Reflexión sobre la amistad y el racismo

Acabo de perder una amistad. A veces un amigo se aleja por circunstancias de la vida y la antigua intimidad se desvanece por falta de contacto. Pero esta vez no ha sido así. Veo a mi ya ex amigo a menudo, pero ya no siento por él el afecto anterior. Nuestra amistad no se ha quebrado ni por un matrimonio ni por un divorcio, ambas circunstancias que se suelen interponer entre amigos. Los dos seguimos con nuestras parejas de siempre.

A veces es la muerte la que se lleva a un amigo; es algo que a mí ya me ha ocurrido en numerosas ocasiones. El más querido de mis compañeros de clase murió a los veintitantos años, mientras trabajaba como ingeniero en un lugar remoto de Nueva Guinea, y sigo echándole de menos al cabo de más de 30 años. Otro se suicidó poco tiempo después, por motivos desconocidos. Y otro -con quien mi mujer y yo, recién casados, solíamos pasar nuestras vacaciones-, fue víctima de la enfermedad de la neurona motora, justo después de haberse casado. La tragedia le sobrevino en su momento de máxima felicidad. Desde entonces, hemos visto a otros amigos sucumbir a todo tipo de sucesos fatales: accidentes de coche, cánceres, infartos, guerras y dosis excesivas de drogas y alcohol.

Pero en el caso de la pérdida que me acaba de ocurrir, mi antiguo amigo sigue tan vivo y sano como siempre. El problema que ha surgido entre nosotros, y que nos ha destrozado una amistad de muchos lustros es el racismo. Después de varios años debatiendo con él toda clase de asuntos relacionados con temas de cultura, ciencia, política y filosofía, ya no puedo resistir una verdad intragable. Mi ex amigo -culto, bien educado, escritor conocido, figura apreciada en el mundo literario y científico de Londres- es racista. Y el suyo no es un racismo puramente teórico, que sería deslumbrante pero discutible, sino un racismo cruel, que condena a personas extrañas por el mero hecho de su procedencia ajena.

Hasta ahora, yo creía -ingenuamente por lo visto- que el racismo entre personas de mi generación era un vicio surgido de la pobreza y de la ignorancia. Pensaba que quienes gozábamos de una buena educación no podíamos ser racistas, ya que sabíamos sobradamente las consecuencias funestas que el racismo ha acarreado en la Historia. Conocemos personalmente a personas que lograron sobrevivir a los campos de concentración nazis. Luchamos en su día por los derechos civiles en EEUU y contra el apartheid sudafricano. Militamos por los pobres inmigrantes que llegaron de las antiguas colonias a las llamadas madres patrias. Llevamos vidas cosmopolitas junto a vecinos de diversas razas y culturas. Hemos estudiado distintas religiones y se supone que nos hemos dado cuenta de que una persona puede ser cristiana, judía, budista, musulmana, atea y tantas otras cosas más y que todos somos capaces de entendernos gracias a los principios de pensar que compartimos.

Estábamos al día de las pruebas científicas que demostraron el hecho de que todos los seres humanos tenemos las mismas posibilidades de ser apreciables, tanto por nuestra inteligencia como por nuestras calidades morales. Las influencias genéticas se ejercen -ya lo sabíamos a ciencia cierta- con igual fuerza en todas las zonas del mundo. Todos podemos explotar o superar nuestro entorno físico y cultural con las mismas posibilidades de éxito. Como dijo una vez Jared Diamond, «hay tantos genios en Nueva Guinea como en Nueva York». En los buenos colegios no se admitía el racismo. Por tanto, yo suponía que los únicos racistas eran los que, por falta de oportunidades educativas, desconocían datos claves.

Hasta el día de hoy, no me extraño si encuentro perjuicios ignorantes en personas que no han gozado de los privilegios burgueses con los que alguien como yo crecí. Hace unos días, por ejemplo, un albañil de mi hotel en Salem (Massachusetts), donde me encontraba asistiendo a un congreso de Historia, me confió su inquietud por la cantidad de inmigrantes hispanos y musulmanes que se están estableciendo en su barrio. La retórica de la guerra contra el terrorismo le había convencido de que todo musulmán es un potencial terrorista, y la crisis económica le genera tanta ansiedad como para terminar pensando que cada inmigrante hispano es un extranjerote que le va a quitar el trabajo.

Pacientemente, le expliqué que yo vivo en una zona de Londres donde muchos de mis vecinos son inmigrantes. Entre ellos hay muchos árabes y judíos, que comparten las mismas terrazas de café y que acuden juntos a un famoso restaurante judío que se encuentra a pocos metros de mi casa. Allí, el menú es una muestra más de que ambos pueblos gozan de un sólo gusto gastronómico y practican más o menos los mismos ritos de cocina. Viven amigablemente, sin recelo ninguno. ¡Ojalá pasase lo mismo en Palestina! También a mi zona de Londres, según yo explicaba al taxista, llegan un montón de inmigrantes norteamericanos, a quienes damos la bienvenida, aprovechando sus actividades cívicas y económicas. «Estoy seguro -le dije- de que ustedes reciben a los inmigrantes que llegan a Estados Unidos con la misma comprensión y la misma acogida que damos a sus compatriotas que vienen a vivir entre nosotros».

