Reflexiones sobre política lingüística

I. ¿Quién es el bilingüe?

Escribía hace ya quince años Aurelio Arteta que el problema esencial que plantea la política lingüística es la del 'por qué', es decir, la cuestión de su legitimidad. Y lo triste es que seguimos igual hoy todavía. Porque lo que sólitamente escuchamos debatir a nuestros representantes políticos son simples matices, los del 'cómo', el 'cuánto' o el 'en qué grado' de la euskaldunización. Cuando de lo que hablan tantos y tantos ciudadanos en voz baja no es de modulaciones sino de razones. Lo otro, los matices, no son sino las patéticas escaramuzas de retaguardia que libra una izquierda en franca desbandada desde el momento mismo en que admitió sin oposición el principio de donde nació toda la política lingüística: el de que los ciudadanos vascos deben llegar a ser bilingües. Pues bien, es ante este mismo principio ante el que la razón crítica dice: ¿Por qué?

Una política que pretenda cambiar la realidad requiere una justificación que la legitime. Si se cambia la distribución social de la renta es por razones de justicia; si se modifica la situación respectiva de los ciudadanos de uno y otro sexo es por igualdad. Por eso, cuando el poder público decide convertir coactivamente en hablantes del euskera a quienes no lo son, surge imperiosa la necesidad de una justificación; máxime cuando esa política afecta al ámbito privado y autónomo de la persona, es decir, es una política intervencionista Y no vale argüir que esa política se ha decidido democráticamente por el Parlamento, pues eso vale tanto como el «sic volo sic iubeo, stat pro rationae voluntas» de Juvenal (así lo mando porque así lo quiero, la voluntad vale como razón). Porque no se discute de la legalidad de la política intervencionista, sino de su legitimidad, la cual requiere mejores argumentos que los votos de la mayoría.

No ignoro, claro está, que existe un pretendido discurso legitimador de la política lingüística asimilacionista. Habría que estar sordo para no escuchar la serie argumentativa que pretende justificar los objetivos perseguidos por ella. Lo que sucede, dicho crudamente, es que todos esos pretendidos argumentos no son sino una asombrosa montaña de falacias, paralogismos y metáforas inadecuadas, que ofenden a la razón humana con su solo enunciado. Bien conozco que al hacer esta afirmación tan tajante me arriesgo a recibir una pita universal como engreído presuntuoso, pero me comprometo a demostrarla en las líneas que siguen. Juzguen ustedes.

Vayamos en primer lugar con los paralogismos que la lógica denomina 'falacias', y que no son sino razonamientos construidos con aparente corrección pero en los que se ha deslizado (deliberadamente o no) un fallo insubsanable. Las falacias se han clasificado desde la antigüedad en familias, de las cuales nos interesa ahora la de las 'falacias de composición y de división'. La falacia de composición consiste en atribuir al conjunto las características propias de los elementos individuales que lo componen: «Todos los hombres tienen una madre, la Humanidad tiene una madre», ejemplificaba Bertrand Russell. Esta falacia es básica en la teoría política del nacionalismo, puesto que permite pasar mágicamente del principio de autonomía individual al derecho de autodeterminación de las naciones: 'Todos los seres humanos tienen derecho a autorregularse, luego las naciones tienen ese derecho'. Pero no nos interesa ahora este paralogismo, sino su inverso, el de 'división', que consiste en atribuir las propiedades del conjunto a cada uno de los elementos que lo componen: 'Esta orquesta es excelsa, luego todos sus miembros son excelentes'. Un salto en el vacío tan obvio como el volatín que se realizaría al decir: 'La sociedad vasca es de centro-izquierda, todos los vascos son de centro-izquierda'.

Pues bien, aunque resulte increíble, el principal argumento de la política lingüística gubernamental consiste en una parecida biribilketa lógica: 'La sociedad vasca es bilingüe, luego los vascos son (deben ser) bilingües'. En términos lógicos estamos ante un 'non sequitur': del enunciado no se deduce la conclusión que se pretende, sólo 'parece' que se deduce. Pero esta apariencia se derrumba no bien se reflexiona, o se compara el propuesto con paralogismos semejantes: 'La sociedad española es políticamente plural, luego los españoles son individualmente plurales'. 'El pueblo vasco posee un idioma propio, luego todos los vascos hablan ese idioma propio'. Puras falacias.

