Reformar la Constitución, para defenderla

Han sido ya tantos, y tantas veces, los que han solicitado o sugerido la reforma de la Constitución que la demanda, si un día pudo ser un mantra, apenas merece ya el apelativo de cantinela. Y sin embargo, las severas tensiones que hoy agobian a la política y deterioran la convivencia no encontrarán no digo ya solución, sino ni siquiera alivio, mientras no se aborde esa tarea. Las propuestas al respecto han sido muy abundantes, pero merecen especial atención las que históricamente emanaron de los dos grandes partidos de nuestra democracia que durante años vertebraron el funcionamiento del sistema.

Ya en 1994 José María Aznar, antes de encaramarse al poder gracias a su pacto con el nacionalismo catalán y vasco, proponía “la conveniencia de reformar el Senado” sobre lo que “existe una gran coincidencia entre las fuerzas políticas, pero la necesidad de modificar la Constitución ha frenado hasta ahora la solución de propuestas concretas”. “En mi opinión –añadía– esta reforma tendría que integrar definitivamente a las comunidades autónomas en la estructura del propio Estado en sentido estricto, entendido éste como suma y conjunto de las instituciones generales”.

Así pues el futuro de las autonomías era una cuestión inscrita ya entonces en la agenda del partido de la derecha. Pero una vez en el Gobierno no supo o no quiso abordarla, y rindió tributo en cambio a la presión del nacionalismo periférico, duplicando el porcentaje de financiación proveniente del impuesto sobre la renta atribuido a las comunidades autónomas.

José Luis Rodríguez Zapatero introdujo en el debate político la definición de la España plural, un concepto más literario que jurídico. Pero encargó en marzo de 2005 un dictamen al Consejo de Estado sobre su proyecto de reforma constitucional. Afectaba a la sucesión de la Corona, la identificación de las comunidades autónomas, al Senado y a las relaciones con Europa. En aquella ocasión el PP anunció estar dispuesto a pactar una solución en lo que se refería al primer y último punto, pero no en lo tocante a las autonomías y el Senado.

Posteriormente en 2015 el PSOE elaboró, siendo Pedro Sánchez jefe de la oposición, un documento que todavía cuelga en la web oficial del partido con un detallado programa de sus propuestas al respecto. En la actualidad, Ciudadanos ha expresado también repetidamente sus deseos de proceder a un desarrollo de ese género; Podemos y los partidos nacionalistas e independistas reclaman en cambio un nuevo proceso constituyente y la abolición de la monarquía. La discusión está pues entre quienes dicen querer reformar el llamado régimen del 78 y quienes lo pretenden destruir para apoderarse de uno nuevo. Pero mientras estos últimos han puesto en marcha toda clase de métodos para conseguir sus fines, los llamados partidos constitucionalistas se han sumido en la inacción cuando no en la reacción.

Partiendo de la base de que hoy por hoy es improbable el emprendimiento de un proyecto constituyente, aunque un tercio del Parlamento español lo apoye, conviene no despreciar los crecientes ataques a la institución monárquica. La reforma sobre la sucesión de la Corona atañe a la discriminación que por razón de sexo existe en la ley, pues el artículo 57.1 establece la prevalencia del varón sobre la mujer. El temor a que una consulta popular que corrigiera la curiosa inconstitucionalidad de esa norma establecida en la Constitución pudiera interpretarse como un referéndum sobre monarquía o república, hizo prevalecer durante años el propósito de que dicho cambio viniera acompañado por otros. De modo que las incertidumbres sobre el futuro no hicieron más que acrecentarse en los días sucesivos, y hoy vemos a la Jefatura del Estado atacada desde diversos frentes con el indudable fin de provocar un terremoto constitucional y un cambio de régimen.

