En 1943, uno de esos excéntricos ingleses enamorados de España, Gerald Brenan, escribió un libro magnífico, paso obligado en la maduración política de la generación que hizo la transición: «El laberinto español». A medio camino entre el mejor periodismo y el ensayo, Brenan iba desgranando los muchos eslabones del laberinto que había llevado a la Guerra Civil: el problema de la tierra y los jornaleros, el problema obrero, los anarquistas, la Iglesia y el Ejército, la Monarquía o la República y, por supuesto, los nacionalismos.
Pues bien, de (casi) todo ello se dio debida cuenta en la transición a la democracia, y así, a comienzos de este nuevo siglo España podía vanagloriarse de haber disfrutado del más largo periodo histórico de libertad política, prosperidad económica y seguridad colectiva. En más de una ocasión he escrito que cuando los historiadores del futuro analicen los treinta primeros años de la democracia española concluirán que el reinado de Juan Carlos I fue el periodo más brillante de la historia moderna de España y puede incluso que el periodo más brillante de la historia de España tout court.
Lo que no sabía entonces es que eso mismo piensan los españoles. Como muestra una reciente encuesta de J. J. Toharia, nada menos que un 72 por ciento cree que, «con todos sus posibles defectos e insuficiencias, la actual democracia constituye el período en que mejor ha estado nuestro país en su historia», opinión que se extiende uniformemente por toda la sociedad española. Lo reitero para que conste en toda su rotundidad: el período en que mejor ha estado nuestro país en toda su historia. No se puede decir más alto y claro.
La sabiduría popular aconseja no arreglar lo que funciona. Y sin embargo, en lugar de asentar lo mucho conseguido, España se lanzó a una revisión, no sé si total pero desde luego muy profunda, en una supuesta «segunda transición» que debía solucionar las «traiciones» de la primera. No voy a entrar en su descripción, bien conocida, pero el resultado de esta estrategia de desmantelamiento del proyecto de la transición es que hoy España se encuentra, entre anonadada y perpleja, zarandeada por al menos tres serias crisis.
Para comenzar por la más urgente, una crisis económica y de modelo productivo de la que no acabamos de salir (de hecho, no acabamos de tocar fondo), sin duda la más perentoria y la que afecta más el bienestar inmediato de los ciudadanos. En segundo lugar, una crisis de modelo de Estado y administración, una crisis de gobernabilidad, con un Estado fragmentado, un ejecutivo de bajísima calidad, un legislativo esclerótico, un judicial politizado, y todo ello monopolizado por los partidos políticos que segregan una democracia de muy baja calidad.
Y entre media de estas dos, en parte como efecto de la segunda pero reforzando ambas, una crisis de liderazgo político y de modo de hacer política. Llevo décadas analizando sondeos de opinión y jamás he visto peor valoración de los políticos y sus partidos (y recientemente de los sindicatos). Si antes señalaba que la transición es motivo de orgullo para los españoles (para ocho de cada diez), el pasado se contrasta con un presente en el que nueve de cada diez aseguran que los partidos políticos «han abandonado el espíritu de consenso de la Transición y sólo piensan en sus exclusivos intereses partidistas». Mala cuestión esta: quienes tienen que resolver los problemas de los españoles son ellos mismos uno de los dos principales problemas, como el CIS lleva señalando hace ya un par de años.
Casi lo teníamos ya, y se nos está escapando. En menos de una década hemos pasado de modelo de economía y de sociedad, creatividad, innovación y vanguardia, a ser uno de los PIGS, el que puede hundir el euro y con él al dólar, el security riskde la economía mundial. De ejemplo de rigor fiscal a ejemplo de despilfarro y endeudamiento; de modelo de creación de trabajo a caso único de desempleo masivo; de país dinámico a país rígido y encorsetado, incapaz de abordar las reformas. Y podría continuar, por ejemplo, de modelo de descentralización a contramodelo.
Hace pocos meses desde estas mismas páginas se recordaba al Silvela de 1898: país sin pulso, se apuntaba, silencio de los intelectuales, apatía ciudadana. No lo creo pero a la historia le divierte jugar con las fechas, y justo cuando conmemoramos el centenario de la muerte en 1911 de Joaquín Costa, el padre del regeneracionismo español (en buena medida una protesta contra el bipartidismo canovista), y a pocos años del centenario de su magnum opus, «Oligarquía y caciquismo como la forma actual de gobierno en España» (1901), hete aquí que sus ideas reaparecen de modo natural bajo el paraguas de la «regeneración».
Por supuesto regeneración política es lo que demanda el Movimiento del 15M, decepcionado con el socialismo (pero también con el PP, aunque menos) que, a pesar de su ingenuidad juvenil, algarabía de mensajes, y notable torpeza política asamblearia, es una llamada de atención que, en buena parte de sus propuestas, contaba con el beneplácito de muchos ciudadanos. Al menos hasta que la «democracia real» se manifestó el 22M. Pero regeneración es también lo que piden los ocho millones y medio millones de españoles que han votada al PP, el medio millón que votó a Rosa Díaz y otros grupos minoritarios y, por supuesto, el voto de protesta por antonomasia: los nada menos que 600.000 ciudadanos que se molestaron en votar en blanco.
No es pues de sorprender que ecos de esta misma «indignación» se escuchen en la misma sociedad civil madura, y en muy pocos meses he asistido personalmente al estallido de un proyecto regenerador tras otro. El «Transforma España» de la Fundación Everis, sin duda el que ha tenido más impacto; otro texto importante editado por el Colegio Libre de Eméritos; un tercer informe del Foro de la Sociedad Civil, que presentamos hace un par de semanas; un cuarto editado por la Fundación Ortega y Gasset-Marañón, «Pulso de España 2010», con un interesantísimo sondeo de opinión (y del que he tomado los datos anteriores), que también tuve la oportunidad de presentar. Añadamos varias auditorías de la democracia española, y aún podría citar otras iniciativas similares que verán la luz próximamente. De modo que no anda el diario ABC ayuno de apoyos cuando lanza su eslogan regenerador.
Corre prisa, mucha prisa. El mundo está cambiando a velocidad de vértigo y vamos a tener que competir mucho y duro en los próximos años. Sólo este pasado verano, el país que (según Zapatero) había sobrepasado a Italia y se aprestaba a sobrepasar a Francia, ha sido dejado atrás por Canadá, Rusia, India e Italia, cayendo así del octavo al duodécimo lugar en el ranking mundial del PIB (y seguiremos cayendo hasta el 16 ó 18, según estimaciones). Las reformas, urgentes, imprescindibles, la «regeneración» por la que el país clama, es sólo el primer paso, sólo la puesta a punto del atleta; luego debe salir a competir en la arena. De momento seguimos en observación en la UVI de los mercados.
Emilio Lamo de Espinosa, catedrático de Socilogía, UCM.