Reflexiones de un «carbonero»

Europa está en horas bajas: se aleja de la fe que la situó como líder pensante del universo-Tierra. El cristianismo heredó, allá por el siglo IV, el testigo, hasta entonces culturizador, del decadente Imperio Romano. Su mensaje dirigía la vocación del hombre hacia una eternidad presidida por el Ser Supremo. Tras más de 1.300 años, aquella luz se ve desplazada por un laicismo ateo, intencionadamente iconoclasta y de metas circunscritas a lo terrestre.

Si al Gran Dios se le adornaba de todas las virtudes imaginables elevadas a potencia infinita y se le suponía a altura inalcanzable, incluso para los aspirantes más cualificados, los trepadores actuales (sin otro mérito considerable —habitualmente— que el de su codicia) se arriman desaforados a la más alta cumbre del «mercado», ídolo actual como sustituto del Supremo. Cuando una vez entronizados se saben adorados en su omnipotencia, perdonan la vida a sus clientes, desprecian a sus cofrades y envilecen a sus seguidores. Su espacio operativo — Occidente— pierde cota comparativa: fanatismos de culturas antiguas le van ganando terreno.

La Ley natural fue inserta en el hombre desde su origen. Cualquiera de las razas —blanca, negra, amarilla...— la considera indiscutible, la sabe suya, y al Creador (múltiple, en casos), su autor.

Pero Dios es tanto que, además de sublime, resulta humanamente misterioso, enigmático. Su comprensión sería reductora por limitativa; y de ahí que el cristianismo personalizara en Cristo su traducción a nuestra escala, y reconociera su identidad divina por revelación o por lógica razón.

Cristo habla históricamente en parábolas y nos obsequia con milagros probatorios relatados en los Evangelios. En ambas manifestaciones define y defiende una a una las leyes naturales que pasan a denominarse, en su conjunto, Ley de Dios [una vez incorporados los dos preceptos de la caridad enseñados por Jesús: 1º.- Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas. Y 2º.- Amarás a tu prójimo como a ti mismo].

Él es quien avisa de que al sentarse en el trono de su Gloria a impartir su Justicia separará a los unos de los otros y dirá a los de su derecha: «Venid, benditos de mi Padre, tomad posesión del reino preparado para vosotros desde la creación del mundo: porque tuve hambre y me disteis de comer; tuve sed y me disteis de beber; era peregrino y me acogisteis; estaba desnudo y me vestisteis, enfermo y me visitasteis, en la cárcel y vinisteis a verme. Entonces condenará a los que estén a la izquierda: apartaos de mí, malditos, al fuego eterno: porque tuve hambre y...» (Ev. de S. Mateo), parábola en la que prioriza la reparación de los desequilibrios terrenales. Característica esencial en nuestra ley natural y, me repito, divina.

Durante más de quince siglos el cristianismo, en debate continuo, anima a Europa. Su culto a la Verdad mantiene a sus teólogos en reflexión constante; su defensa de la Bondad ejemplifica a sus Santos; su admiración a La Belleza erige templos, monasterios y monumentos de imponente e inolvidable presencia; pinturas memorables y sinfonías solemnes acompañan y enriquecen la convivencia continental. Europa es venerada, a pesar de sus continuas batallas, por un mundo que la sabe creadora, reina y madre de la civilización, cumplidora de sus códigos productivos e inmutable en su respeto a los mandamientos dogmáticos.

El esfuerzo era para ella el justificante que, tras sacrificio denodado, alcanzaba —no siempre— su objetivo. La meta que se situaba al final de tan arduo proceso era esquiva. Hoy el banco intercede, te aplaza la lucha y ofrece el deseado premio al principio si te comprometes a pagar los intereses y a cumplir tus compromisos en un ajustado tiempo posterior. Del buen comportamiento de su clientela depende su beneficio. Bastantes prefieren abusar de lo no ganado y aspiran a que quien les prestó se las arregle como pueda. Hay mucha Europa no fiable, no necesariamente meridional, que no responde con el rigor que debiera; sus realidades corruptas han degenerado al continente en tiempos todavía cercanos.

La desatención a la ley ha herido también al amor. Su culminación sensorial requiere de un preámbulo inspirador. En este tiempo nuestro el encuentro físico se ha hecho temprano e inmaduro, libre e indiscriminado. ¿Es amor? Su abaratamiento ha devaluado los vínculos familiares; ha legalizado el aborto y los matrimonios irregulares; ha aplaudido la promiscuidad, causa fundamental de la caída del Imperio Romano. Recuerdo que merece consideración.

Muchos padres procrean, pero no educan, no controlan a la rebeldía indomable. Esta se acostumbra a consumir, a consumar sin merecer. Destruye el mañana y, en su conjunto, corrompe a la sociedad. Generalización que convendría matizar porque pienso que, todavía, el núcleo familiar es mayoritariamente positivo.

En el mundo urbanístico, la Europa milenaria que consolidó y estructuró la ciudad orgánica, construida paso a paso (el templo adorador en su centro de gravedad; las calles y plazas concurrentes y cálidas en su derredor), se disuelve hacia una conglomeración escéptica que desparrama y deshilacha su antigua y elaborada trama. Torres individualizadas desprecian el coloquio ciudadano. Presumen guapas y prepotentes, pero se sienten aisladas. Hay que apoyarse en las máquinas —el automóvil— para encontrar al interlocutor necesario, cara a cara, a la vista de su mirada. La comunicación universal, televisión y telefonía ya logradas, podría culminar en metas comunes (que recuperaran el sentido de la vida), si cree y espera, no sólo de su hoy, sino de su justiciero y eterno mañana. Y, así, aspiraría a un glorioso futuro que, al poner a cada uno en su sitio, optaría por un presente de ética milenaria bajo el equilibrio inexorable de la ley divina.

La Constitución de EE.UU. (Washington, Franklin y Madison, deístas episcopalianos) antagoniza al catolicismo, pero sus presidentes siguen invocando a Dios cuando la Europa laica del XXI, incluida España, proscribe su sagrado nombre.

Al releer lo que llevo escrito me resulto pretencioso predicador de lo que no domino. Pero me afianzo al recordar lo que fue la España grandiosa que representada por los valerosos e incultos conquistadores no sólo se hizo con un «Mundo Nuevo». sino que, además, lo convirtió y convenció para compartir su destino.

Españoles que, además de pecar, sabían morir en defensa de su fe. Pocos son hoy capaces en el mundo político de renunciar a un puesto para no sentirse cómplices de un sectarismo antinatura.

Y muchos, los que nos sentimos felices —en lo que cabe— si creemos en la cristiana eternidad.

Según nos vamos haciendo viejos, más clara sentimos nuestra ignorancia y más sorprendente la circundante sabiduría juvenil apoyada en las ingentes muletas comunicadoras de la actualidad. El caso es que ya no nos fiamos más que de nuestras certezas; que las tenemos, y nunca procedentes del saber. Sólo creemos en creer, y es que hoy únicamente nos hace feliz la fe, la que da sentido a La Vida, que, aunque parece que se va, sabemos que vuelve sempiterna.

Miguel de Oriol e Ybarra, doctor arquitecto de la Real Academia de Bellas Artes.

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