Reformar no es privatizar

La huelga convocada para el 14 de febrero por los sindicatos del sector educativo contra las reformas impulsadas desde la Conselleria d'Educació (cuyos ejes se hallan en el documento Bases per a la llei d'educació de Catalunya) no se basa esta vez en reivindicaciones salariales o laborales. Un dirigente sindical la ha calificado de "huelga ideológica". Por desgracia, desde mi punto de vista, tiene razón porque, una vez más, la ideología --en el peor sentido del término-- amenaza con encorsetar, oscurecer y manipular el flujo de las ideas, secuestrándolas e impidiendo que sean debatidas a fondo en la esfera pública. Es una triste tradición del sector.

En materia de educación, la antinomia público-privado viene reproduciendo de una manera, a mi juicio, elemental y maniquea, el imaginario tradicional de la delimitación derecha-izquierda. Así, por un lado están aquellos para quienes el papel educativo del Estado debiera reducirse a "pagar y callar". Cualquier extralimitación es vista como pretensión totalitaria o propensión al adoctrinamiento, y convertida en cruzada en defensa de la libertad educativa de las familias. En el lado opuesto, truenan las voces de quienes proclaman la superioridad moral del monopolio estatal, entienden cualquier alteración del statu quo buro-funcionarial como un ataque neoliberal y agitan por sistema, a modo de reflejo pavloviano, el espantajo de la privatización.

En esta tradición, el argumentario utilizado por los sindicatos convocantes tiene, una vez más, como núcleo, la defensa del carácter público del sistema frente a una reforma que, presuntamente, se propondría privatizar la educación. ¿Tiene fundamento esta apreciación? Si examinamos la información publicada por la conselleria, encontramos un diagnóstico crítico del modelo de centros que caracteriza a la llamada red pública. Este modelo presenta un conjunto de rasgos que la reforma se propondría transformar. Hablamos de cinco elementos fundamentales:

  • Uniformidad: centros organizados con arreglo a un patrón común, definido desde arriba.
  • Centralización: la gestión de los recursos (sobre todo, presupuesto y personal) se realiza fundamentalmente desde la conselleria.
  • Lejanía: los municipios tienen un papel poco relevante.
  • Acefalia: los sistemas de acceso y la autoridad conferida no permiten la existencia de una dirección efectiva de los centros.
  • Opacidad: no se evalúa la calidad de la tarea docente ni trascienden los resultados de la actividad de los centros.

¿Es éste el paradigma de lo público? Me resisto a creerlo. En cualquier caso, abundan los estudios comparados y los análisis que consideran que estos rasgos dificultan la innovación y las mejoras que necesita nuestro sistema educativo. Hace poco se ha vuelto a hablar extensamente del asunto tras la conmoción causada por el estudio de la Fundació Bofill y el último informe PISA de la OCDE. Algunos pensamos --y, por lo que conocemos, las iniciativas del Govern parecen apuntar en esta dirección-- que nuestro servicio público educativo debiera incorporar estas otras características:

  • Pluralidad: centros con proyecto educativo propio y organizados bajo una regulación común, con espacio para diferentes fórmulas de gobierno y gestión.
  • Autonomía: reconocimiento a los centros de un margen amplio para gestionar sus recursos.
  • Proximidad: fortalecimiento del papel de los ayuntamientos en el sistema.
  • Dirección: equipos directivos sólidos, capacitados y dotados del margen de decisión necesario para ejercer su tarea.
  • Transparencia: evaluación del desempeño docente y contraste de los resultados de los centros, debidamente ponderado en función de las diferentes características del entorno.

¿No es, acaso, posible que un sistema educativo público posea estos atributos? ¿Dejaría de ser público si los tuviera? Se puede discrepar, desde luego, de estas orientaciones. Por otra parte, es evidente que el cambio que implicarían en nuestro modelo de centros exige discutir en profundidad el alcance, la oportunidad y la secuencia. En nuestros días, nadie puede pretender que dispone de las soluciones definitivas a los problemas de la educación. Hay mucho que debatir y sería bueno llegar a un acuerdo básico amplio que permitiera explorar y experimentar innovaciones sin pasar factura al menor tropiezo. Lo que no parece recomendable es ponerse trascendente a las primeras de cambio y formular las objeciones envolviéndose en la bandera de lo público, lo que equivale a enmarcarlas en una controversia esencialista que descalifica al antagonista como "privatizador".

El panorama de nuestra educación preocupa, dicho sea sin catastrofismos, a nuestra sociedad y es bueno que sea así, porque hablamos de un tema central para nuestro bienestar colectivo. Los problemas no están solo en los centros y en su funcionamiento, ni solo en la profesión docente, ni solo en la organización del sistema, pero hay problemas en todos esos campos y son problemas importantes sobre los que conviene reflexionar y discutir con calma. Es tiempo para la deliberación, no para la huelga.

Francisco Longo, director del Instituto de Dirección y Gestión Pública de Esade.