Sobre un arraigado marco mental que en España confunde progresismo con la defensa de la diversidad por la diversidad (como si Hitler fuera algo mejor sólo por ser diferente de Gandhi), tanto las instituciones nacionales como las autonómicas han dejado que los distintos nacionalismos periféricos, allí donde existen, coopten la administración periférica (local y autonómica) y acaben imponiendo una realidad pública (la que vemos reflejada día a día cuando miramos un cartel o un panfleto informativo, cuando inquirimos a un funcionario, cuando vemos la televisión autonómica o cuando tratamos de acceder a algún puesto laboral ofertado por la administración) monocolor por monolingüe. Y es que la diversidad, para un nacionalista, es la que debe percibir un dios cuando, contemplando el mundo desde su omnisciencia, vislumbra un perfecto mosaico de culturas, cada una muy distinta del resto. Eso sí, a cada parroquia le aguardará la homogeneidad prefabricada que los líderes nacionalistas impondrán.
Así se ha ido generando una distorsión, que se completa cuando el nacionalismo logra que la lengua regional (que siempre es la minoritaria) gane prácticamente todo el terreno de lo público a la lengua común, el castellano, que es lógicamente la lengua más conocida y hablada por la mayoría de los españoles en todas y cada una de las comunidades autónomas. Es entonces cuando la sociedad alcanza el punto crítico: por una parte, se impone la ley del silencio entre los castellano-parlantes, que, contra natura, empiezan a creer estar en minoría y, no sin vergüenza, piensan estar traicionándose a sí mismos y hablar la lengua incorrecta; y, por otra, se envalentonan los nacionalistas, que, ya sin oposición, azuzan el recelo hacia lo común, hacia todo lo español, promoviendo políticas cada vez más desancladas del interés general.
Pues bien, parece que Ciudadanos, PP e incluso el PSOE han decidido empezar a poner en cuestión este conservador marco mental. Y renuncian por fin a que siga comiendo terreno una lengua que en el mejor de los casos (con todas las trampas consabidas que rodean a tal tipo de mediciones), usa un 13,4% de los vascos y que sólo sirve para excluir de la función pública y de buena parte del mercado laboral a la gran mayoría de los vascos. Hasta ahora se trataba, encima, de una imposición que sólo servía para generar una administración pública nacionalista que los tacha de malos vascos, por “españolistas”. Parece, por tanto, que hay acuerdo en comenzar a derribar un marco que acabaría a la larga expulsándoles de la partida: si siempre se trata de ser más nacionalistas que Sabino, el PSOE dejará de poder competir aunque Sánchez y su leal escudero Iceta pongan todo su empeño. Un empeño ridículo y contrario a los intereses socialistas, teniendo en cuenta que los idiomas regionales son hablados por una minoría de la población, generalmente de las clases más acomodadas.
No se trata de imponer una lengua única, como les gustará rebatir a los erizos de la política. Resulta que los derechos lingüísticos de los ciudadanos (¡nunca de las lenguas!) son peliagudos por ser derechos individuales de ejercicio colectivo y, por tanto, contextuales. Y esto implica necesariamente establecer un criterio territorial para garantizarlos correctamente: en las CCAA bilingües suele haber zonas de uso (quizás más confusas en Cataluña pero muy nítidas en la Comunidad Valenciana, Euskadi o Navarra; no conozco suficiente Galicia), que son lo que la política lingüística debe determinar; sin permitir, como de hecho está ocurriendo de manos del nacionalismo, que las leyes autonómicas expandan artificialmente dichas zonas allí donde no hay tal uso. ¿Si todos sabemos que no se oirá en Alicante el valenciano que se oye en Castellón, ni en el sur de Navarra el euskera que quizás sí llegue a oírse en algún punto del norte (¡el uso del euskera en Navarra roza el 10%!), por qué exigir en ambos sitios, castellanoparlantes, el requisito (o mérito desorbitado) lingüístico para el acceso a la función pública? ¿Aceptaría un madrileño o un albaceteño que le exigieran aprobar un examen de catalán o euskera para acceder a la función pública en Madrid o en Albacete? ¿Por qué nos echan a nosotros a los leones nacionalistas?