La falacia organizada sobre el término 'bilingüismo' se completa ordinariamente con otro paralogismo, derivado éste de la idea de igualdad. Dice más o menos lo siguiente: 'En un país bilingüe las dos lenguas deben estar en igualdad de condiciones', lo que, dado que una de ellas es universalmente dominada (el castellano), obliga a que también lo sea la otra. Si así no fuera, no se cumpliría el principio de igualdad de las lenguas. Es bastante obvio, sin embargo, que el principio de igualdad a quien se aplica es a las personas, no a las lenguas, y su enunciado correcto dice: En un país bilingüe todos los ciudadanos tienen los mismos derechos lingüísticos; es decir, tienen derecho a ser atendidos por la Administración en la lengua de su elección sin discriminación entre ellos. Las lenguas son objetos o instrumentos, no sujetos, y no tienen ningún 'derecho a ser iguales'. Y, si no lo ven así, piensen por un momento en el siguiente razonamiento: 'Todos los ciudadanos pueden profesar libremente la religión que deseen; luego todas las religiones existentes en el país tendrán la misma difusión, número de fieles y ayudas estatales'. O en éste: 'Todos los ciudadanos tienen derecho a una vivienda, todas las viviendas son iguales'. Una cosa es la igualdad de los sujetos del derecho y otra muy distinta la igualdad de los distintos objetos de ese derecho. Nuestro discurso oficial cae una y otra vez en la confusión entre ciudadanos y lenguas para poder justificar lo injustificable.

Al lado de los paralogismos se sitúan las metáforas deslizantes; es decir, las que inducen a pensar incorrectamente la realidad y llevan a conclusiones erróneas (las 'metáforas que nos piensan'); ejemplos señeros son las de la 'riqueza' y el 'patrimonio': 'El plurilingüismo es un patrimonio y una riqueza que debemos conservar, fomentar y proteger', nos dicen con extraña unanimidad desde arriba. Bien, es más que discutible que la metáfora sea acertada; estoy seguro de que muchos estarían más de acuerdo con la idea de que la pluralidad de lenguas y culturas es una maldición para la Humanidad, aunque no se atreverán a decirlo en alto, como hizo el poeta de la Biblia que inventó el relato de Babel. Pero bueno, aun admitiendo la metáfora del 'rico patrimonio a conservar', ¿qué se sigue de ella? Pues, si no me equivoco, como mucho se sigue que el Estado debe conservar y cuidar el patrimonio lingüístico en cuestión, pero no veo cómo podría seguirse que los ciudadanos debamos usarlo y practicarlo. Nunca he oído decir que el rico patrimonio artístico religioso español (y mira que es amplio y hermoso) autorice al Estado a exigirnos a los ciudadanos acudir a las iglesias y practicar sus ritos para mantenerlos vivos y operantes. Los ciudadanos no formamos parte del patrimonio, sino que lo poseemos. Lo cuidamos, lo desbaratamos, o lo ignoramos. Es nuestro patrimonio, no nuestro señor.

No acaban aquí las metáforas, porque hay otra serie de ellas igualmente poderosas para justificar la conservación obligatoria de la 'riqueza cultural': son las analogías orgánicas. La biodiversidad en el mundo vegetal y animal es un bien indudable, luego la diversidad cultural humana es también un bien. Lo dice así hasta la Unesco, sin parar mientes en que el universo humano no es como el orgánico (en el que habitan especies destructivas, ofensivas y colonizadoras de otras), sino que es un universo habitado por seres morales. Por ello, hay diferencias buenas y las hay malas, pero en cualquier caso ello depende de criterios de valor exógenos a la diversidad misma, tales como la justicia, la igualdad o el amor. La diversidad cultural es en sí misma moralmente neutra.

