Regeneración

El historiador José Antonio Maravall nos explicaba que la piedra angular de la política conservadora residía en aplicar la máxima de “gobernar es resistir”. Resistir como defensa de los intereses de los grupos económicos dominantes, y como prioridad al mantenimiento de las propias posiciones frente a cualquier riesgo de cambio en la propia situación de poder. No a otra cosa responde la gestión del Gobierno de Rajoy en estos cuatro años. Es como un muro. Para definir como inexorables todas sus decisiones, incluso las más abiertas a la crítica, emplea siempre el mismo latiguillo: “Hemos hecho lo que teníamos que hacer”. Si se trata de rechazar una reforma, por razonable que sea, añade: “Ya me gustaría, pero…”. No hay que pedirle análisis ni argumentos, ni menos autocrítica. Aunque sí recupera la fuerza, y con una notable dosis de agresividad personal, cuando un adversario descubre sus vacíos políticos y la orientación reaccionaria de sus planteamientos.

Cierto que no todo en la política del PP ha sido un museo de horrores. Por lo menos, el seguimiento estricto de los criterios de la UE ha permitido salvar temporalmente el bache de la crisis económica y el relanzamiento es por ahora visible para el espectro social que comprende desde las clases medias a esa “gente bien” que proporciona el núcleo duro de la clientela electoral del PP. En el esperado reconocimiento de tal éxito reside la baza principal de Rajoy para recuperar las expectativas de voto. Solo que los costes han sido muy altos. El Gobierno “popular” recuerda a esos bancos, como el Santander, que cuidan con mimo a las mayores fortunas, mientras rotan frecuentemente a sus empleados de base para evitar que atiendan a los clientes menores, “se encariñen” con ellos, tal es la frase, defendiendo entonces sus intereses y no los “productos” del banco. Esa dualidad de actitudes es la que ha hecho que las políticas garantistas, en paro, pensiones, sanidad, hayan sido mantenidas únicamente hasta el nivel en que un ulterior recorte hubiese podido inducir a una revuelta social, en tanto que la política económica se centró en el único objetivo de fomentar beneficios e inversiones.

De ahí que el PP permaneciera impasible ante la tragedia de los desahucios; lo único sagrado es la propiedad de los bancos, aun cuando luego no puedan vender los pisos. Y hablando de intereses propios, ¿por qué respetar los límites legales? Bárcenas y el caso Gürtel son la cruz de esa moneda. La cobertura ideológica se centra en una palabra mágica: privatización, desde la sanidad a la enseñanza, en lo posible depurada de sus contenidos públicos y democráticos. Por debajo de la superficie, y sin olvidar el tejido de múltiples redes clientelares, el mundo del PP es como un pulpo en que todos los brazos convergen sobre el centro. Por fin, como en el siglo XIX, para tapar la podredumbre del sistema apela a los principios sagrados de la ley y el orden, al incremento de la represión frente a los descontentos, para dar una vuelta más de tuerca en los castigos, como esa cadena perpetua del Código Penal, justificada por la lucha antiterrorista. Lo cual resulta compatible con la voluntad de presionar por todas las vías para que la acción de la justicia no llegue a su lógico término, la condena, en los grandes casos que implican al PP: lo ocurrido con el Gürtel en Valencia viene a probarlo.

Las encuestas no le favorecen, pero sí el panorama de fragmentación política, que puede permitir al PP ofrecerse como garante de la estabilidad, frente a la falta de entendimiento de sus competidores. Sería eficaz lo de “gobernar es resistir”, aplicado hasta ahora con cierto éxito a la presión catalana. La consigna es clara: yo frente al caos.

Ante la necesidad de superar ese obstáculo, la principal baza reside en la profunda insatisfacción de la mayoría de los españoles frente a las políticas del PP. Sobre este denominador común sería preciso trabajar. El objetivo debiera ser claro: definir las reformas susceptibles de forjar una acción política, la cual desde los intereses de la mayoría, en todos los ámbitos, de la política fiscal y la lucha anticorrupción, a la reforma constitucional y la educación, pusiera fin a estos años bobos. Años tan rentables para los menos y de tan claro retroceso en los avances logrados por la ciudadanía social bajo el régimen de 1978, subrayémoslo, hasta que los errores económicos de Zapatero abrieron paso a Rajoy.

Sin olvidar que se juega en un terreno de dimensiones preestablecidas: recordemos el fracaso de Hollande en Francia. Los cambios internos han de conjugarse con la presión por una política europea favorable al crecimiento, no con el imperio del populismo (entendido como desfase entre promesas y recursos disponibles, no como fórmula mágica para un relevo en el poder).

Por su historia y por la posición ocupada en el tablero político, correspondería al PSOE plantear la idea de un compromiso de regeneración, en que debieran coincidir las restantes fuerzas opositoras, con o sin participación gubernamental. Es preciso encauzar la vida del país hacia otra España, la de la ciudadanía frente a la de Wert y Rouco, Bankia y los desahucios, y para ese fin urge rectificar en profundidad las políticas del PP, su estrategia de dividir la sociedad entre una gente de orden, la suya, asentada sobre el poder económico en el bienestar, y ese nuevo conglomerado de trabajadores y excluidos del proceso de trabajo, nunca sujeto autónomo de la política, sometido a los avatares del ciclo económico. Muchos de ellos, víctimas del reciente proceso de depauperación. Resulta imprescindible que el Estado, lejos de abandonarles a su suerte, pase a intervenir como un poder compensatorio que en el extremo lleve a atender mediante un fondo específico a los sumidos en la miseria. No se trata de eliminar el sistema bancario, ni de estatizar, sino de ajustar su funcionamiento, y el de la fiscalidad, a los intereses colectivos.

Declarar la lucha a la corrupción es necesario, no suficiente. Más allá de los procedimientos judiciales, los españoles deben saber que no ha sido el régimen constitucional de 1978, sino el régimen de corrupción, lo que nos ha hundido. Los capítulos de sanidad, justicia, educación, derechos civiles, podrían perfectamente ser reformulados en clave participativa. Y otro tanto cabe decir de una reforma de la Constitución de signo federal que lleve a abordar en positivo el problema catalán. Atendiendo siempre a los requerimientos del principio de realidad, el cambio es posible y podrá ser abordado si el PSOE es capaz de recuperar el papel de eje de la reforma. Desde la dispersión actual, no.

Antonio Elorza es catedrático de Ciencia Política.

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