Otro ejemplo: si, por razón de las guerras y el terrorismo en el norte de África, llegasen en masa a Valencia refugiados sirios y con el tiempo adquiriesen derechos de ciudadanía pero conservasen sus usos lingüísticos, el Ayuntamiento probablemente (en función de su representatividad relativa en la zona) debería en justicia garantizarles derechos lingüísticos.
Pero al mismo tiempo parecería razonable sostener, por una parte, que garantizar tales derechos a los hablantes no puede hacerse a costa de sacrificar la lengua política, es decir, no pueden garantizarse mermando la función democrática e integradora de una lengua común, que deberá ser obligatorio estudiar. Y, por otra parte, no menos razonable será pretender salvaguardar el derecho al igual acceso a la función pública. Entre otras cosas porque quienes, mediante oposición, acaban siendo gestores del poder administrativo (que debe regirse por principios como los de legalidad o imparcialidad) ejercen un papel democrático esencial, pocas veces bien aquilatado por la teoría política. De hecho, piensen en lo que ocurriría si, para garantizar los derechos que en el caso anterior corresponderían a los sirios, se exigiera un nivel (no digo ya alto, sino un nivel mínimo) de árabe en todos los puestos de acceso a la función pública… Es evidente que la mayoría de valencianos tendrían obstaculizado el acceso a la función pública. Por eso, y para garantizar que en la función pública prime la competencia, es fundamental pensar, por zonas, en sistemas de cuotas a la hora de exigir requisitos lingüísticos en las oposiciones; y que tales cuotas sólo se impongan para puestos que tengan que dar cara al ciudadano. Pero esta no es, desde luego, la estrategia del nacionalismo, que tiene más interés en llevar a puerto la construcción nacional que en garantizar una función pública competente.
Otro ejemplo, este real. “Els usos lingüístics a les universitats públiques valencianes” es un estudio de “expertos” encargado por la Universidad de Valencia y otras instituciones, publicado en 2011 por la Academia Valenciana de la Llengua. Pese a que, como ellos mismos advierten, sólo el 22,3% de los estudiantes de la Universidad de Valencia demandaron en 2010 sus clases en valenciano (y que sólo un 15,75% de los estudiantes de las 5 Universidades demandaron matricularse en valenciano en 2004), se propone como objetivo que cada universidad apruebe un plan de igualdad de las dos lenguas para que “el 50% de la docencia se imparta en valenciano, distribuida armoniosa y equitativamente por todas las áreas de conocimiento de todas las titulaciones y posgrados, tanto en las asignaturas obligatorias como en las optativas”.
Quizás alguien piense que esto es análogo a la discriminación positiva de las mujeres en puestos de relevancia. Nada más lejos de la realidad. Las mujeres, al fin y al cabo, son y estadísticamente seguirán siendo alrededor de la mitad de la población; y puede tener algún sentido que, puntualmente, se las promueva en determinados puestos para visibilizar una igualdad a la que cabría tender si simplemente contaran las aptitudes de cada cual. Sin embargo, en el caso de la lengua, la medida citada sería más bien análoga a lo siguiente: si sobre el total de los valencianos las mujeres representaran un 30%, lo justo, según sus mismas premisas, sería cortar por lo sano… ¡y operar a casi un tercio de los hombres para someterlos a un cambio de sexo! Sería igual de inútil, porque ni el cambio de sexo aumentará la capacidad reproductiva de la especie ni la imposición lingüística está logrando, por más empeño que le pone, que aumente el uso del valenciano por encima del 30% (de nuevo, siendo muy generosos). Eso sí, en ambos casos se vulnerarán los derechos con ingeniería social. (Por cierto que, en Cataluña, con mayores esfuerzos por filtrar el catalán por absolutamente todos los poros sociales, su uso ronda el 35% y bajando).
Como de costumbre, los nacionalistas quieren imponernos sus proyectos, rompiendo con la base de la democracia: en democracia no se trata de igualar dos lenguas, sino de igualar derechos de las personas, que siempre son sustancialmente diferentes. En este caso, para igualar derechos de los hablantes, el 15,75% de demandantes de clase en valenciano debería poder matricularse en dicha lengua. A menos que decidan matricularse en castellano porque, dominándola igual de bien, prefieran otro horario, otro profesor u otro grupo donde coincidan con sus compañeros, que también son buenas razones.
