Reforma laboral, año I

«Si el presente trata de juzgar el pasado, perderá el futuro» (Churchill). Vivimos momentos convulsos en nuestro mercado de trabajo. Tan convulsos que el tema que más preocupa a los españoles es el desempleo. La situación no es nueva, ni tampoco los intentos sucesivos de los políticos de corregir un mal estructural de nuestra economía. En los 80, 90 y ahora, cualquier bache económico, por suave o profundo que fuese, se trasladaba al ámbito laboral. Crisis en España es equivalente a paro. Pero, ¿no era ésta una realidad similar a la de los países de nuestro entorno? La respuesta es rotundamente no. Aquí también España es diferente.

¿Qué sucede en nuestro país? Pues que los efectos de esos apuros económicos repercuten en el empleo de forma inmediata y abrupta. Ajuste cuantitativo (en la mayoría de las ocasiones, masivamente) vs. adaptación a la realidad de forma cualitativa (modificación de condiciones laborales). Todos los observadores se quedaban atónitos cuando en un brevísimo periodo de tiempo se podían destruir hasta 800.000 empleos, y a la vez los salarios y la jornada de los empleados seguían incrementándose, en idéntico intervalo histórico. ¿Es esto normal? No parece. Entonces, ¿qué vicios tiene nuestro mercado de trabajo?

Como bien señalaba Confucio, los vicios vienen como pasajeros, nos visitan como huéspedes y se quedan como amos, y qué cierta es esa afirmación en el ámbito laboral. Llevamos años arrastrando la misma realidad. Una realidad que supone una ecuación maldita, crítica en cualquier modelo productivo, como es la de excesiva temporalidad y escasa flexibilidad a la hora de propiciar cambios. Es decir, fácil expulsión del empleo para algunos y muy laborioso camino para alterar el estatus laboral de otros. Así es imposible impedir que, ante una crisis, el empresario focalice sus esfuerzos de salir de la misma mediante extinciones de contrato frente a otras medidas menos traumáticas y con menor incidencia en la lacra del desempleo.

Es cierto que existen factores de nuestra estructura económica (modelo productivo, apuesta por el sector servicios) que pueden explicar el primero de los elementos expuestos (temporalidad), pero no lo es menos que también nuestra legislación laboral no ha ayudado a corregir la correlación entre la excesiva rotación de la mano de obra y la escasa flexibilidad para adaptarse a las circunstancias. Los sucesivos gobiernos han intentado adoptar reformas para enmendar estas deficiencias, pero salvo contadas ocasiones (1994), se han convertido en parches que no han atacado el mal diagnosticado por todos. El resultado está, lamentablemente, a la vista.

No parece ser éste el caso de la reciente reforma laboral. Transcurrido un año desde la aprobación del RDL 3/2012, de Medidas Urgentes para la Reforma del Mercado de Trabajo, podemos hacer un mínimo balance de esa normativa. La nueva regulación ha incorporado cambios profundos en nuestro sistema de relaciones laborales que encuentran, como finalidad última, la creación de empleo. El Gobierno apostó acertadamente por un cambio de nuestro modelo, un mayor dinamismo de las relaciones laborales, y en definitiva, por una posible generación a medio plazo de una cultura de trabajo distinta a la que teníamos antes. Los ejes principales de la reforma, centrados en la empleabilidad del trabajador (nuevos derechos de formación), la flexibilidad interna en las empresas (como modo alternativo de ajuste a la crisis),y la consecución de una estructura de negociación colectiva menos encorsetada han hecho que la misma suponga un cambio cultural en la forma de entender las relaciones laborales para todos sus protagonistas (empresas, sindicatos). Una reforma que se acerca a Europa a la hora de definir un modelo más flexible, moderno y descentralizado. Y estos son los pilares para comenzar a construir un nuevo edificio que debería cambiar la tendencia tan perversa en la que estamos inmersos en nuestro mercado de trabajo. La tarea no es fácil. El cambio, tampoco. Pero cuando el diagnóstico ha sido acertado y la nueva regulación pone el foco en lo que era preciso alterar, no me cabe duda de que poco a poco se verá la luz al final del túnel. Bien es cierto que nada es inmutable en materia legislativa y menos en relaciones laborales, esencialmente dinámicas. Por tanto, habrá que hacer los ajustes necesarios en función de las necesidades que se vayan observando y de la evolución y aplicación de la norma. Pero lo sustancial está hecho, y bien hecho.

Aunque los frutos no son lo inmediatos que todos desearíamos, sí que empiezan a vislumbrarse beneficios en empresas que aplican la reforma de forma inteligente, que salvan empleos y que atraen inversiones, tan necesarias en estos momentos. Pero, dada la situación, no podemos caer en el conformismo. Aparte de los ajustes, existen posibles cambios que deben contribuir a crear empleo. Ahora bien, exista una reforma o cambio, casi igual de importante es el que se ancla en las prácticas, actitudes y hábitos de los trabajadores y empresarios. Si la mentalidad de unos y otros sigue anclada en tiempos y modos caducos, el cambio normativo tendrá poca eficacia. Y esas pautas de actuación tienen su mejor reflejo en el contenido de la negociación colectiva y en la adaptación del sistema al cambio normativo.

Los cambios deberían estar centrados en materia de contratos. En primer lugar, convendría repensar en una racionalización del sistema de contratación. Un primer objetivo de la reforma ha sido la potenciación de la contratación indefinida, sobre todo para los emprendedores. Pero en la actualidad existe una maraña contractual, con modalidades que apenas son conocidas y utilizadas. Todo eso recomienda una reflexión por reordenar y simplificar la contratación laboral.

En segundo término, una apuesta decidida por el contrato a tiempo parcial, motor claro de dinamismo de empleo. La reforma del contrato a tiempo parcial, si bien ha realizado algún avance, sigue siendo una cuestión pendiente, dado su uso limitado en comparación con Europa. La regulación del contrato a tiempo parcial debería evitar la complejidad excesiva de las reglas, la inseguridad jurídica en la gestión del contrato y los problemas de rigidez en la organización del trabajo. La reelaboración de esta figura contractual podría pasar por un contrato a tiempo parcial flexiseguro. El mismo podría fundamentarse en el reforzamiento de la flexibilidad de la organización del tiempo de trabajo a través del establecimiento de un modelo de contrato a tiempo parcial variable, según necesidad de la empresa, que centrara su actuación en el empleo juvenil, pero sometido a un régimen de protección social que evitase que los trabajadores se vieran penalizados en sus carreras. Este sistema es ajeno a la legislación española, pero no es extraño en el Reino Unido, Italia o Alemania.

Y en tercer término, se debe adoptar una estrategia urgente (ya anunciada por el Gobierno) de medidas contra el desempleo juvenil. Los problemas del empleo juvenil tienen causas multidimensionales y multisectoriales. Por eso es muy importante concebir políticas nacionales, autonómicas y locales integrales, que involucren a los organismos públicos empleadores y trabajadores, las instituciones de formación profesional y las propias organizaciones de jóvenes. Una propuesta sería suprimir los contratos en prácticas y para la formación, y unificarlos en un nuevo contrato juvenil con un objetivo formativo y de creación de empleo (para una población de16 a 30 años) con la necesaria protección social y bonificado en su celebración.

En definitiva, debemos seguir avanzando y no cerrando ninguna puerta que pueda paliar la situación crítica actual.

Íñigo Sagardoy de Simón es profesor de Derecho del Trabajo de la Universidad Francisco de Vitoria.

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