Reforma federal y reforma del Estado

Por Jaime Rodríguez-Arana, catedrático de Derecho Administrativo (ABC, 10/05/06):

ES bien sabido que en Alemania los dos grandes partidos coincidieron el pasado 6 de marzo en proponer una gran reforma del modelo territorial buscando la eficacia del sistema, teniendo para ello que acometer una serie de cambios y transformaciones que el tiempo y la experiencia aconsejaban urgentes e imprescindibles para la mejora de las condiciones de vida de los ciudadanos. Se trata de medidas presididas por el sentido común, el sentido del equilibrio, el respeto a la tradición del modelo y, por la búsqueda de lo mejor para los habitantes de ese gran país que es Alemania. Para alcanzar estos objetivos, los líderes políticos hubieron de enterrar sus legítimas posiciones patidarias y sellar un acuerdo en el que quienes ganaban eran los ciudadanos y, por ello, los propios partidos suscriptores del acuerdo, aún cuando realmente las renuncias fueran relevantes o significativas.

En síntesis, el acuerdo partía de la necesidad de racionalizar el modelo federal, de manera que el Estado disponga de los poderes y las competencias necesarias para cumplir cabalmente su tarea y los Estados federales, por su parte, de los cometidos y funciones que le correspondan para, igualmente, estar a la altura de las circunstancias. Para ello, es menester acabar con el bloqueo sistemático del Bundesrat y residenciar en los Lander las competencias más conectadas a la realidad y al interés público concreto, dejando en manos del Estado las competencias que hacen a la determinación de las políticas públicas de mayor alcance en materia, por ejemplo, de solidaridad y equidad.

Esta es, me parece, la clave de la reforma alemana, de la que en España hemos de tomar buena nota. La hoja de ruta, como ahora se dice, la tenemos magistralmente marcada en el dictamen del Consejo de Estado de 16 de febrero de 2006, donde encontramos reflexiones muy atinadas sobre la necesidad de precisar el principio de solidaridad, sobre la conveniencia de introducir en la letra de la Constitución el principio de cooperación, sobre la integración de los principios de igualdad y diversidad y, sobre todo, sobre la relevancia de concretar el ámbito de operatividad del artículo 150.2 de la Constitución, determinándose el elenco de las competencias del Estado hasta donde sea posible e introduciendo el principio de que la descentralización se producirá cuándo se verifique que va a mejorar las condiciones de vida de los ciudadanos.

Si algo nos enseña el ejemplo alemán es que no pasa nada porque el Estado, si es que así se incide positivamente en el bienestar integral de los ciudadanos, reasuma funciones que en manos de las comunidades no producen el resultado apetecible. Igualmente, tampoco nadie debiera escandalizarse porque competencias ahora del Estado puedan pasar a las comunidades en virtud del principio de eficacia. De lo que se trata es, en mi opinión, de estudiar caso a caso, con rigor y objetividad, cómo, de qué manera y en qué tiempos el modelo constitucional, en lo que se refiere a la distribución territorial del poder, puede ofrecer un mejor balance a las condiciones de vida de la gente. En este contexto, adelanto algo en lo que vengo trabajando desde hace años, que está en escritos y conferencias y que me parece relevante: que el Estado asuma mayores competencias en lo que se refiere al contenido de la solidaridad y equidad, y sobre todo en lo que atiende a su competencia exclusiva del 149.1.1 de la Constitución: la regulación de las condiciones básicas que garanticen la igualdad de todos los españoles en el ejercicio de los derechos y en el cumplimiento de los deberes constitucionales. Incluso se podría reformar este precepto en aras de la claridad, permitiendo una mayor congruencia en su interpretación según los contenidos de la solidaridad tal y como resultan de los artículos 138 y 139 de la Constitución.

El modelo constitucional diseñado en 1978 ha rendido grandes resultados. Es innegable. Pero también es innegable que, partiendo de sus elementos configuradores, debe continuar propiciando la mejora de las condiciones de vida de los ciudadanos. Y, para ello, en las reformas por venir no se puede olvidar que los sistemas jurídicos y políticos se justifican en la democracia en la medida en que se abren al bienestar integral de las personas, no al de los dirigentes políticos.

En este contexto, no podemos olvidarnos de los entes locales, salvo que cedamos a la presión del pensamiento único, sea unitarista o particularista, me da igual. Los entes locales están llamados a jugar, a partir del necesario equilibrio territorial, un papel fundamental en este proceso. No se trata sólo de reasignar papeles y poderes entre Estado y comunidades. Se trata de encontrar el marco abierto, plural, dinámico y complementario que permita adecuar el sistema territorial a la realidad, no a los intereses de determinadas minorías que, por respetables que sean, no pueden alterar sustancialmente el modelo al margen de la mayoría social.

Este tipo de reformas, insisto, requieren la participación de numerosos interlocutores. No pueden ser, salvo que ciegue la dimensión partidaria, armas arrojadizas contra nadie. Han de buscar el acuerdo y han de integrar todas las perspectivas. En mi opinión, tras la deriva que están tomando las reformas estatutarias, tras las profundas alteraciones del modelo perpetradas sin el concurso del pueblo, está llegando el momento de que, en efecto, se plantee una reforma constitucional equilibrada, pensando sobre todo en los ciudadanos. Como cantaba Gloria Stefan años atrás, «abriendo puertas y cerrando heridas».