No es verdad que las lenguas 'vivan' o 'mueran'. Eso sólo les pasa a las personas. El euskera desaparecerá, como el castellano desaparecerá (¿acaso lo dudan?), pero seguirán viviendo personas que hablarán 'su' lengua. Su lengua de ellos, claro

2. Corrigiendo la Historia

Entre los argumentos que usualmente se barajan a favor de la política de euskaldunización hoy toca pasar revista a unos nuevos invitados, llamados identidad, corrección del pasado y perfeccionismo. Se afirma por doquier que el euskera forma parte de la identidad vasca, de lo que se colige que todo ciudadano vasco debe poseerlo. La verdad es que el argumento resulta tan borroso en su presentación que resulta difícil encararse con él. La idea de que la lengua determina una identidad, es decir, que cada lengua estructura los procesos perceptuales y cognitivos de sus hablantes hasta tal punto que organiza la mente en forma peculiar y distinta (la hipótesis Sapir-Whorf) está hoy en día totalmente desacreditada en antropología. Pero, incluso si así no fuera, incluso si fuera cierto que a cada lengua corresponde una identidad, no se comprende por qué razón ello autorizaría al gobierno a intervenir en materia de lenguas. Al revés, de tal dato debería derivarse la exclusión de cualquier proceso artificial de cambio lingüístico puesto que, si no me equivoco, equivaldría a un cambio coactivo de la identidad de las personas.

Porque si la hipótesis es cierta, habría que admitir que los castellanohablantes poseemos una identidad propia y distinta, y que esta identidad resulta modificada y adulterada cuando se nos induce a conocer y practicar otro idioma. Es decir, que la política gubernamental borra nuestra identidad y nos inyecta otra distinta, algo que es anatema para cualquier defensor del particularismo identitario. Si la lengua determina la identidad, sea lo que sea ésta, cambiar de lengua, o añadir otra a la que ya posee el hablante, es un auténtico 'identicidio'. Y no parece que sea razonable destruir la identidad de unos para conservar la de otros, a no ser que admitamos que hay identidades superiores e inferiores, unas a conservar y otras a borrar. Dejando de lado la identidad, llegamos a uno de los argumentos más sentidos por los defensores de las políticas lingüísticas intervencionistas: la corrección de las injusticias del pasado.

Aquí sí que se sienten seguros, con rara unanimidad, los que claman por imponer o fomentar el conocimiento y uso del euskera, el catalán o cualquier otra lengua de las que denominan 'minorizadas'. Porque, verán, según el relato canónico del pasado que nos proponen, resulta que en un remoto tiempo todos los habitantes de un territorio tenían una lengua propia, hasta que llegó la otra, la extranjera, que mediante políticas brutales e impositivas fue cercenando el ámbito de uso de la propia y acabó minorizándola en su propia casa. No cabe mayor injusticia histórica que ésta de la lengua vernácula que se ve arrinconada en su propia tierra por la imperialista, prepotente y mayoritaria lengua extranjera. Una injusticia que clama, como es evidente, por su reparación actual, mediante políticas de apoyo y discriminación positiva a favor de la lengua tan violentamente reprimida en el pasado. Así, la actual política lingüística no sería en el fondo sino una forma de reparar el injusto curso de la Historia. Por eso estaría legitimada: porque la realidad que pretende cambiar es injusta.

A pesar de que podría hacerlo, no voy a discutir la veracidad de este relato del pasado; voy a aceptar a efectos dialécticos que, efectivamente, el pasado fue un proceso de violenta imposición de la lengua mayoritaria sobre el euskera, al que ha ido arrinconando por métodos indefendibles. Que así sea, si así les gusta contarlo a nuestros lingüistas. Lo que sucede es que, por mucho que adopte como cierto ese relato del pasado, no veo cómo podría deducirse de él la justificación de una política lingüística de 'discriminación positiva' a favor del euskera. Sí, ya sé que a primera vista parece evidente: las mujeres han sido discriminadas en el pasado, luego están ahora justificadas las medidas extraordinarias en su favor; las clases más desfavorecidas han sido tratadas injustamente en la Historia, luego sus integrantes merecen ahora una ayuda especial; el euskera ha sido maltratado en el pasado, luego merece ahora un apoyo aunque éste sea discriminatorio.

