¿Reformar los delitos de expresión?

Hace unos días, el ministro de la Presidencia, Félix Bolaños, presentaba el plan normativo para este año 2022, en el que el Ejecutivo ha decidido dejar fuera la anunciada revisión de los «delitos de libertad de expresión».

Lo primero que llama la atención es la utilización del término «delitos de libertad de expresión», ya que la utilización de esta expresión no es otra cosa que un oxímoron, por lo que sería preferible utilizar otro tipo de expresiones como «delitos de expresión» o «delitos colindantes con la libertad de expresión», salvo que la elección del recurso literario se haya realizado a propósito, lo cual es poco probable.

Con la expresión «delitos colindantes con la libertad de expresión» se hace referencia a aquellos delitos recogidos en nuestro Código Penal que, en el delicado equilibrio entre la libertad de expresión y otros intereses dignos de tutela, castigan las llamadas conductas de expresión. Ejemplos de estos delitos serían las injurias al Rey y a otras instituciones relevantes del Estado o los delitos relacionados con el discurso del odio y la apología del terrorismo.

El castigo de estas conductas ha ido aumentando en los últimos tiempos fruto de sucesivas reformas legislativas que en ocasiones han introducido algún tipo delictivo de nueva creación, otras veces han ampliado las conductas tipificadas en un delito ya existente, o simplemente han aumentado la severidad de las sanciones impuestas. En definitiva, si observamos la tendencia en esta materia, podemos concluir que existe una tendencia expansiva hacia los llamados «delitos colindantes con la libertad de expresión». Toda esta situación redunda automáticamente en la libertad de expresión, limitando su ámbito de actuación, reduciendo cada vez más sus límites y provocando el conocido como chilling effect o efecto desaliento, cuyo peligro ya advirtió el Tribunal Constitucional hace tiempo.

Por supuesto que el derecho a la libertad de expresión, como cualquier otro derecho, no tiene un carácter ilimitado y que los excesos deben tener una sanción para evitar lesiones a otros bienes dignos de protección, pero la tendencia actual a restringir ideológicamente el discurso a través del Derecho Penal puede resultar bastante peligrosa para nuestra calidad democrática.

A través de un recorrido por la jurisprudencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos y del Tribunal Constitucional, casos como Otegui o Stern Taulats y Roura Capellera, u otros más recientes como los casos Valtonyc o Hásel, vemos la compleja situación que atraviesa esta materia en nuestro ordenamiento jurídico, para llegar a la conclusión de la necesidad de una profunda reforma de nuestro Código Penal, en la línea de suprimir, restringir o, al menos, reducir la severidad de la sanción en estos delitos.

De hecho, tras la situación provocada por el ingreso en prisión del rapero Pablo Hásel en febrero de 2021, la cual provocó numerosas protestas en diferentes ciudades de nuestro país, se sucedieron una serie de movimientos políticos que concluyeron con una propuesta de ley presentada por el grupo parlamentario Podemos en la que se despenalizaban varios de los delitos mencionados. Un mes más tarde, en marzo de 2021, la Comisaria de Derechos Humanos del Consejo de Europa remitió al entonces ministro de Justicia una carta en la que se nos invitaba a modificar de manera exhaustiva el Código Penal para reforzar el derecho a la libertad de expresión.

No obstante, al mismo tiempo que se ponía en marcha esta propuesta para despenalizar determinados «delitos de expresión», durante los meses siguientes del año 2021 se seguían escuchando en el debate político otras propuestas que, según el signo político del partido correspondiente, abogaban unas por incluir en el Código Penal otros delitos como la apología del franquismo u otras por aumentar las penas de prisión para los delitos de enaltecimiento del terrorismo.

La reforma que ahora queda aparcada en este plan normativo para 2022 es necesaria, pero ha de ser una reforma seria, sosegada y de amplio consenso, ya que hasta ahora se viene instrumentalizado el Derecho penal en esta materia para restringir ideológicamente determinados discursos y, claro ejemplo de ello, son las propuestas legislativas de diferente signo político expuestas. De esta manera se pervierte la función última del Derecho penal, la cual es proteger los bienes jurídicos más preciados que tiene una sociedad, entre los que está indudablemente la libertad de expresión.

Una revisión seria de estos delitos implicaría acotar las conductas punibles, o bien definir correctamente los hechos subsumibles en el tipo penal, reduciendo de esta manera la actual jurisprudencia contradictoria y cambiante en la materia. Además, estos delitos deberían estar castigados, en todo caso, con penas de multa y nunca penas privativas de libertad, logrando de esta manera alcanzar el difícil equilibrio entre el ejercicio de esa crítica, a veces molesta, desabrida o dolorosa, pero necesaria en una sociedad democrática, en el contexto de manifestaciones artísticas, culturales o intelectuales y, a su vez, la salvaguarda de otros derechos dignos de protección, cuando esa misma crítica sobrepasa los límites.

Por último, a mi juicio, realizando esta modificación en nuestro Código Penal evitaríamos el temido efecto desalentador en el ejercicio a la libertad de expresión debido a una punición excesiva de estos llamados «delitos de expresión». Corremos el peligro de que el temor a ser severamente sancionado provoque una indeseable autocensura, que llevaría en último término a un empobrecimiento de nuestra democracia y a un debilitamiento de nuestra cultura liberal.

Roberto Alonso Buzo es magistrado y profesor de la Escuela Judicial.

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