derecha supere la poderosa tentación mimética de pagar al gobierno socialista con la misma moneda. ETA ha sido y es el peor enemigo de la democracia española, la amenaza mayor que se cierne sobre nuestras libertades y nuestros derechos desde los orígenes de la Transición, y no deberíamos perder esa perspectiva, por más que las gratuitas y torpes humillaciones de los años del gobierno de Rodríguez nos hayan enturbiado el presente, la pupila y el alma.

Jon Juaristi

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