Reformar la capacidad del Estado

De la democracia española se dicen cosas tremendas. Se compara a los políticos con un virus, se reclaman expertos que decidan por encima de ellos, o se los desautoriza como impostores. De las instituciones unos afirman que nuestro modelo de democracia se está agotando —eso cuando nos perdonan la vida— y otros que está amenazado. No es por la pandemia, se repite desde hace años, pero cómo no endosarle también la infeliz situación en la que nos encontramos.

Dado el clima de las tertulias puede parecer paradójico que la valoración de la democracia en España, cuando se expresa en privado o con un juicio apartado de la presión ambiental, sea francamente buena y tienda a mejorar. Así es el caso de las percepciones ciudadanas sobre satisfacción con la democracia, en aumento en las encuestas del CIS; y así es el caso en la última gran encuesta a expertos del Informe sobre la Democracia de la Fundación Alternativas, cuya calificación media en decenas de cuestiones es la mejor en 12 años, algo que concuerda con las apreciaciones de los principales observadores internacionales, que desde hace tiempo sitúan a España entre las democracias mejor valoradas.

Con todos los problemas que se quiera, que son muchos, pero sin amenazas ni quebrantos, disponemos de lo que una democracia puede ofrecer. Los Gobiernos de Ayuso y de Sánchez son tan profundamente democráticos como pueden serlo en una democracia real, es decir, no imaginaria. Fijarse en los políticos o en las reglas constitucionales y empezar otra vez con que no tienen oficio, o que si las listas por aquí o el monarca por allá, nos distrae. De lo que carecemos es de eficacia a la hora de resolver los conflictos, o ni siquiera los aprietos en los que casi todos queremos lo mismo. Es un problema del Estado que termina condicionando casi todo.

La democracia permite que se desenvuelva la inteligencia colectiva, pero no la asegura. Lo permite porque sabemos que las decisiones colegiadas son más fiables que las individuales, que la competencia lleva a experimentar, que la expresión libre ayuda a encontrar la verdad, y que las transacciones pragmáticas propias de una sociedad con pocos dogmas cuestan menos que los pleitos. Pero no parecen esos nuestros dones.

Lo que escuchamos es reclamar “directivas claras” e “iguales para todos”. Sobre todo, en horario de trabajo, porque por la tarde-noche somos más de nuestras libertades. Lo mismo lo piden los profesores que los presidentes de las comunidades autónomas. En esto sí que somos campeones de la inmunidad de rebaño. Es la caricatura del funcionario que sigue un procedimiento sin iniciativa ni responsabilidad individual. En lugar de experimentar, aprender, comunicar y corregir nos aferramos a vulgaridades como que “no se pueden hacer las cosas de 17 maneras distintas”. Es un síntoma de debilidad y de sociedad mal acostumbrada, la misma en la que casi resulta lógico cerrar los parques porque no se pueden poner policías dentro.

Aplaudimos a los sanitarios porque son una excepción. Imagínense a una directora de hospital pidiendo una semana para estudiar un plan de emergencia, o impugnarlo porque no se aplica igual a todo el mundo, o no haciendo nada mientras no lleguen instrucciones. No es solo el coraje sino el arreón lo que nos fascina.

Otro síntoma es el prurito litigante. No seré quien oponga legalidad a democracia, pero lo de llevar a los antagonistas ante la ley ya es tragicómico. “Nos vemos en los tribunales” o “esto lo arreglará el juez” son frases turbias, más de granujas que de quienes van a su trabajo, de familias rotas por el reparto de bienes tasados más que de quienes esperan aumentarlos y prosperar. Aparte de otras derivaciones —se enconan los conflictos, se cuestionan las resoluciones, se avivan los incentivos para controlar al poder judicial—, da la impresión de que produce un clima que resulta tolerante con la inepcia mientras se cumpla la ley. Ya hace cien años decía Unamuno que a España la pierden más los tontos que los pillos.

En una sociedad inteligente el responsable político decide después de hacer las preguntas correctas. Nuestro remate son esos debates polarizados que no sirven de nada. Las decisiones políticas no siguen a la discusión, sino siempre al revés. La verdad ya puede estar ahí fuera, pero solo concordamos en que hay que llamar al técnico.

No se puede hablar de una nueva modernización sin reformar la capacidad del Estado. Un indicador internacional que sí mantiene una larga tendencia al descenso es la medición de eficacia del Gobierno del Banco Mundial. Hace 25 años España se encontraba en la media de los países ricos de la OCDE; hoy se ha quedado claramente rezagada. Gobierno significa Estado para el Banco Mundial, y en su evaluación incluye la calidad de los funcionarios, de las decisiones de política pública, su coherencia y la constancia a la hora de ejecutarlas. Sabemos cómo será la calificación del 2020. No seamos tontos.

Alberto Penadés es profesor de Sociología en la Universidad de Salamanca.

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