Reformar la casa para seguir juntos

La trascendencia del proceso político que se desarrolla en Cataluña ofrece, a estas alturas, pocas dudas. El hecho de que nos pueda parecer inconveniente que la reivindicación independentista cobre fuerza justamente ahora, en medio, como estamos, de una crisis económica de extrema gravedad, no contribuirá a ponerle sordina. La política debiera servirnos para evitar que el proceso tome un rumbo de colisión del que no cabría esperar sino enormes perjuicios para todos, en Cataluña y en el conjunto de España.

A poco que se medite con seriedad, una separación unilateralmente forzada impondría a la sociedad catalana un horizonte plagado de incertidumbres y riesgos. En el plano económico, la inestabilidad añadiría a la recesión nuevas turbulencias y dificultades de financiación que se trasladarían al comercio y a las empresas, cuando menos en el corto plazo. Un gobierno arruinado carecería del margen de maniobra necesario para vertebrar las instituciones y políticas necesarias en una etapa fundacional del Estado. La mejora del espacio fiscal que seguiría a la creación de una hacienda propia se quedaría muy corta para satisfacer las expectativas sociales disparadas por el proceso mismo. El peso y la presencia internacional del país se verían cuestionados durante un período de duración imprevisible. Los sufrimientos que todo ello trasladaría a una ciudadanía muy castigada ya por la crisis amenazarían con transformar en poco tiempo las ilusiones iniciales en desánimo y desafección.

Ninguno de esos peligros arredrará a quienes, imbuidos de un propósito de emancipación nacional de largo aliento, los perciban como daños colaterales inevitables del proceso de construcción de un Estado independiente. No son pocos y están en su derecho a verlo así. Pero las adhesiones que el lema de la independencia ha ganado en los últimos meses no están, en su mayoría, cohesionadas por ese impulso épico. Como recordaba hace poco Albert Sáez, los perímetros del consenso ciudadano en Cataluña son distintos en función del grado de profundidad con que se aborde la pretensión de autogobierno. Lo que nos lleva al más serio —en mi opinión— de los riesgos que implica una formulación radicalmente secesionista: el agravamiento de la fragmentación y la fractura de la sociedad catalana.

Pero si son importantes los daños que la separación podría causar en Cataluña, los que ocasionaría en España no serían, desde luego, menores. La pérdida de casi una quinta parte del PIB supondría, en sí misma, una traumática amputación del potencial económico del país, pero su impacto cualitativo sería aún más importante. España perdería —en medio de la crisis más grave que las generaciones actuales han conocido— su economía más dinámica e internacionalizada, una parte nuclear de su capacidad investigadora y de producción científica y un tractor esencial para la innovación de su modelo productivo. Y por perjudicial que el impacto económico pueda parecernos, los efectos políticos lo serían más todavía. La separación estimularía en España las tensiones territoriales, empezando por la cuestión vasca, y facilitaría en paralelo el repliegue defensivo del nacionalismo español; resucitaría olvidadas dinámicas de confrontación social; profundizaría el descrédito de las instituciones y el sistema político; lesionaría seriamente el peso y el prestigio internacional del país y nos sumiría en una depresión colectiva de un alcance que solo hemos conocido en los libros de historia.

Parece obvio, en este escenario, que el interés mutuo aconseja a ambas partes explorar el modo de conseguir un encaje razonable que, satisfaciendo las aspiraciones de unos y otros, permita mantener a Cataluña en España y a España con Cataluña. Para hacerlo viable, se hace necesario un proceso negociado que ponga en valor las ventajas de seguir juntos. En el modelo de negociación de Harvard, la cuestión clave es la identificación del BATNA (acrónimo de “Best Alternative to a Negotiated Agreement”). El acuerdo se produce cuando se consigue llegar a un punto en que los beneficios del pacto son superiores a aquello que cada una de las partes podría obtener sin necesidad de pactar. ¿Es el BATNA, para quienes defendemos la integración de Cataluña en España, el mantenimiento a ultranza del modelo territorial de Estado que instauró nuestra Constitución en 1978? A diferencia de lo que parecen creer el Gobierno y una parte de la opinión pública española, mi punto de vista es que ya no lo es.

