Reflexiones después de la batalla

«¿Qué pasa en España?», me pregunta un francés amigo mío. «Nos preocupan cosas que también os preocupan a vosotros, como el desbarajuste del orden liberal internacional que ha provocado Trump, el auge de los populismos y la recesión derivada del coronavirus; y otras que hunden sus raíces en nuestra historia: la fragmentación de la que hablaba Ortega. Y todo esto nos pilla con el Gobierno más débil y más hipotecado con el secesionismo que hemos tenido nunca. Estamos viviendo eso que vuestro Victor Hugo llamaba «un gozne en la historia». La restauración canovista (1875-1923) y el franquismo (1936-1975) duraron 40 años. La Transición ha durado otros 40 (1975-2014). Y lo suyo sería ahora una segunda Transición para adecuar nuestras instituciones al nuevo tiempo; para afianzarlas, no para dinamitarlas. Pero eso no es fácil.

«¿Cómo habéis llegado hasta aquí?», me replica mi amigo. «Las cosas se empiezan a torcer cuando Zapatero convierte el PSOE, un partido proletario, en un partido radical para apoyarse en los colectivos que se sienten discriminados: LGTBIQ, feministas radicales, religiones minoritarias y nacionalismos periféricos. Con estos últimos, pacta el reparto del territorio como en los tiempos feudales: los socialistas se comprometen a apoyarles en Barcelona (Pacto del Tinell), en Santiago (Pérez Touriño) y en Vitoria (PNV), a cambio de que ellos le apoyen en Madrid». El pacto se adereza abriendo las heridas ya cerradas en la Transición para partir España en dos. «Lo que nos conviene es que haya tensión», confesó Zapatero a Gabilondo (Cuatro TV, 13 febrero 2008). La recesión acabó con ese sueño que ahora ha retomado Sánchez.

«Bueno –me pregunta mi amigo–. ¿Y qué hizo el Gobierno del que tú formabas parte?». «Sacamos a España de la crisis –le dije–. pero no fuimos capaces de revertir las políticas que más habían dividido a los españoles y, sobre todo, no abordamos las reformas necesarias para corregir los defectos de diseño, funcionales y sobrevenidos del régimen de 1978 que el tiempo había hecho evidentes». Un proceso de regeneración y modernización de las instituciones que deberíamos haber puesto en marcha allá por el 2013, cuando las condiciones eran favorables. La economía había retomado el vuelo, los separatismos estaban creciendo exponencialmente y tiempo era de reforzar la idea de España y reformar el régimen autonómico para hacerlo más funcional. Teníamos mayoría absoluta y hubiésemos podido contar con Alfredo Pérez Rubalcaba, el entonces secretario general del PSOE, un constitucionalista convencido. «Fíjate que el año siguiente se produjo la abdicación del Rey, una especie de señal de que se cerraba una etapa y se abría otra».

No lo supimos ver y eso dio pie a la aparición de partidos nuevos. Podemos supo canalizar la indignación de los que más habían sufrido en la crisis económica que había empezado con la caída de Lehman Brothers prometiéndoles asaltar el poder para cambiar el régimen constitucional por otro completamente distinto. Artur Mas aprovechó también la coyuntura para dar el salto del autonomismo al independentismo. Y es que cuando no se reforman las instituciones a tiempo se empiezan a cuartear. Saltó a la escena nacional otro partido –Ciudadanos– que hasta entonces sólo había tenido presencia en Cataluña. Su objetivo era modernizar la sociedad española y, sobre todo, contribuir a formar mayorías que no fuesen tributarias de los nacionalistas. «Una especie de tercera vía como la que alumbró Macron años después». El bipartidismo de la Transición queda hecho añicos y nada sería igual a partir de entonces.

La pasividad del Gobierno ante el pseudoreferéndum de Cataluña del 1 de octubre de 2017 dio alas a otro partido nuevo –Vox–, alérgico al consenso progre de conservadores, liberales y socialdemócratas y nostálgico de tiempos pasados. Si Sánchez se alza como el adalid LGTBIQ, del feminismo radical, de las religiones minoritarias o de los nacionalismos periféricos, Abascal se erige en campeón de los varones amenazados por las leyes de violencia de género, de los españoles que se sienten desplazados por los inmigrantes, de los católicos ultraortodoxos y de los nostálgicos de otros tiempos que desconfían del liberalismo. La política de bloques, las dos Españas.