Desgraciadamente, no hay estamento social que no asuma los conservadores postulados del nacionalismo. Y más los traga cuanto más progresista se crea. Así, la Confederació Intersindical Valenciana, sindicato mayoritario en la educación de la Comunidad Valenciana y muy próximo a Compromís, abogan abiertamente en sus estatutos por:
- “La Lluita i defensa dels interessos del poble valencià en el seu conjunt, el ple exercici de l'autogovern, potencia la realitat comarcal i, conseqüentment amb tot això, proclama el dret a la seua autodeterminació i el seu dret a decidir”.
- La unitat de la classe treballadora, amb la voluntat d'agrupar a quantes organitzacions sindicals i col·lectius de treballadores i treballadors existisquen en el Pais Valencià”.
- “L'establiment d'un marc valencià de relacions laborals i de protecció social”.
- “L'exercici de l'autodeterminació, és a dir el dret a decidir, dels diferents pobles de l'Estat espanyol, de manera que, superant l'actual Estat de les Autonomies, aconseguisquen el màxim grau d'autogovern”.
- “La plena normalització de l'ús del valencià, acadèmicament llengua catalana. El valencià és la llengua pròpia de la Intersindical Valenciana que ha de vertebrar l'acció sindical i vehicular la comunicació, sense perjudici que en les comarques castellanoparlants el castellà també tinga aquesta consideració i la llibertat de qualsevol persona afiliada a expressar-se en la llengua que considere”.
- “La promoció de moviments socials i polítics que tinguen com a objectiu la pau mundial basada en la justícia, la igualtat i la solidaritat”.
(Las cursivas son mías). Si no estuviéramos curados de espanto, debería asombrarnos el cínico brindis cosmopolita al sol con el que rematan una lista plagada de proclamas nacionalistas. Tras pretender la autodeterminación y levantar un sinfín de barreras de entrada a los trabajadores castellanoparlantes (incluidos la gran mayoría de trabajadores valencianos), a quienes les opone un marco valenciano y en valenciano de relaciones laborales, dicen defender la emancipación de la clase trabajadora; objetivo al que sólo puede aspirarse en el marco internacional que ellos desprecian y buscan fragmentar. Se diría que es un sindicato que no defiende al trabajador, por más que lo afirme, y mucho menos a la clase trabajadora. Si lo hicieran, tal vez se preocuparían por dar armas a los trabajadores; y la principal arma que pueden darles hoy en España es, además de conservar por el momento uno de los pasaportes más poderoso del mundo, eliminar las barreras que el nacionalismo trata de levantar para impedir la movilidad entre distintos mercados laborales, sobre todo respecto a nichos tan codiciados como el de la función pública, algo que incumbe también directamente a los contratistas (a los que el Gobierno autonómico ya tiene previsto exigir que se relacionen en valenciano con la Administración). Pero que, en general, incumbe a cualquier trabajador que, teniendo hijos, vea dificultades para matricularlos en nuestra lengua común, el castellano.
En fin, que no parece fácil relacionar la solidaridad y la defensa de la clase trabajadora (que, por oposición al capital a partir del cual se define, tampoco debería conocer fronteras) con la fragmentación de comunidades políticas. Pero eso es lo que pretende el nacionalismo, bien construyendo directamente barreras jurídico-políticas (fronteras), bien, como hemos visto, preparando antes el terreno mediante barreras menos visibles, como las de la lengua (usando requisitos o méritos tan desproporcionados que, en la práctica, juegan el papel de requisitos). Aunque un gallego y un catalán acabarán comunicándose en castellano (y en eso radica la potencia de toda lengua común o política -y más el castellano-, en abrir puertas y tender puentes, en hacernos accesible objetos -producciones culturales, guías turísticos, mercados de trabajo extranjeros, etc.- que, para hablantes de lenguas minoritarias, quedan restringidos), resulta que cuando cada uno de ellos busca trabajo en la comunidad autónoma ajena sólo encuentra obstáculos que desincentivan su movilidad; obstáculos para acceder a los puestos de la función pública (incluso para puestos donde no tendría que atender al público), para cerrar contratos de obra o de servicios con la administración autonómica, para escolarizar a sus hijos, para presentar su tarjeta de la Seguridad Social y ser normalmente atendido, etc.