El aprecio popular a don Juan Carlos fue siempre muy superior al prestigio institucional de la Monarquía, debido al papel esencial del Rey durante la Transición política. La democracia no es obra suya, o no solo suya, pero su acción ayudó mucho a facilitar las cosas, para satisfacción de los partidos de origen y tradición republicana y desesperación de los monárquicos a la violeta. Desde el triunfo de las revoluciones liberales, las casas reales europeas se esforzaron en asumir los valores republicanos, y encabezan todavía hoy algunos de los regímenes más democráticos y avanzados socialmente de Europa. Nuestra familia real es hoy coherente con esa actitud. La aprobación por los españoles de la Constitución del 78 sancionó la forma monárquica del Estado pero el temor, a mi ver infundado, de que una puesta al día de nuestra Ley Fundamental afectara a la Corona impulsó dilaciones de las que hoy se deriva la mayor amenaza para ella.

La otra reforma constitucional demandada por prácticamente todos los analistas y la gran mayoría del arco parlamentario afecta al Título 8, referente al Estado de las autonomías. Tiene que ver también con la reforma del Senado, e incluso con la de las leyes electorales. Existen razones objetivas, del todo pragmáticas y no ideológicas, para proceder cuando menos a un lavado de cara de dicho título, eliminando cuestiones obsoletas –las diferentes vías para acceder a la autonomía– y fijando el número y nombre de las comunidades autónomas. Pero se trata sobre todo de procurar una mejora del sistema que garantice la unidad del territorio reconociendo la diversidad de identidades que el preámbulo y el artículo 2 del texto constitucional establecen.

Es precisa una definición de poderes y atribuciones del Gobierno central y de las comunidades autonómicas en el único marco viable para hacerlo: un Estado federal. No discuto la oportunidad histórica del Estado de las autonomías, en un momento de la Transición política amenazado por la intervención del Ejército y en el que el federalismo tenía resonancias claramente republicanas. Pero solo podremos cerrar el tedioso y perenne debate sobre el ser de España si aplicamos técnicas políticas conocidas y probadas que han funcionado en la mayoría de los países donde se han puesto a prueba.

El futuro de la Monarquía y la construcción de un federalismo moderno, que supere o defina el marco autonómico, son debates fundamentales para mejorar la gobernanza de este país, y por ende la felicidad de sus ciudadanos y su progreso económico, material y moral. Las ínfulas cortoplacistas del poder y el impulso reaccionario de la oposición han vuelto a aplazar estas cuestiones lo mismo que las referentes a la ley electoral, cuya reforma pedían también todos los partidos políticos. La constitucionalización de la provincia como circunscripción electoral no es una casualidad: se trataba de primar electoralmente a la llamada España profunda, feudo tradicional de la derecha, y también –en eso no repararon los responsables de entonces– del independentismo catalán y vasco.

La ley electoral prima a los partidos fuertes que se presentan en todo el territorio y castiga a los más pequeños. Pero se ven beneficiadas igualmente las formaciones nacionalistas que concurren a las elecciones solo en distritos determinados. El bipartidismo potenciado por el sistema se ve solo corregido por la presencia de partidos que hoy son claramente independentistas, a los que se otorga un protagonismo exagerado en las posibles coaliciones parlamentarias o de gobierno. Así vivimos hoy la sublime paradoja de que los destinos del país dependan de quienes pretenden separarse de él.

El Consejo de Estado tardó casi un año en contestar la consulta del Gobierno de Rodríguez Zapatero. Concretó su respuesta en un dictamen de 400 páginas favorable a las tesis del Ejecutivo y que contó con la agria oposición del expresidente Aznar. Han pasado más de 12 años desde entonces, y no ha sucedido absolutamente nada. Las promesas de que aquella reforma constitucional sellaría el broche de la legislatura socialista acabaron abrasadas por la crisis financiera mundial que marcó el inicio de la descomposición de nuestro sistema político. La fragmentación actual, la brutalidad del lenguaje, la desunión de los partidos llamados constitucionalistas y la mediocridad de los liderazgos hacen hoy imposible el mínimo consenso necesario para proceder a la tarea. Esta es, sin embargo, más urgente que nunca: la única manera de defender la Constitución 40 años después de promulgada, y de que perviva por otras cuatro décadas, es reformarla. Hay muchos que se preguntan si ya no es tarde para eso.

Juan Luis Cebrián es presidente de honor de EL PAÍS y miembro de la Real Academia Española.

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