Reflexiones desde ultramar

Anduve unos días, alrededor de 20, por tierras de Perú visitando parajes tan hermosos como el Machu Picchu, Arequipa, el Valle del Colca, Cuzco -allí, Cusco-, la selva amazónica, de los que bien cabría decir que son favores del cielo y donde se habla un castellano de peculiaridades fonéticas y lexicográficas evidentes, pero auténtico al que, desde el inca Garcilaso de la Vega, maestros como el fallecido Cesar Vallejo y el vivo, a Dios gracias, Mario Vargas Llosa, enriquecen con sus múltiples voces y que sirven, sin duda, a los fines de cada cual.

Debo decir que el castellano del Perú tiene su propia fuerza que lo preserva de todos los nacionalismos -incluido el nacionalismo español- y lo defiende e inmuniza contra cualquier despropósito. Y el que aquí, en nuestra España, no quiera entender, que no entienda, que así nos luce el pelo. En fin… Durante este tiempo fuera de mi país y de mi ciudad, a través de internet he podido leer y releer los varios periódicos españoles que a diario hojeo. Lo he hecho con esa ventaja que proporciona la decantadora distancia y que permite examinar las noticias con mayor calma y claridad de la habitual, lo cual te proporciona un sosegado escepticismo. Tras esta terapéutica y desde mi particular interés, abordo algunos de los sucesos acaecidos en España y fuera de ella.

La visita del Papa. De la estancia del Papa en Madrid para presidir la JMJ, lo que destacaría es el espíritu jovial de Benedicto XVI, pese a tener 84 años. Hacer de Papa debe ser un oficio muy difícil por la cantidad de gaitas que supongo hay que templar a diario. Si complicado es ser ministro o diputado, y la mejor prueba de lo que digo es que pocos lo hacen bien, me imagino lo engorroso que debe ser Santo Padre, aunque bien mirado la tarea no tiene el inconveniente de una oposición pisándote el callo a todas horas. Lo que sí creo es que para serlo, uno ha de sentirse eternamente joven. La vida sencilla de Su Santidad y su apego a la juventud hacen que caiga simpático y se le tenga aprecio. El Papa es un hombre animoso, saludable, nada viejo y menos engreído pese a no faltarle motivos para serlo. La única discrepancia que mantengo con él, cosa que no debe preocuparle, es que como jefe de la Iglesia siga aferrado a fórmulas de vida que, a mi juicio, se caen por sí solas de puro rancias. Está claro que Joseph Ratzinger no es ningún revolucionario, ni tan siquiera un reformista, sino más bien un conservador, aunque, eso sí, un conservador moderno y civilizado y, por consiguiente, ejemplar. Es más; creo que ese movimiento laico que hizo aparición a modo de contramanifestación se equivocó queriendo impedir o degradar su presencia en España. Pretender chafar la visita papal es algo que no tiene ni pies ni cabeza. Actuaciones como la de los indignados no deben adoptarse más que con los dictadores. Si todo tiene su medida, admitamos que también ha de haber una vara que mida los torpes y amargos pasos de la intolerancia, esa tacha humana que es la más intolerable.

Gadafi, se busca. Según leo, los rebeldes en la guerra de Libia han puesto precio a la cabeza de Muamar Gadafi. Casi un millón y medio de euros, vivo o muerto. El anuncio resulta siniestro, estremecedor y vergonzoso, aunque no menos que la conducta de todos aquellos que en su día recibieron a semejante botarate con los mayores honores y parabienes. Tanto o más que lo que el personaje pudo hacer -entre otras barbaridades, y según su ex ministro de Justicia, ordenar el atentado terrorista de Lockerbie, con 259 muertos-, me importa eso que los llamados rebeldes se proponen hacer con él. No; el camino no es ése, sino otro de muy diferente substancia. La Ley del Talión, para vergüenza de todos, no ha prescrito, aunque nunca sirvió de consuelo sino para pueblos y dirigentes muy elementales. Bien es verdad que hace tiempo que en cuestiones como éstas -por ejemplo, la pena de muerte- el hombre perdió la perspectiva. Aun admitiendo que a un hombre pueda condenársele a morir en la silla eléctrica o mediante una inyección letal -supuesto que rechazo de plano-, todavía encuentro peor que se pueda poner precio a la cabeza o al pellejo de nadie.

Reforma constitucional. El presidente del Gobierno y el líder de la oposición han llegado a un acuerdo para reformar la Constitución e introducir un límite al déficit de las administraciones. Puede sorprender que en 33 años de vigencia ésta sea la segunda modificación. Pero la iniciativa no tendría que producir sorpresa si miramos el fin de la reforma constitucional alemana de 2009: que los ingresos y los gastos del presupuesto federal fueran equilibrados. Una Constitución no es inmutable ni eterna, algo parecido a las Tablas de la Ley o la Biblia, lo que no quiere decir que haya de corregirse un día sí y otro también, pues ello resultaría punto menos que papel mojado.

Entre los extremos se encuentra el ejercicio de la tutela política que todo pueblo se concede a través de fórmulas que mudan la piel.

Dicho esto, la impresión es que la reforma planteada y que, con gran acierto, el profesor Jorge de Esteban ha calificado de extemporánea por precipitada -la convocatoria de elecciones generales está anunciada-, responde a una exigencia de Merkel, cansada de apoyar la compra de deuda pública española sin contrapartidas, por lo que parece que estamos ante un rescate encubierto.