La analogía 'parece' que funciona (en la apariencia reside el truco de las falacias), pero realmente el argumento carece de la más mínima lógica. Por una sencilla razón: porque cuando hablamos de discriminación positiva de mujeres, de campesinos, de proletarios o de inmigrantes hablamos de personas. En cambio, cuando hablamos de discriminación positiva del euskera, o del catalán, hablamos de cosas, no de personas. Y en ese 'pequeño' truco de sustituir personas por objetos (lenguas por hablantes) está toda la trampa del argumento, como es fácil de demostrar. Tomen como referencia al hablante, a la única entidad moral en presencia, y verán lo que le pasa al argumento de la discriminación correctora. Partimos, según el relato canónico, del hecho de que unos euskaldunes fueron discriminados o maltratados en algún momento del pasado para forzarles a abandonar su lengua y sustituirla por el castellano. Otros no lo fueron tanto y consiguieron mantener su euskaldunidad.

El caso es que llegamos así a la actualidad, en la que unos hablantes monolingües castellanos (descendientes de los discriminados injustamente) conviven con unos bilingües (descendientes de los no discriminados en la Historia). Yo mismo me considero un buen ejemplo de los primeros, pues recuerdo que dos de mis abuelos hablaban un euskera que no trasmitieron a mis padres (nunca les oí hablar de abuso e injusticia, pero sin duda lo sufrieron puesto que lo dice el canon). Bien, ¿qué hace hoy la política de discriminación correctora que se practica? Pues, aunque parezca increíble, trata peor a los que fueron discriminados negativamente en la historia y mejor a los que no lo fueron. Dicho de otra forma, vuelve a discriminar a los ya discriminados y añade una nueva injusticia a la anterior. Porque quien tiene menos posibilidades de empleo, quien es exigido para cambiar, quien tiene que hacer un esfuerzo adicional, es precisamente el descendiente del discriminado por la Historia. Mientras que para el favorecido por ella, que conservó felizmente su lengua, todo son premios adicionales. Reconocerán que es un extraño método de corrección de injusticias, un caso que recuerda a la enigmática frase evangélica: «A quien tiene se le dará y le sobrará; a quien no tiene, incluso lo poco que tiene se le quitará» (Mateo, 13, 12). O en términos más simples: una injusticia se tapa con otra. Naturalmente, este extraño resultado tiene su explicación: si tomamos como unidad de actuación la lengua, en lugar de los hablantes, los resultados de cualquier política lingüística son aberrantes. Porque nunca se recordará bastante en esta materia una verdad así de sencilla: lo que importan no son las lenguas, son los hablantes. Y llegamos así al último argumento en pro de la política de euskaldunización coactiva, ése que muchos de ustedes estarán pensando: vamos a ver, buen hombre, ¿no es mejor para usted como persona conocer otra lengua, no es un bien para sus hijos y nietos el dominar más idiomas, no les hace eso más ricos como personas? ¿Por qué entonces se opone a lo que no es sino un bien para usted mismo? Es el argumento 'perfeccionista' o 'paternalista' por excelencia, el que defiende la legitimidad de una política pública intervencionista cuando no persigue sino el bien de los ciudadanos, el hacerlos mejores.

Es el argumento nacionalista por excelencia: queremos hacerle mejor a usted, ciudadano, queremos insuflarle identidad. Pero también es el argumento de fondo de tantas y tantas políticas públicas que cuidan de nuestra salud, nuestra seguridad, nuestro bienestar: 'Es por su bien'. A este argumento sólo se puede oponer una palabra: libertad. Y quien no lo entienda, es porque tiene alma de lacayo, como dijo Alexis de Tocqueville. La biblia de la libertad afirma: «La única finalidad por la cual el gobierno puede con pleno derecho ejercer su poder sobre un miembro de una comunidad civilizada en contra de su voluntad es la de evitar que perjudique a los demás. Pero su propio bien, físico o moral, no es justificación suficiente. Nadie puede ser legítimamente obligado a realizar o no realizar algún acto porque eso sería mejor para él, o porque le haría feliz» (John Stuart Mill, 'On liberty'). Pues eso

3. ¿Y entonces cómo puede ser?

