Regeneración

Todos los españoles de una cierta edad llevan en sus genes intelectuales la idea y la urgencia de la regeneración nacional. Apremiados por el dolor que les produce España, que nos ensenó el maestro Miguel de Unamuno, están siempre dispuestos a cerrar con siete llaves el sepulcro del Cid, evocando a Joaquín Costa, y prontos a trabajar en el solar originario porque, como patrióticamente reclamara Ángel Ganivet, parafraseando a San Agustín, «in interiore Hispaniae habitat veritas». La necesidad de la regeneración coincide lógica e inevitablemente con las catástrofes que suelen ensombrecer la historia española y si antes del 98 sembraron el terreno para los arbitristas del XVII y del XVIII, a partir del año del desastre tuvieron siempre un aire post colonial y postrado al que sin embargo no faltaba una nota voluntarista: adecuadamente dirigidos, decían unos y otros, España y los españoles saldrán adelante. Regeneracionistas fueron los republicanos del 31, como también lo fueron los falangistas de la primera hora, y regeneracionistas fueron, fuimos, por no alargar demasiado la relación, aquellos a los que el tiempo nos encontró ilusionada y sufridamente trabajando para que la España del posfranquismo consiguiera ser lo que los padres del 98 habían predicado y nunca desde entonces conseguido: un país democrático, moderno, próspero, plenamente integrado con el mundo europeo y occidental que ya llevaba décadas viviendo bajo tales formas políticas, económicas y vitales. Los españoles estuvieron a la altura de las circunstancias y aprovechando un conjunto de felices circunstancias —entre las que siempre habrá que poner como protagonistas al Rey Juan Carlos I y al presidente del Gobierno Adolfo Suárez— lograron que le regeneración no fuera sólo una reclamación poética sino además y sobre todo una realidad popular y nacional, de la que la Constitución del 78 es testigo y horma.

Y tanto ello ha sido así que en el periodo hasta ahora transcurrido la reclamación regeneracionista ha aparecido sólo con fuerza en dos ocasiones, las dos coincidentes con los finales de ciclo del PSOE en el poder. La primera fue a mediados de los años noventa del pasado siglo, cuando era ocurrencia frecuente ver a ministros, secretarios de Estado, directores generales de la Guardia Civil y asimilados sentados en los banquillos de los acusados antes de acabar con sus delincuentes huesos en la cárcel como consecuencia de tropelías que oscilaban entre ejecuciones extrajudiciales y los puros y simples y masivos latrocinios. La segunda está ocurriendo ahora mismo, en el tiempo final de la gestión gubernamental más ignominiosa que ha conocido España desde los tiempos de Fernando VII, donde la ineptitud en la gestión ha sido sólo superada por la vesania partidista de un iluminado dedicado en su ignorancia a reescribir precisamente los términos en que había sido posible la regeneración del 75. No es extraño que gentes de buena voluntad, la inmensa mayoría de los españoles, se digan «algo hay que hacer». Tampoco es extraño, aunque sus manifestaciones tengan más que ver con la algarabía que con los derechos reconocidos en la Constitución y las leyes, que ciudadanos de múltiple condición se sientan «indignados» ante este estado de cosas. Y tampoco debería escandalizarnos a estas alturas de la historia que los habituales aprovechadores de la confusión manipulen tales nobles sentimientos para evitar hacer frente a sus responsabilidades y reclamen un cambio de sistema. Ni más ni menos.

Dicen muchos, por ejemplo, que el problema principal se encuentra en los partidos políticos, en su defectuosa composición, en su falta de transparencia, en la manera en que seleccionan a los candidatos que deben ocupar puestos representativos en los diversos niveles de la política nacional. Y razones no faltan para opinar de tal manera. Pero en su entusiasmo crítico, los tales, posiblemente sin darse cuenta, bordean dos límites elementales. El primero es que el sistema que libremente nos hemos dado es uno, recogido en la Constitución, en donde los ciudadanos se agrupan por preferencias ideológicas, representadas por los distintos partidos políticos, y no por las «entidades naturales» de la «democracia orgánica» franquista. El segundo es que el sistema tiene en la alternancia en el Gobierno su mejor garantía, como ha venido demostrando desde 1977, de manera que si un partido político lo hace mal —caso que dolorosamente llevamos contemplando desde hace cerca de ocho años— hay siempre un repuesto capaz de tomar la alternativa. Lo cual no quiere decir que el ciudadano con su voto lo haga, y en ello radica la grandeza y la responsabilidad del voto. Y también sus limitaciones. Pero recordando a Churchill, ¿conoce alguien un mejor sistema?

El sistema, aun siendo mejorable, no está en cuestión y no debemos prestar oídos a los que, aprovechando el río revuelto, pretenden ahora cubrir sus vergüenzas con la reclamación de una revolución sistémica cuya necesidad no está en otro lugar que no sea el de las mentes que aquellos que contemplan con horror la pérdida del poder. La solución pasa por las elecciones, idealmente celebradas sin las traumáticas circunstancias externas o inducidas que rodearon las del 14 de marzo de 2004 y por la aceptación sin resabios del veredicto que las urnas arrojen. Y es más que probable que en ellas los ciudadanos sepan utilizar su discernimiento para separar el polvo de la paja, porque en esta historia de la regeneración no todos son iguales, no tienen todos los mismos títulos ni cargan con los mismos errores. «Todos son iguales» es, en el mejor de los casos, un lema para perezosos. En el peor, una manipulación interesada. Precisamente por aquellos que siendo responsables del desastre gubernamental quieren hacer pasar churras por merinas.

Y ya embalados por la cuesta regeneracionista no faltan los que se lanzan a diversas enmiendas a la totalidad. La mía, sin haber nunca renunciado al regeneracionismo que tan buenos resultados nos dio a partir de 1975, es bastante más simple y tiene sólo una pequeña exigencia: que la Constitución se cumpla. Es decir, que España sea de verdad «la patria común e indivisible de todos los españoles»; que todos los españoles practiquen sin trabas su derecho a conocer y usar «el castellano, la lengua española oficial del Estado»; que los Estatutos de Autonomía no traigan consigo «privilegios económicos y sociales»; que todos los españoles vean sus derechos igualmente reconocidos «en cualquier parte del territorio del Estado»; que los poderes públicos «inspeccionen y homologuen» el sistema educativo. Una lectura regeneracionista de la Constitución nos ofrecería multitud de buenas razones para estimar que el problema con que nos encontramos no es su inadecuación o su anacronismo sino la escasez de vigor en el cumplimiento de muchos de sus mandatos. ¿Sería ello bastante para salir del marasmo? Posiblemente no. ¿Excluye ello cualquier reforma constitucional? Tampoco. Porque al fin y al cabo, ¿qué es lo que hace el Tribunal Constitucional que no pudiera ser realizado, al modo americano, por los tribunales ordinarios en la tarea del control de la constitucionalidad?

Pero la regeneración exige como tarea previa la de no empezar la casa por el tejado ni hacer «tabla rasa» del entramado legal que el pueblo español consideró masivamente suyo en 1978. Lo contrario de lo que con tanta ineptitud como gratuita vesania ha intentado el Gobierno socialista en los últimos siete años. Así nos ha ido.

Javier Rupérez, embajador de España.

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