Reforma laboral y mercados

España continúa ensimismada en el negacionismo. No queremos, no sabemos o no podemos aceptar nuestras responsabilidades en el origen y desarrollo de la crisis. Y el final abrupto del diálogo social muestra, una vez más, las dificultades en entender lo que de verdad nos estamos jugando en estos críticos momentos.

La prensa alemana y la del resto del mundo se han hecho eco de los problemas que presenta la financiación de nuestro sistema financiero, de las grandes empresas y del Estado en los mercados internacionales. De hecho, se ha llegado a sugerir que España estaba barajando la posibilidad de activar los mecanismos de ayuda previstos en el acuerdo por el que se constituyó el fondo de 750.000 millones de euros. Y aunque estos rumores eran infundados, el solo hecho de que hayan sido publicitados refleja un creciente temor de nuestros acreedores.

Para que haya un problema de endeudamiento como el que padecemos, ha debido existir la disponibilidad, por parte de otros países, a prestarnos los recursos necesarios. Nuestra disposición a acumular deuda (por familias y empresas) es bien conocida, y da prueba de ello el endeudamiento bancario acumulado por el sector privado no financiero (unos dos billones de euros). A esa cifra habría que sumar la deuda no bancaria, la del sector financiero con el exterior y la del sector público. Un volumen total de deuda (con nosotros mismos o con el exterior) que supera largamente los tres billones de euros. Una parte, la mayor, de la misma nos la hemos prestado entre nosotros, de forma que aquí los mercados exteriores poco tienen que decir. Pero otra porción, en el entorno de los 700.000 millones de euros, la debemos al exterior (a la banca francesa y alemana, mayoritariamente). Y esta es la que cuesta ahora refinanciar, dados los temores sobre nuestra capacidad de pago. Por ello los mercados exigen una prima de riesgo para financiarnos.

Estos son los hechos. Un país que se ha endeudado en exceso es un indicador preciso de que hemos estado viviendo por encima de nuestras posibilidades. Por ello constituye un error echar pelotas fuera y acusar a los mercados de nuestros problemas. Es cierto que los especuladores se aprovechan. Pero lo hacen porque hemos creado las condiciones para ello. Si quisimos endeudarnos más de lo que debíamos, esa fue nuestra decisión. Y, por lo mismo, ese es nuestro problema, porque la deuda está aquí, no se puede rechazar y no hay más remedio que pagarla. Y su retorno solo se hará efectivo con parte de los ingresos que generemos en el medio y el largo plazo.

Y ahí es donde entran las cuestiones sobre el modelo de crecimiento y las reformas. De lo que se trata hoy es de sentar las bases para un avance duradero y sostenible de nuestra renta, que es el que va a permitir hacer frente a nuestras obligaciones (internas y externas). Sin crecimiento no hay salida. La discusión debe situarse, pues, en cuál es la mejor política para sentar las bases del avance futuro del PIB. Centrado el debate en estos términos, hay que concluir que la tabla de salvación está en el crecimiento de la demanda externa. Y ello por pura eliminación, ya que la demanda interna poco va a poder ofrecer los próximos años.

En el ámbito del consumo privado, porque la deuda familiar, la caída demográfica, el final del choque inmigratorio, los aumentos fiscales y el deterioro del mercado de trabajo auguran avances muy contenidos. En lo que se refiere al consumo y a la inversión públicos, para qué contarles: los 15.000 millones de recortes que hemos aprobado son el preámbulo de otros que han de llegar (ya se ha avanzado que son precisos 7.500 millones más para el 2011). Finalmente, la inversión residencial estará lastrada por la reabsorción de los excesos anteriores y la escasa disponibilidad de crédito, mientras que el resto de la inversión empresarial también se va a ver afectada por un tono económico de bajo crecimiento.

¿Qué nos queda? Siempre nos quedará París, es decir, el sector exterior. Y un aumento de las exportaciones es lo que hemos hecho siempre, en todas y cada una de las recesiones anteriores. La diferencia existente ahora es que, para favorecer el sector exterior, reducíamos los costes de exportación con devaluaciones de la peseta. Hoy eso no es posible, pero hay que hacerlo igualmente. Y ello implica, a corto plazo, reducciones de costes y de precios para recuperar parte de la competitividad perdida. Y, a medio y largo plazo, esta moderación de costes debe venir acompañada de mejoras de productividad.

Podemos discutir quién es el responsable de la crisis. Y seguro que el consenso sobre el papel estelar del sector financiero internacional sería amplio. Pero ponernos de acuerdo en ello no va a hacer más llevaderas las reformas que precisamos, entre ellas, la laboral. Para bien o para mal, España ha llegado al final de la escapada. Y ahora solo nos queda aceptar la reducción de nuestro nivel de vida, y mejorar nuestra competitividad para sentar las bases de un crecimiento sostenible para el futuro del país, que es lo que hay que salvar. Lamentablemente, no hay más cera que la que arde.

J. Oliver Alonso, catedrático de Economía Aplicada de la UAB.