Un error conceptual porque no hay dos Españas, hay cuatro. La primera es la España frentepopulista de Sánchez e Iglesias, un matrimonio indisoluble. La segunda es la España nacionalista donde malconviven partidos que se matan entre sí –PNV y Bildu, ERC y Junts per Catalunya, BNG y las Mareas– pero que siempre apoyarán a Pedro Sánchez para que no llegue Casado. La tercera es la España constitucionalista integrada, por ahora, por PP y Cs, aunque no descarto que los de Arrimadas acudan al socorro de Sánchez cada vez que les necesite. Y la cuarta España, la España tradicionalista de Abascal. Coincidimos con ellos en la pasión por España pero no compartimos su aversión por los inmigrantes, su antipatía por las autonomías, o su repugnancia a avanzar hacia una Europa federal. Si asumiésemos sus postulados, le estaríamos haciendo el trabajo a Sánchez: perderíamos el centro y la izquierda se levantaría como un solo hombre. El no pasarán todavía vende mucho.

Las elecciones recientes –con excepción de Galicia– han enconado aún más las divisiones entre españoles. Los soberanistas –PNV, Bildu y BNG– han crecido a expensas de Podemos; el PSOE no ha sufrido desgaste a pesar de los muertos, de las empresas cerradas y de los empleos destruidos, aunque no se ha beneficiado del desplome de Iglesias. La coalición PP-Ciudadanos se ha estrellado en Euskadi y todo apunta a que los constitucionalistas lo vamos a pasar mal en las elecciones catalanas. Las cifras no engañan: PP, Cs y Vox solo cuentan con tres de los sesenta y seis escaños nacionales que se disputan en Cataluña y en Euskadi y las encuestas no apuntan mejoría. Así las cosas, Moncloa vende que el PSOE es el único partido nacional con presencia relevante en Cataluña y en Euskadi y, por tanto, es el único capaz de vertebrar España y gobernarla. Menos mal que Núñez Feijóo les ha impedido cerrar el círculo con Galicia.

¿Y el PP, qué? Lo que no debemos hacer es esperar plácidamente a que Sánchez se estrelle porque eso sería letal para España. El tancredismo no gana elecciones. Lo que tampoco podemos hacer es limitarnos a oponernos a todo lo que proponga el Gobierno. El no, no gana elecciones. Y no podemos disfrazarnos de lo que no somos porque eso ni es decente ni es duradero: un partido que aspira a gobernar tiene que decir lo mismo esté en el poder o esté en la oposición. Lo que sí tenemos que hacer es un proyecto que nos permita ser reconocidos por los demás; que no se limite a repetir frases que suenan bien, o a decirle a la gente lo que quiere oír sin molestarse en explicar lo que se puede hacer y lo que no se puede hacer.

Un programa no reactivo, sino proactivo que desarrolle los principios en que se fundamenta nuestra Constitución: la soberanía del pueblo español, la unidad de España, la igualdad en derechos y obligaciones de los españoles –y, en consecuencia, el rechazo de un federalismo asimétrico con privilegios para unos que no se reconocen a otros– y la solidaridad entre todas las partes de España, porque, a día de hoy, una nación es un entorno de solidaridad o simplemente no es una nación. Sólo así podremos frenar a los populismos de derecha e izquierda y corregir la deriva radical del nuevo socialismo de Pedro Sánchez.

José Manuel García-Margallo, ex ministro de Exteriores, es eurodiputado.

1 comentario


  1. Versión a toro pasado de uno de los responsables gubernamentales de que, entre 2011 y 2017, no se aplicara el programa del PP de 2011 con el que ganaron las elecciones.

    Un ejemplo: la política del PP hacia Cuba. Hicieron lo contrario de lo prometido:_la pelota a la dictadura castrista y abadono de la oposición democrática. ¿Porqué votarles después de eso?

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