El Estado autonómico, en su formulación constitucional, ha sido el marco en que los españoles hemos disfrutado de tres décadas de libertad, convivencia, modernización, prosperidad y progreso social que constituyen uno de los períodos más brillantes de nuestra historia. Sería un frívolo ejercicio de desmemoria empequeñecer lo que es, sin duda, un enorme logro colectivo del que debemos sentirnos orgullosos quienes hemos tomado parte. Sin caer en tal error, debiéramos reconocer que el modelo está agotado. Por una parte, porque, tras contribuir positivamente al equilibrio territorial del país, ha evolucionado de un modo que no garantiza una gobernanza eficiente en el conjunto de España (son evidentes, en este sentido, los movimientos recentralizadores del Gobierno, apoyados por una mayoría de la opinión pública, según recientes estudios demoscópicos). Por otra, porque se muestra incapaz de dar cabida a las aspiraciones de las naciones sin Estado que forman parte del conjunto, empezando por Cataluña.

A mi modo de ver, un acuerdo capaz de permitir la continuidad de Cataluña en España solo será posible mediante un nuevo pacto constitucional integrador que parta de esa esencial asimetría con que en nuestro país se expresan las identidades colectivas. A ese pacto bien podríamos llamarle federal, pero tal vez sería mejor prescindir de denominaciones que, como las armas, parece cargar en estos casos el diablo. Lo importante es que debiera incorporar los tres elementos básicos que aglutinan el “perímetro amplio” del consenso reivindicativo en la sociedad catalana: un reconocimiento efectivo de la diferencia, un acuerdo fiscal equitativo y razonable, y una profundización significativa del autogobierno. Algunos de sus trazos podrían inspirarse en el Estatuto que, aprobado por el Parlamento de Cataluña en 2005, fue luego recortado por las Cortes y el Tribunal Constitucional, pero creo que en algún aspecto debiera ir más allá.

En el punto en que nos encontramos, el reconocimiento de la diferencia debiera extenderse a un acuerdo sobre las condiciones y reglas de juego bajo las que resultaría admisible ejercitar el derecho a separarse. Por una parte, porque compartir una casa es más cómodo cuando uno sabe que puede, si quiere, salir de ella, que cuando alguien mantiene la puerta cerrada bajo siete llaves. Por otra, porque la adopción de reglas en la línea de las canadienses —tan comentadas estos días— permitiría, llegado el caso, acomodar la pretensión independentista dentro del marco jurídico vigente, abriría un espacio razonable para el debate sobre restricciones y consecuencias de la decisión, facilitaría el recuento de los partidarios de una u otra postura, y frenaría el victimismo, las tentaciones plebiscitarias y los intentos de imponer supuestas voluntades nacionales por la vía de los hechos.

Una oferta de pacto constitucional con tales contenidos podría sintonizar con las aspiraciones de una amplia mayoría de ciudadanos en Cataluña. Creo que, debidamente gestionado por el sistema político, podría obtener también el respaldo mayoritario de los españoles y sentar así la base para un nuevo y dilatado período de estabilidad de nuestro marco común de convivencia. No me engaño, claro, sobre las enormes dificultades que plantea. Pero no son mayores que las que enfrentábamos cuando, hace 35 años, en medio de tremendas convulsiones económicas y políticas, conseguimos pactar con éxito —y así se reconoció en todo el mundo— la transición a la democracia. Hoy se vuelve a poner a prueba la capacidad de todos para afrontar desafíos de una envergadura similar. Debiéramos asumir que, en este caso, no gana quien se limita a resistir. El camino es el acuerdo. No es fácil, pero, sencillamente, no tenemos una alternativa mejor.

Francisco Longo es profesor de ESADE.

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