Ésta es la pregunta del millón. ¿Cómo ha podido suceder que una política lingüística con serios déficits de legitimación (como creemos haber demostrado) no sólo se aplique sin restricciones entre nosotros sino que incluso merezca la aquiescencia del Tribunal Constitucional? Porque a lo primero puede responderse diciendo que al fin y al cabo estamos gobernados por nacionalistas, pero lo segundo parece más difícil de explicar. Y, sin embargo, es patente que así sucede: el más alto intérprete de la Constitución ha avalado la política asimilacionista que se practica en Euskadi o Cataluña e, incluso, emplea para ello los mismos argumentos que hemos criticado en anteriores artículos. Es decir, afirma el Tribunal Constitucional que el plurilingüismo es una riqueza a conservar, que la igualdad entre las lenguas es un objetivo a perseguir para superar así situaciones de injusticia histórica, por lo que es plenamente legítimo que se exija a los escolares el conocimiento de la lengua propia al término de sus estudios, utilizando para ello drásticos procedimientos de educación monolingüe (sentencias 6/82, 82/86, 195/89, 19/90 y 337/94). ¿Cómo puede suceder esto, se preguntará el lector?

La respuesta no es fácil de digerir, aunque resulta bastante evidente para quien analiza el fenómeno del nacionalismo sin anteojeras interesadas: la razón última está en que la Constitución española de 1978 es una constitución impregnada de nacionalismo cultural en varios aspectos, y señaladamente en el tratamiento del tema lingüístico (art. 3). Sucede que a quienes gozan de una nacionalidad «satisfecha de estatalidad», como es el caso de los españoles, les gusta creer que ellos no son nacionalistas, que su Constitución es un dechado de patriotismo cívico republicano sin mácula de nacionalismo cultural. Pero es una ilusión. Las constituciones españolas, desde la de Cádiz de 1812, han incorporado una concreta concepción histórica y cultural de la nación española, una concepción preexistente al texto constitucional al cual se imponía con toda su carga particularista. Los historiadores lo saben perfectamente (Portillo Valdés analizó como nadie la «revolución de nación» de 1812), por mucho que últimamente se lleve más la afirmación de que en nuestro pasado constitucional no hay sino liberalismo político del bueno, sin mancha de etnicismo ni historicismo.

Pues bien, la vigente Constitución no escapa a esta tradición y, señaladamente en lo que se refiere al tratamiento del fenómeno lingüístico, es fuertemente nacionalista. Así, su art. 3º declara al castellano como «lengua oficial» y establece las consecuencias de ese adjetivo: el deber de todos los españoles de conocerlo, junto con el derecho de usarlo. La oficialidad arrastra un deber personal de conocimiento y, por mucho que se afirme a veces que éste es un «deber impropio» (piadosa fórmula para disimular lo evidente), ello significa que el Estado se arroga el derecho a exigir que sus ciudadanos hablen (o por lo menos que «sepan hablar») como se considera «natural» que hablen. Si se hubiera tratado simplemente de fijar una lengua para las relaciones gubernamentales, el texto constitucional podría haberse limitado a decir, al regular el funcionamiento de la Administración, en un precepto marginal, que ésta utilizaría el castellano como lengua interna y de relación con los particulares. Pero no lo hizo así, sino que llevó el tema de la lengua al Título Preliminar del texto (su lugar de honor) y lo reguló con toda ampulosidad como un verdadero deber político. Convirtió a aquélla en un símbolo de unidad con el que «marcar» a los ciudadanos: y eso es nacionalismo, nos guste o no reconocerlo.