Muchos ciudadanos españoles que vivimos en comunidades bilingües (repetimos que las comunidades bilingües no albergan exclusivamente a ciudadanos bilingües, sino también –y son mayoría, por eso sonroja repetirlo tantas veces- monolingües en castellano) usamos diariamente el castellano y vemos un alto coste de oportunidad en manejar correctamente la lengua cooficial en lugar de estudiar inglés o de emprender otras muchas actividades. Nos piden que valoremos una lengua que no es la nuestra, pero no tenemos por qué valorarla hasta tal punto, sin que ello implique menospreciarla. Lo que sí valoramos es que nuestros conciudadanos bilingües puedan comunicarse sin obstáculos en su lengua, que sean atendidos por su administración más próxima en su lengua, que puedan llevar a sus hijos al colegio en su lengua.
Podemos apreciar también que, residiendo en una comunidad bilingüe, todos (bilingües y monolingües) puedan acceder libremente al estudio de la lengua regional. Esto estaría especialmente justificado, más allá de la lengua materna de cada cual y de la zona de uso lingüístico en la que se resida, porque el conocimiento de dicha lengua abre las puertas al mercado de trabajo de la respectiva Comunidad Autónoma y, además, constituye ora un mérito ora un requisito para oposiciones y concursos públicos. E incluso, y siguiendo la misma lógica en defensa de la igualdad de oportunidades, quizás podría estudiarse -como me hizo entender hace poco mi amigo Juan Antonio Cordero- la viabilidad de ofrecer en el currículo escolar la opción de estudiar en toda España alguna de las lenguas cooficiales del Estado: de otro modo, los empleos y plazas públicas de las CCAA bilingües que exijan el conocimiento de las lenguas regionales quedarían irremediablemente vedadas a los ciudadanos de las comunidades monolingües (castellanoparlantes, se entiende).
Pero, ojo, esta medida, que busca ser igualitaria, jamás debería retroalimentar a su vez un nuevo aumento del nivel de dichos méritos/requisitos para el acceso a la función pública si es contrario a la realidad sociolingüística, que es la realidad de uso. Esto generaría más desigualdad. Por otra parte, la opción de estudiar el resto de lenguas del Estado en absoluto implicaría la extensión al conjunto de España de la cooficialidad de esas lenguas, que debe quedar restringida a las zonas realmente bilingües de las CCAA estatutariamente bilingües. A semejante proyecto multilingüe deberán anteponerse tanto la restricción presupuestaria como el derecho a la igualdad de acceso a la función pública.
Por fin, resulta fundamental que todo el mundo comprenda que para evitar que los bilingües decidan algún día hablar a sus hijos exclusivamente en castellano (si es que creyesen que, a fin de cuentas, resulta más práctico o que brindaría a sus hijos mejores armas en el mercado de trabajo), no es en absoluto de justicia que nos impongan a todos la lengua regional. Un derecho lingüístico es lo contrario a una obligación lingüística. Debería ser evidente.
Si la distorsión nacionalista y el marco mental que nos imponen quedaran algún día desmontados, cómo interpretaría la sociedad esta noticia: “Errejón pide un nuevo pacto que blinde los derechos nacionales y sociales vascos”. ¿Les parece esto de izquierdas? ¿Progresista? ¿Siquiera democrático?
Mikel Arteta (1985) es licenciado en Derecho y en Ciencias políticas y de la Administración. Es doctor en Filosofía moral y política por la Universidad de Valencia, con una tesis sobre el concepto de “constitucionalización cosmopolita del Derecho internacional” en la obra de J. Habermas. Actualmente trabaja como asistente técnico europarlamentario. Ha publicado varias colaboraciones en prensa, además de en revistas como Claves de Razón Práctica o Grandplace. En FronteraD ha publicado Por ‘nuestro’ patriotismo constitucional. ¿Necesita España un proyecto ‘atractivo’ de vida en común? y escribe asiduamente en su blog Escritos esquinados.