Reforma judicial: el peligro de lo urgente

Además de morirnos, recuperar Gibraltar y conseguir un plan nacional de educación que sobreviva más de una legislatura, hay pocos asuntos que los españoles tengamos más asumidos como tareas inacabadas que la reforma del Poder Judicial. Para muchos, su génesis democrática expresada en el Título VI de la Constitución y en la Ley Orgánica del Consejo General del Poder Judicial de 1980 alumbraba un futuro prometedor en términos de independencia: confiaba su gobierno (“nombramientos, ascensos, inspección y régimen disciplinario”) a un Consejo formado por veinte vocales, de los cuales doce serían elegidos por y entre los propios jueces, y los ocho restantes por las Cortes entre juristas de reconocida competencia.

Se consideraba que la procedencia política de los vocales no judiciales no llegaba a poner en peligro la independencia del Consejo, gracias a la mayoría de los vocales jueces. Es más, siempre se podía argüir que la fórmula elegida proporcionaba al Consejo la ventaja añadida de tener ventanas abiertas a la sociedad, gracias a los ocho (además de dificultar con ellos toda tentación de corporativismo, dada su procedencia no judicial), sin tener que manchar sus togas con el polvo de los pasillos de Ferraz y Génova, gracias a la mayoría de los doce.

Pero, como es sabido, el PSOE de González y Guerra impuso la Ley Orgánica del Poder Judicial de 1985 que cambió radicalmente las reglas de juego, pasando a residenciar en las Cortes la elección de todos los vocales. Pese a la bendición del Tribunal Constitucional con su Sentencia de 29 de julio de 1986 (que, aun reconociendo el riesgo, lo confiaba todo a la naturaleza bondadosa del poder, al parecer siempre dispuesto a limitarse generosamente a sí mismo), el órgano de gobierno de los jueces se convertía así en algo peor que en un Parlamento en miniatura. Degeneraba en una perfecta correa de transmisión de los aparatos de los partidos, dado el dominio de estos sobre sus parlamentarios, conseguido gracias a su monopolio de la confección de las listas electorales; dominio que naturalmente se traducía en el secuestro del mandato representativo recibido de los ciudadanos, travestido en un desacomplejado mandato imperativo impartido por esas endogámicas burocracias de poder.

De garantía de la independencia judicial, el Consejo devino así en riesgo para ella, amenazando con servir de instrumento para convertir la separación de poderes en una caricatura de sí misma: la tan temida mera separación de funciones. Los defensores del nuevo modelo decían entonces -y siguen diciendo ahora- que no es el Consejo, sino los jueces, los que juzgan. Pero lo cierto es que si los ascensos y la protección de los que juzgan dependen de un Consejo así concebido, es claro que según de qué casos se trate (políticos o partidos por medio) el heroísmo pasa a convertirse en la condición necesaria para ser un buen juez. Y parece razonable concluir que un sistema que exige a sus jueces pagar este precio por su independencia no es un buen sistema.

Los últimos treinta años lo confirman. Desde jueces abandonados a su suerte por el CGPJ en su lucha frente al partido gobernante de turno (o la media naranja mediática de éste, que tanto monta), hasta jueces cuya exitosa carrera es un perfecto intercalado entre ascensos recibidos y alegrías dadas a sus mentores, pasando por otros que directamente hacen política en sus sentencias, convirtiendo sus obiter dicta en demoledoras catapultas de mociones de censura.

Urge cambiar un modelo en el que el político juzgado elige, si no a su juez, sí al fiscalizador -o incluso mentor- de éste. Así lo reclama el coro formado hasta hace muy poco por la única voz de Ciudadanos, que siempre estuvo ahí, al que parece sumarse ahora el Partido Popular, que hasta ayer mismo estaba y no estaba, según le iba dictando el Guadiana de sus quebraderos judiciales.

Pero cambiar el modelo ¿por cuál? Naranjas y populares proponen volver a la fórmula de 1980, en la línea marcada por el Consejo de Europa. La descolonización política del Poder Judicial estaría así asegurada al terminar con la elección parlamentaria de todos los vocales. Pero la cuestión que cabe plantearse es si, treinta años después, se puede seguir sosteniendo que éste es el único problema de nuestra Justicia. Si lo urgente, su despolitización, no estará ocultando la aparición de otros problemas con los que probablemente no se contaba en 1980, pero que llevan años lastrando igualmente nuestro sistema, aunque lo hagan en flancos mediáticamente menos aparatosos.