Ese temor hacia lo desconocido, ese resentimiento hacia lo extraño, se comprende en los barrios desmoronados de Belfast, donde hace pocos días la canalla del lugar logró expulsar a una comunidad de inmigrantes gitanos de Rumanía, lanzándoles toda clase de insultos, prendiendo fuego a sus casas y tirando piedras por las ventanas de las iglesias donde se refugiaban. Se comprende igualmente en las calles desaseadas y violentas de los barrios más paupérrimos de París. Tal vez la enseñanza consiga desterrar el racismo de este tipo de suburbios. Sin embargo, choca y resulta incomprensible en los círculos eruditos y elegantes, como los que frecuenta mi ex amigo. De ellos, si el racismo existe, no se puede arrancar.

A mi amigo racista le conocí -creo que en los años 80- en un club de escritores y académicos. Le cogí rápidamente mucha simpatía, sobre todo por su amplia cultura y su conocimiento profundo de la Persia antigua y medieval. Era de ascendencia armenia y conservaba un fuerte recuerdo histórico de lo que había sufrido la comunidad de sus antepasados frente a la persecución turca. Tal vez por eso, compartía conmigo ciertos valores liberales, tales como el respeto a los derechos humanos y el apoyo al fomento de instituciones internacionales. Odiaba las dictaduras y las guerras. Sentía una gran admiración por la Constitución española, sobre todo por el principio -lamentablemente, ahora abandonado- de jurisdicción universal de los tribunales en casos de crímenes contra la humanidad. Mi ex amigo era ateo, y tenía muy poco respeto por las religiones.

Así que siempre teníamos mucho que comentar y debatir cuando coincidíamos en el club o en una tertulia. En nuestras conversaciones, por regla general, yo defendía la racionalidad de las grandes tradiciones religiosas, que él se empeñaba en denunciar. No tardé en darme cuenta de que el islam le fastidiaba aún más que el cristianismo, pero yo entonces no tenía la menor sospecha de que su actitud naciera del racismo.

MANTUVIMOS nuestra relación civilizadamente y con gran respeto mutuo hasta el día en el que se nombró a dos musulmanes -ambos amigos míos- miembros del club. Uno -desgraciadamente, ya fallecido- era el profesor Zaki Badawi, director del Colegio Mayor Musulmán de Londres, dedicado a formar imames angloparlantes y especialistas en la civilización occidental. El otro -a quien prefiero no nombrar- es una de las figuras más destacadas en la tradición moderna del islam ilustrado. Mi ex amigo se opuso a sus candidaturas. Cuando le pregunté por qué, contestó que porque eran musulmanes, ni más ni menos.

Hay quienes creen que un creyente islámico es necesariamente un esclavo mental, incapaz de someter a juicio crítico sus lecturas del Corán. También hay quien supone que los pensamientos de un católico vienen ineludiblemente distorsionados por una actitud de humillación ante los dogmas. También hay críticos duros que acusan a miembros de algunas sectas protestantes de prostración ante las interpretaciones literales de la Biblia. Pero aun siendo cierto que existen tendencias hacia el fundamentalismo y el dogmatismo en todas estas religiones, está muy claro que los creyentes suelen superarlas. Mi amigo y yo charlábamos sobre el asunto y nos pusimos de acuerdo. Ser musulmán no es ninguna ofensa. Y musulmanes tan distinguidos por sus contribuciones a la paz del mundo serían dignos miembros de nuestro club.

Pero, en su corazón, mi amigo conservaba un rencor injusto y cruel. Hace unos días, en una cena ofrecida por el club, donde uno de los miembros tenía a una invitada musulmana, mi amigo tuvo la mala educación de denunciar el islam por irremediablemente irracional, y tachó a todos los musulmanes de irracionales, por el mero hecho de haberse nacido o criado en un ambiente islámico. Pensé en volver a debatir con él,esperanzado en poder convencerle para que cambiara de opinión, o por lo menos de que se disculpara por unos comentarios tan vergonzosos.

Sin embargo, fue tal la repulsión que sentí, que acabé por no hacerlo. Rechazar a una persona, calificarle de inferior, o negarle oportunidades abiertas a los demás por su raíz familiar, religiosa o comunitaria es una ofensa a la ciencia, y va en contra a los intereses de la sociedad humana, que debe aprovechar el talento de todos. Aun más: es un mal cruel, que despoja a un individuo del respeto y confianza que le corresponden.

Así que el que tuvo que cambiar de opinión no fue ya mi ex amigo, sino yo. Ahora veo que el racismo actual no es sólo el residuo de una fase anterior de nuestra historia, que queda en las cunetas de calles sucias como un mal olor, sino un vicio robusto que existe en los salones y aulas de conferencia de la intelectualidad más respetada. Y no me explico por qué. Perder a un amigo te hace sufrir. Perder una amistad te hace pensar.

Felipe Fernández-Armesto, historiador y ocupa desde 2005 la cátedra Príncipe de Asturias de la Tufts University en Boston, Massachusetts, EEUU.