Bien es verdad que la política es el arte del pacto y el tira y afloja, pero no lo es menos que para ser eficaz ha de bailar al son que la Historia y los acontecimientos toquen. La música que hacía tiempo que los españoles escuchábamos no propiciaba la postura de la navegación por las aguas del «ya vendrán tiempos mejores», que algunos durante muchos meses quisieron suponer fecundo. No se trata de copiar a nadie, pero sí de tomar ejemplo de alguien y de recordar que la política es como una carrera de antorchas en la que, el que se duerme, se quema.

La retirada del presidente Rodríguez Zapatero. Como en el viejo tango, el presidente del Gobierno ha considerado que le toca emprender la retirada, decisión que, sin duda, ha adoptado no sin dolor y un cierto sentimiento de amargura, porque se sentía a gusto haciendo lo que hacía. Es un arte saber replegarse a tiempo y antes de que el personal se aburra del todo y bostece en tus narices. Yo no soy nadie para decir si Zapatero cumplió o no, plenamente, con su deber, aunque estoy convencido de que él pensará que esa fue su intención y mejor deseo.

Al aún presidente del Gobierno se le ve ya como algo pasado. Le felicito por la decisión tomada de apartarse del mundanal ruido de la política. Hacerlo como lo ha hecho merece respeto, aunque sólo sea porque anticipa la posibilidad de que España siga el camino que pretenden ensayar otros pies menos cansados. La única forma lógica política de romper el hielo para iniciar la confianza que, según los expertos, se precisa si queremos salir del bache económico, era la de convocar elecciones sin miedo al resultado. Tal vez durante bastante tiempo Zapatero se creyese demasiado la idea de Cela de que quien resiste gana, pero se me ocurre que, en su caso, lo único que ganó fue tiempo pero no la consideración de muchos ni el reconocimiento ni gratitud de los más.

De aceptarme el consejo, yo recomendaría al presidente del Gobierno que una vez en León no miré para atrás, algo muy propio de aquellos gladiadores romanos en derrota que se convertían en estatuas de mármol. Y si algún reproche tuviera que hacerle sería en relación a su obsesión por lo que Ángel Ganivet, con gran antelación, llamó «triste gloria de la perpetua Guerra Civil», como si fuera un hijastro de su propia casa, España, en la que en muchas ocasiones se prestó a representar la dolorosa farsa sangrienta de Abel y Caín.

Hablo de la Policía. Noticia digna de comentario es que el director general de la Policía y de la Guardia Civil haya ordenado la apertura de sendos expedientes disciplinarios a tres agentes del cuerpo por haberse extralimitado durante la carga policial posterior a la concentración laica del miércoles 17 de agosto. Ese uso desviado de la fuerza puede que sea la resultante de muy complejas implicaciones y premisas que sería injusto cargar, con un criterio demasiado simplista, en la sola cuenta de la Policía, cuando su origen debería buscarse en estamentos nerviosos e inseguros y en climas de opinión harto elementales y que fueron la verdadera espoleta. Las escaramuzas entre policías e indignados o laicos fue una estúpida disputa sin objeto, que nada resuelve. La fuerza pública, necesaria siempre y benémerita en no pocas ocasiones -lo escribía Salvador Sostres el otro día-, no debe formar parte de la lucha política. Quiero decir con esto que una Policía democrática no debe ser beligerante, sino fría, cautelosa y aséptica herramienta de poder. El agente del orden, en buena teoría, es un gladiador, no un verdugo. Lo mismo que los funcionarios de prisiones, los árbitros de fútbol y los jueces, los policías no deben responder a la provocación y nunca han de sentirse insultados ya que su función, por esencia, los despersonaliza. El olvido de estas evidencias puede conducir a excesos de los que tarde o temprano hay que responder.

Epílogo viajero. Es posible que una de las mayores enseñanzas que los viajes aportan sea el agradable sufrimiento del cansancio. A pesar de ello, confieso que últimamente estoy cogiendo afición a esto de viajar. El tiempo no pasa en vano y los gustos e incluso las aversiones cambian de signo. Antes lo que me gustaba era quedarme en casa y cuando salía de España empezaba a echar de menos sus costumbres y hasta sus rutinas. Ahora, ya digo, aunque no tenga un espíritu tan juvenil ni aventurero como Benedicto XVI, me va gustando el ir de un lado para otro y conocer personas con hábitos y hasta manías diferentes a las mías. Miguel de Unamuno, aquel vasco universal, nos dice en Niebla que «quien viaja mucho va huyendo del lugar que deja y no buscando cada lugar al que llega». Sí, viajar por viajar es algo frívolo, estéril y sinónimo de trasladarte como una maleta. La clave está en probar a buscar el color del alma de cada pueblo. Creo que el motivo de mi reciente disposición a viajar es la exploración, la observación y el análisis, algo bien distinto a lo que se puede leer en el Ecclesiastés de que nunca se harta el ojo de mirar ni el oído de oír. Quizá es que el andar tierras y el comunicar con gentes diversas, a los humanos nos hace más humanos.

Por Javier Gómez de Liaño, abogado y magistrado excedente.

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