Reflexiones postelectorales

EL desenlace de unas elecciones, y más si se trata de unas generales, no es nunca el producto de un único factor. El entramado de intereses, anhelos, rechazos y frustraciones que concurren en la determinación de cada uno de los votos hace que resulte vano cualquier intento de simplificación. Aun así, en las elecciones que se celebraron anteayer en España, todos esos factores concurrentes parecieron subsumirse en uno solo: el estado de necesidad. El cambio al que se sumaron una inmensa mayoría de los españoles o, lo que es lo mismo, el castigo que infligieron al partido que hasta entonces había gobernado sus destinos tuvo una causa cardinal: la crisis y su mala gestión. De ahí, sin duda, que el gran vencedor de estos comicios, Mariano Rajoy, pusiera en el eje de su primer y excelente discurso como presidente «in pectore» del Gobierno estos cuatro enemigos a los que combatir: el paro, el déficit, la deuda excesiva y el estancamiento económico. Y de ahí también que la racanería del voto se cebara tan solo en quienes, desde el Gobierno del Estado y de no pocas Autonomías, se negaron primero a reconocer la existencia misma del problema para después, una vez admitido este y tras diluir su responsabilidad de gobernantes en instancias superiores, si no etéreas, optar por reformas de salón que en nada contribuían a mitigar el desempleo y a devolver la confianza a inversores y consumidores. Prueba de ello es que el Partido Popular, pese a mandar desde el pasado mes de mayo en buena parte de las Comunidades Autónomas y en los principales ayuntamientos del país, no se ha visto en absoluto afectado por ese ejercicio del poder, o que Convergència i Unió, cuyos recortes en ámbitos vinculados al Estado del bienestar tanto revuelo han levantado últimamente en Cataluña, no ha sufrido tampoco erosión alguna. Al contrario, lo mismo unos que otros han obtenido unos resultados históricos. Será que la gente prefiere que le cuenten la verdad, por dura y desagradable que esta sea, y se aborden de una vez sus problemas, a que la engañen con trampantojos y falsas promesas.

Pero, aun cuando la situación económica haya concentrado y vaya a seguir concentrando, como es natural, todos los afanes y preocupaciones de gobernantes y gobernados, las elecciones del domingo dejaron también otros mensajes. Por ejemplo, el que deriva del rotundo fracaso del PSOE y se concreta en la aparente defunción del bipartidismo. No hay duda que el batacazo socialista ha sido de pronóstico y que, por más congresos ordinarios que la dirección tenga a bien convocar, la crisis de liderazgo es un hecho. Con un secretario general en retirada, un candidato destrozado por las urnas y una candidata en expectativa que ha sido derrotada donde menos se esperaba, no parece que el futuro pueda estar en ninguna de estas cabezas. Añadan a lo anterior la imprescindible renovación ideológica y programática a que van a verse abocados los socialistas si pretenden consolidarse de nuevo como alternativa de poder y convendrán conmigo en que el porvenir al que se enfrentan —y sobre el que se cierne, no vayamos a olvidarlo, el nubarrón amenazador de las autonómicas andaluzas— dista mucho de ser halagüeño. Pero, con todo, su concurso resulta absolutamente necesario. La atomización del voto de izquierda y el consiguiente crecimiento de Izquierda Unida y de las opciones nacionalistas hacen, si cabe, todavía más necesario su pronto fortalecimiento. La situación del país va a requerir grandes pactos. Mariano Rajoy insistía la otra noche en que será necesaria la colaboración de todos y que con todos piensa contar. Hay que celebrarlo. Pero, como cualquier acuerdo depende de ambas partes, no está de más recordar que la correspondiente al principal partido de la oposición no puede quedar en modo alguno vacante.

Máxime si se repara en el descenso experimentado por la suma del voto de PP y PSOE con respecto a la registrada en pasadas legislaturas —y que no es sino la consecuencia del hundimiento socialista, hundimiento que el auge popular no alcanza a compensar—. En concreto, diez puntos porcentuales menos que en 2008. Lo que significa que, incluso contando con el concurso del principal partido de la oposición, esos grandes acuerdos de Estado van a sufrir una merma considerable en cuanto a representatividad. ¿Soluciones? No parece que esa Izquierda Unida que asegura haberse convertido en el «partido de los pobres» mientras trata de incorporar a su proyecto las escurriduras del 15-M —y cuyo resultado, por cierto, merece ser también destacado— vaya a estar por la labor. Lo suyo es la calle y la confrontación, más que el Parlamento y la avenencia. Sí pueden estar por la labor, en cambio, los nacionalismos moderados, y especialmente el catalán, que es el de mayor peso. Pero ya se sabe que esa clase de nacionalismos no suelen atender a razones otras que las propias del canje o del chantaje. Vaya, que el altruismo y la grandeza de miras no se les suponen. Con ellos, o caen más competencias y más dinero, o no hay acuerdos. Y como la generosidad del Gobierno del Estado para con esas fuerzas políticas ha sido más que notoria en estos últimos años, ya casi no queda nada en el zurrón con que saciar sus previsibles demandas —como no sea, claro, la independencia misma—.
Así las cosas, no parece existir otra opción para completar el pacto y tratar de acercarlo al porcentaje de las últimas legislaturas que la encarnada por Unión, Progreso y Democracia. El partido de Rosa Díez posee la enorme ventaja, con respecto al resto de los candidatos, de coincidir en muchos de sus principios programáticos con los del propio Partido Popular. Y, muy principalmente, en lo que atañe a cuestiones como la estructura territorial, el terrorismo, la lengua o la educación. O sea, en ámbitos todos ellos relacionados con la igualdad de derechos de los españoles, en tanto que ciudadanos de una misma Nación. Es verdad que UPyD no tiene más que cinco diputados y cerca de un 5 por ciento de voto. Pero ese porcentaje corresponde a un millón largo de sufragios, lo que convierte a la formación en la cuarta más votada del Congreso. Para adquirir un protagonismo acorde con su representatividad, sólo le falta disponer de grupo parlamentario propio. Según el reglamento de la Cámara, le separan tres décimas de su objetivo, lo que constituye sin duda una soberana injusticia, sobre todo si uno toma en consideración que UPyD supera en más de 100.000 votos a una coalición como CiU y en prácticamente 800.000 a una como Amaiur —que van a contar, ellas sí, con grupo parlamentario—.

Pero ello tiene arreglo. Basta con modificar el reglamento. Al PP le conviene y debería hacer lo imposible por lograrlo. Ante el desembarco de los «abertzales» de Amaiur, UPyD puede ejercer una eficaz labor de contención. Y luego está una cuestión de la que poco se habla de momento y que merecería, por sí sola, un nuevo artículo. De nada servirá empezar a salir del pozo en que nos encontramos si no emprendemos, a un tiempo, una profunda reforma de nuestra educación. De la enseñanza y de los valores que la informan. Hay que situar de nuevo el esfuerzo, el mérito, el conocimiento, la autoridad y la tradición en lo más alto de nuestro sistema social. En las aulas y, a poder ser, en casa. Hay que hacer pedagogía, pero de la buena. Y en esto, que es algo en lo que el PP ha estado siempre comprometido, un aliado como UPyD podría resultar de gran ayuda.

Por Xavier Pericay, escritor.

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