Reforma y mutaciones constitucionales

La constitución es la norma jurídica suprema de nuestro ordenamiento y, como tal, tiene que ser respetada. Cualquier modificación en el texto de la Carta Magna habrá de efectuarse con profundo análisis previo y mano temblorosa. Esa es ni más ni menos la actitud previa que los políticos deben adoptar siempre que consideren oportuna la revisión de cualesquiera mandatos constitucionales.

La primera objeción a la propuesta de reforma anunciada ahora por el Gobierno y a la que se ha sumado el Partido Popular (que ya en su día había mostrado su inclinación hacia esa concreta modificación) es el poquísimo tiempo que se ha concedido para debatir la conveniencia de una decisión tan sumamente trascendental. Será harto difícil convencer a la ciudadanía de la urgencia de una tramitación que debería haberse realizado de forma más serena.

No quiero con esto decir que la Constitución de 1978 haya de permanecer intocable. Por el contrario, mi opinión es que tendría que haberse modificado antes, adaptando sus preceptos a los numerosos cambios sociales y políticos que se han gestado a lo largo de los últimos 30 años. En varias ocasiones he reflexionado acerca de la conveniencia de incorporar nuevos derechos al catálogo constitucional, derechos surgidos con las mutaciones incesantes de la sociedad y que no podían anticiparse en el momento de elaboración de la Gran Carta.

Una cuestión que merece la pena plantearse a propósito de todo esto es si la Constitución realmente no ha variado desde 1978. La respuesta a este interrogante es que se han producido mutaciones constitucionales, algunas de ellas de singular importancia.

Por mutación constitucional hay que entender, de acuerdo con la doctrina del Tribunal Constitucional alemán de Karlsruhe, un cambio del contenido de la norma que, conservando la misma redacción, adquiere una significación diferente. Fue por ejemplo lo que ocurrió en nuestro país con la Ley Orgánica del Poder Judicial, de 1 de julio de 1985. Esta norma efectuó una mutación constitucional al instaurar un procedimiento nuevo de elección de los vocales del Consejo General del Poder Judicial. El sistema utilizado hasta entonces preveía que fueran jueces y magistrados los titulares del sufragio activo para escoger a 12 de los 20 componentes del CGPJ. Conforme a la regla de 1985, serían los diputados los encargados de designar a la mitad de los vocales, mientras que el nombramiento de la otra mitad correría a cargo de los senadores.

El 10 de marzo de 1985 yo escribí un artículo sobre la trascendencia de esta modificación legislativa, bajo el título Cambio constitucional sin reforma del texto. Mi pronóstico sobre los efectos de esta mutación constitucional ha resultado excesivamente benévolo, pues el mal producido es ingente y ha superado incluso las peores expectativas.

Lo preferible, en suma, es acometer las reformas siguiendo los caminos que en la propia Constitución se han establecido. Lo reprochable en este caso, como dije al principio, es que se marcha con una celeridad injustificable.

Mi parecer, ya expresado en varias ocasiones, es que la habitual técnica jurídica resulta insuficiente para interpretar la Constitución, ya que ésta se proyecta en una realidad jurídico-política. En el prólogo al libro de Alfonso Posada La idea pura del Estado, escrito por el profesor Pérez Serrano, se afirma: «Para darnos una explicación satisfactoria del fenómeno político, hemos de abandonar los valles en que florecen por doquier las instituciones de técnica constitucional y remontar el vuelo, en alas de la metafísica, hasta alcanzar la fuente primera, que el autor evoca con palabras del más alto de nuestros místicos. El autor es, como decimos, Alfonso Posada y el místico, San Juan de la Cruz, transportado a la región de luz y poesía, donde encuentra la fonte que mana y corre: 'Aquella eterna fonte.../Su origen no lo sé, pues no lo tiene;/ Mas sé que todo origen de ella viene'».

Pero antes de remontar ese vuelo, y con el fin de que el punto de partida sea una plataforma sólida, hemos de tener en cuenta que el ordenamiento constitucional se vertebra con normas y con principios. Gracias a estos últimos se obtiene una visión global. La Constitución «no puede ser leída como un tratado de geometría, pasando de axiomas a teoremas y de teoremas a corolarios. La Constitución hay que descifrarla, por el contrario, como la partitura de una sinfonía o una ópera, en su complejidad de líneas melódicas, de contrapuntos, de ritmos, de instrumentos y voces», nos enseñaba en París, en los años 50 del pasado siglo, el maestro Vedel. La Constitución no es una mera norma jurídica. Es una ordenación jurídico-política.

En este momento de aceleración de la Historia, con un decenio repleto de cambios de mayor alcance que todos los registrados en completos siglos anteriores; en este momento en el que la fulgurante tesis del fin de la Historia ha caído en el foso de los olvidos con la misma rapidez con que se propagó; en este momento, digo, es conveniente y oportuno mantener siempre abiertas las constituciones para la recepción de cualquier derecho fundamental que merezca ser acogido y protegido en ellas.

Apertura, en suma, a las modificaciones constitucionales, siempre que se realicen por los procedimientos establecidos en la propia Constitución y con la prudencia necesaria. Nada de cambios atropellados.

Manuel Jiménez de Parga, catedrático de Derecho Constitucional. Pertenece a la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas. Fue presidente del Tribunal Constitucional.

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