Hágase la prueba con cualquiera que tenga una mínima experiencia forense y podrá comprobarse como el tema estrella de la politización judicial -aun reconociendo su existencia y gravedad- lo siente muy lejano a su quehacer diario en los juzgados. Los problemas que realmente le preocupan, porque alguna vez sí los ha sufrido, son otros. Desde la eternización de un procedimiento que hace mucho tiempo dejó de poder explicarse por la falta de recursos, hasta una resolución que evidencia un pasmoso desconocimiento del caso o lo atrás que quedaron para su autor sus juveniles afanes de perfeccionamiento profesional; pasando por una querella imposible admitida con un automatismo ciego, sin más coartada para el pecado de pereza que la invocación de un sobreexplotado derecho a la tutela judicial efectiva del querellante temerario. O la práctica de alguna extravagante declaración testifical, admitida sin más propósito que el de señalar socialmente al que, a ojos de su señoría, ha infringido su particular código religioso o moral. O un instructor que se desempeña como un mero receptor pasivo de pruebas, sin más ansia que la de abandonar el campo y pasar la responsabilidad al Tribunal. O una pena de banquillo prolongada durante años, sin la práctica de una sola diligencia que lo justifique. O conferencias impartidas y cobradas por jueces en foros de muy comprometido patrocinio. O puertas giratorias que se abren a omnipresentes despachos de abogados. Y, al final del camino y como único recurso, la sola posibilidad de un expediente disciplinario con una tramitación tan clandestina que hace que los órganos instructores parezcan más un Tribunal de Honor, tan asequible e indulgente con el juez investigado como inaccesible y opaco para el denunciante.

Se dirá, y probablemente con razón, que se trata de episodios excepcionales frente a una mayoría de jueces que ejercen su función con eficacia y rigor. Pero ocurre que ese juez -más o menos aislado- es todo el Poder Judicial para el que le toca sufrirlo, y que termina propagando la imagen de una Justicia caprichosa, mediocre y fallida. Y no debe olvidarse (y así lo ha repetido en numerosas ocasiones el TEDH) la importancia esencial que tiene en una sociedad democrática la confianza de los ciudadanos en sus tribunales, hasta el punto de que tratándose del funcionamiento correcto de la Justicia, es tan necesaria su propia existencia como su efectiva percepción por los ciudadanos.

Por tanto, urge la descolonización política del Poder Judicial, pero urge igualmente aprovechar la ocasión para asegurar también su descolonización de cualquier presencia, por mínima que sea, de falta de laboriosidad, incompetencia, corporativismo o promiscuidad indebida. Y tal vez algo así no se pueda conseguir con un Consejo de controladores dominado por los pares de los controlados (la mayoría de los doce vocales jueces, que serían elegidos además por sus iguales). Tal vez sea imprescindible un Consejo paritario elegido por y entre todos los operadores jurídicos en el ámbito judicial. Así, situados junto a los jueces, estarían los letrados de la Administración de Justicia, fiscales, abogados y procuradores. Y estarían no sólo como elegibles en idéntica proporción que ellos, sino también como electores: veinte vocales, a razón de cuatro por cada uno de los grupos, eligiendo los miembros de cada grupo a sus representantes en el Consejo mediante voto personal, libre y secreto.

De los veinte consejeros, resultaría por tanto una mayoría de dieciséis de origen no judicial, que aportarían su condición de testigos privilegiados del día a día de los tribunales y, con ella, su insuperable conocimiento del quién es quién de la excelencia judicial. Y todo ello con la garantía de estar a cubierto de cualquier sospecha de corporativismo en materia disciplinaria, y de tener como única guía en sus nombramientos de cargos jurisdiccionales la sola razón del mérito y la capacidad.

Es cierto que una modificación así exigiría una reforma constitucional y que hoy no se dan las mínimas condiciones de serenidad necesarias para abordarla. Pero si no su letra, al menos su espíritu sí podría hacerse ya realidad. Bastaría con modificar la LOPJ en el mismo sentido apuntado por Cs y PP, pero en vez de devolver en exclusiva a los jueces la facultad de designar a los doce vocales de procedencia judicial, repartir esta facultad entre todos los operadores jurídicos (a razón de cuatro para los jueces, y los ocho restantes para los demás, dado que estos ya tienen garantizada su presencia directa en el Consejo a través del cupo parlamentario). Con ello seguiría resultando un Consejo con mayoría de jueces, pero a cambio se trataría de unos vocales jueces elegidos en su mayoría no por sus pares, sino por peritos imparciales de su idoneidad para lograr un Consejo justo en sus decisiones disciplinarias y riguroso en sus nombramientos jurisdiccionales.

Quizá ni esta segunda solución -de urgencia-, ni la primera -reforma constitucional mediante-, sean las mejores. Pero lo que es seguro es que cualquier otra solución que se plantee no puede dejarse engañar por el espejismo de lo urgente y obviar lo que treinta años de experiencia nos han enseñado.

Marcial Martelo de la Maza es abogado y doctor en Derecho.

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