Sin embargo, ocurrió a renglón seguido una curiosa dualidad: el legislador reconoció con toda generosidad que existían otras lenguas en España y, lo que es más importante, les concedió dentro de su territorio el mismo trato preferente de inspiración nacionalista que había garantizado al castellano en el conjunto. Se estableció así una inusual «coexistencia pacífica» de varios nacionalismos lingüísticos (lo más frecuente es su enfrentamiento), en la que la Constitución vino a decir a las comunidades autónomas: pueden ustedes hacer intervencionismo e imposición con sus lenguas propias siempre que respeten que yo lo haga con la mía: es decir, el castellano seguirá siempre siendo lengua oficial y obligatoria en toda España. Si ustedes aceptan que el legislador español sea nacionalista con su lengua, les permitimos hacer nacionalismo con la suya. ¿Y quién paga la factura de esta componenda? Pues es claro que el ciudadano, tratado como una especie de súbdito/rehén de la lengua o lenguas que le toquen en suerte según el territorio donde habite. En definitiva, que nuestra Constitución «garantiza la libertad ideológica, religiosa y de culto de los individuos» (art. 16), pero no desde luego la «libertad cultural y de lengua». Esta última libertad está ausente precisamente porque se parte de la idea de que el poder público posee el derecho de definir autoritariamente la lengua de sus ciudadanos. Y de ahí arrancan nuestros problemas, no de otra parte.

La continuación es conocida; el Tribunal Constitucional ha desarrollado este punto de partida con una doctrina que adopta los presupuestos básicos nacionalistas sin dudar y que, por ello, establece que: a) una lengua es oficial si así la declara la autoridad territorial correspondiente, «independientemente de su realidad y peso como fenómeno social»; b) la declaración de oficialidad conlleva que los poderes territoriales puedan adoptar las medidas correspondientes para garantizar su conocimiento efectivo por los ciudadanos, les guste o no; c) se trata con ello de «corregir situaciones de desequilibrio heredados históricamente», para lograr «la plena igualdad de las lenguas»; d) el idioma de la enseñanza lo determinan los poderes públicos, no los ciudadanos, pues «el derecho a la libertad de enseñanza carece de contenido lingüístico»; e) el único límite a los poderes territoriales es el de respetar que el castellano es también lengua oficial y por ello puede ser usada válidamente en todo el ámbito del Estado.

Este mismo nacionalismo es el que asoma también en tantos y tantos de nuestros compatriotas cuando critican los excesos de la política lingüística vasca o catalana diciendo indignados que «van a conseguir que el castellano desaparezca en Cataluña o Vasconia». Porque el argumento (además de ridículo), no defiende tanto la libertad del ciudadano, como la lengua que se considera «natural». Defienden el castellano porque lo consideran seña de identidad, porque ven en él un valor nacional, lo mismo que hacen los nacionalistas vascos con el vascuence. Y no es así, el castellano no vale más que ninguna otra lengua, ni siquiera es un valor en sí. Es una herramienta de comunicación intercambiable con cualquier otra. Lo único que vale es el derecho de los hablantes a su libertad y autonomía personal. Unos hablantes que, a la larga y en ausencia de constricciones exógenas, siempre elegirán como segunda lengua el instrumento que les garantice un mayor potencial comunicativo, nunca el que les proporcione uno menor al que ya poseen.

Tomar conciencia de que el origen de las políticas intervencionistas y asimilacionistas que hoy padecemos se encuentra en nuestra propia Constitución nos ayuda a ver el camino que debería seguirse para superarlas o, por lo menos, para crear la conciencia crítica necesaria para empezar a andarlo. El camino pasa inexcusablemente por una nueva definición del concepto de autonomía cultural como un derecho propio del ciudadano, un derecho del que no puede disponer nunca el poder constituido para realizar políticas culturales supuestamente «perfeccionistas». El Gobierno está para garantizar que se atiendan y satisfagan efectivamente los iguales derechos lingüísticos de los ciudadanos, no para hacernos más felices inculcándonos la lengua que considera natural a nuestra identidad. Ni para practicar una especie de «conservacionismo cultural» a costa de nuestras bocas. Y para lograrlo hay que empezar por reformular la Constitución española, la madre de este concreto vicio.

José M. Soroa