Reforma laboral: ¿dónde está la bolita?

Presentando su libro Política para adultos, el expresidente del Gobierno, Mariano Rajoy, reconocía que la reforma laboral no hace honor a su denominación porque viene a culminar un proceso que, más bien, parece una convalidación de la suya, la de 2012.

La CEOE ha defendido con uñas y dientes la reforma y desde diferentes foros se instó a Ciudadanos para que se adhiriese. La FAES de José María Aznar ha dado también el visto bueno. El PDeCAT, síntesis perfecta entre neoliberalismo y nacionalismo que suele condensarse en la vindicación de un pacto fiscal contra la igualdad de los españoles, aplaude sin disimulo, pero con coherencia.

A pesar del triste vodevil de degradación política e institucional vivido para su aprobación, conviene no desatender los motivos para el apoyo de los citados y las razones, si las hubiera, para la algarabía del Gobierno por la pírrica victoria.

Lo que se nos anunció como derogación de la reforma laboral de 2012 ha ido transformándose, por fases, en algo bien distinto. En uno de los primeros hitos de la rectificación, se introdujeron unas comillas en el sintagma para matizarlo. Pasaba a ser una "derogación". Se nos explicó el cambio de una forma jeroglífica: derogar la reforma laboral era técnicamente imposible.

La explicación no pasaba de ser un burdo ejercicio de trilerismo. A diario se promulgan leyes que derogan parcial o totalmente leyes anteriores, siendo habitual desde un punto de vista técnico. De la derogación a las comillas y de la reforma a la reformilla. En un tiempo de triste degradación del debate público, en el que se escamotean la honestidad al debate y la racionalidad a la argumentación, parece que vale todo cuando de marketing político se trata.

Lo que se ha eludido, como casi siempre, es contar la verdad a los trabajadores españoles. La reforma de 2012 supuso una importante vuelta de tuerca en la degradación de las condiciones laborales, pero no implantó un modelo, sino que corroboró algo más que consolidado entonces. Ese era, y es, el modelo de la devaluación interna y de la competitividad externa vía salarios.

Esa es la piedra angular de la economía española desde la entrada en el euro y la aceptación de la unión monetaria sin contrapesos fiscales y presupuestarios.

El citado modelo abocó a España a la pérdida de control monetario y a los ajustes vía devaluación salarial. Es una realidad estructural, no algo contingente. Ciertamente, la reforma de Rajoy fue especialmente lesiva para los trabajadores porque degradó la prioridad de los convenios colectivos sectoriales y priorizó los de empresa.

Se buscaba no tanto blindar las políticas de moderación salarial, como se presentaron eufemísticamente (porque estas estaban perfectamente asentadas en la economía española), sino allanar su camino.

Una vez más, el mantra de la devaluación interna sobrevolando como desiderátum de la política económica y laboral. Por otro lado, se abarataron las indemnizaciones por despido improcedente. Dos años antes, la reforma del PSOE había ido por idénticos derroteros: flexibilización de los despidos objetivos; de las modificaciones sustanciales de las condiciones de trabajo; de los hoy tan celebrados ERTE; y de los ERE.

Nuestro mercado de trabajo lleva liberalizándose décadas. Se nos ha repetido una y otra vez que la liberalización es el bálsamo de Fierabrás contra el paro estructural que asola nuestro país. La reforma menguante que se nos pone encima de la mesa no modifica el modelo de relaciones laborales vigente. Dice perseguir la temporalidad, señalándola como la gran lacra del mercado de trabajo. Pero oculta la realidad.

De poco sirve eliminar los contratos por obra y servicio, ciertamente suscritos casi en su totalidad en fraude de ley, si siguen existiendo otros subterfugios para que, en idéntico fraude de ley, se utilice la temporalidad de forma espuria, aprovechando la ausencia de control de la causa por la que se suscribe el contrato. ¿O es que acaso el fraude generalizado en los contratos por obra y servicio no se puede replicar en los contratos eventuales por circunstancias de la producción, en los contratos de formación o en los fijos discontinuos?

Lo inaceptable es la ausencia de control de las causas de la temporalidad. Si la solución fuera convertir a todo el mundo en trabajadores nominalmente indefinidos, deben preguntar a la patronal y su fórmula: un contrato único que, de facto, convierta a todos los trabajadores en temporales en lo que a derechos se refiere, abaratando las indemnizaciones por despido o los derechos laborales. Igualando por abajo.

Recientemente, el secretario general del PCE volvió a ensuciar unas siglas tan históricas como importantes. Instó a propios y extraños a no hablar de despidos ni de indemnizaciones. No toca, se nos venía a decir. Bochornoso.

En España, el modelo que rige las relaciones laborales conjuga la flexibilidad interna (modificaciones sustanciales de las condiciones de trabajo) con la flexibilidad externa (despidos). Se puede despedir sin causa o con una causa falsa, de forma totalmente libre, y ese despido no es automáticamente nulo.

Es más, la nulidad del despido es, cada vez con mayor frecuencia, un supuesto excepcional. En los despidos simplemente improcedentes, además, cuando la empresa indemniza, lo hace sustancialmente más barato desde 2012: por la reducción de la indemnización y por la eliminación de los salarios de tramitación.

Lo más triste de esta reforma es su consecuencia en el futuro. Causas razonables de cualquier izquierda que pretenda ser reconocible se eliminan del debate público porque ese torticero borrado conviene a "los nuestros".

La reformita que se nos ha planteado es aplaudida con fruición por la FAES o la CEOE, no por error ni por una estrategia oportunista contra Pablo Casado, sino por coherencia ideológica. Blinda más del 90 % de las políticas liberalizadoras de 2012 y todas las de las reformas laborales anteriores.

El triste rastro que dejará es el de tierra quemada. Si ahora no están encima de la mesa el control administrativo preceptivo de los ERE, la extrema flexibilidad de las modificaciones sustanciales, la nulidad de los despidos, la indemnización de los despidos improcedentes o los salarios de tramitación, ¿cuándo se supone que podremos abordar extremos tan esenciales para los derechos de los trabajadores? ¿O es que acaso la lucha social y los derechos laborales merecen menos atención si gobiernan los nuestros?

Para empeorar las cosas, los socios nacionalistas del Gobierno han vuelto a negarse a validar cualquier mínimo avance social. Y tiene lógica, puesto que su agenda nunca ha sido social, sino tribal: el ámbito laboral vasco o catalán, la prevalencia de los convenios autonómicos y otra suerte de majaderías neofeudales.

Ya saben, cuando la prioridad es la frontera, los derechos laborales del vecino al que quieres extranjerizar importan bien poco.

Conozco la reacción oficial a cualquier conato de crítica desde una izquierda consecuente. Los epítetos de la estigmatización (rojipardos, neorrancios, fachas) suenan cada vez más huecos y desesperados. No me preocupa eso.

Sí me preocupa que algunos pretendan que quien escribe, como tantos otros abogados laboralistas, mañana, al defender a un trabajador precario despedido en el Juzgado de lo Social de turno, tenga(mos) que explicarle que la no recuperación de sus derechos es la mejor opción posible.

Más bien deberían ser los autores de esta operación propagandística los que nos lo expliquen al resto. ¿Dónde está la bolita?

Guillermo del Valle es abogado y director de El Jacobino.

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