Regeneración democrática

España atraviesa momentos de enorme tribulación. Un diario ha publicado la fotocopia, o la fotocopia de la fotocopia, de unos papeles en que aparecen especies y fealdades cuya confirmación apartaría de la vida pública a gran parte de la cúpula del PP. El episodio es equívoco, confuso, increíble en muchos sentidos. Consta que algunos pormenores sueltos son exactos: tal cual aludido ha dado un paso al frente y corroborado noticias que no eran secretas ni manchaban su buen nombre. ¿Hemos de deducir que los demás son culpables? Esto sería monstruoso: equivaldría a dar por buenos unos datos que no sabemos de dónde proceden, ni en qué proporción responden a la verdad. Pero el contexto es malo. Los españoles malician en su mayoría, por mucho que no puedan apoyar su sensación en informaciones concretas, que los partidos se financian a sombra de tejados. Y no lo malician a tontilocas. De ahí que los ciudadanos sensatos, quiero decir, los que preferirían que esto no se desorbitara incontrolablemente, oscilen entre el estupor, la pesadumbre y la esperanza de que el affaire estalle como una pompa de jabón. En esas estaríamos si los grafólogos designados por el juez concurrieran en determinar que los asientos contables aparecidos en la prensa han sido escritos por una mano que no es la del señor Bárcenas. Ahora bien, desconocemos si eso va a ocurrir, o cuánto tardará en hacerlo, o en qué medida es posible emitir un dictamen técnico firme a partir de documentos no originales. No cabe excluir que el asunto se empantane o entre en los ritmos geológicos a que nos tiene habituados la justicia. En ese supuesto se instalaría en la escena española una situación que solo es posible describir acudiendo a una fórmula casi paradójica: precariedad indefinida. El Gobierno habría de desempeñarse en condiciones cada vez más complicadas, lo que, dada la supeditación en que ya nos encontramos respecto de nuestros acreedores europeos, se traduciría en una disminución política portentosa. No es exagerado hablar, a la vista de esto, de una crisis de dimensiones imprevisibles, que no afectaría solo al PP, sino, por contagio o simpatía, al espectro partidario en su integridad. Señalo lo último porque no sería extraordinario que todos los partidos terminasen por arder en comandita. Bastaría, para ello, que el fuego cruzado se generalizara y fuese alcanzando a uno, y después a otro, y así sucesivamente hasta no excusar a ninguno de los que han ejercido el poder, bien a escala nacional, bien en formato autonómico. Así las cosas, no debe extrañarnos que los analistas, y muchos españoles de tropa, se hayan puesto a hablar de regeneración de la democracia. Esto, lo reitero, no es raro. Pero es ambiguo. Y, tal vez, un punto abstracto.

¿Por qué es ambiguo? Atendamos al adjetivo «democrático» con que se autoriza a sí mismo el propósito regenerador. ¿Hemos de dar por sentado que se precisa más democracia para arreglar esta democracia? Según y cómo. De hecho, las formas de corrupción a que asistimos son específicamente democráticas. Para ser más exactos, socialdemócratas. Detrás de los excesos penosos, están la gigantesca oferta pública y la apabullante masa de recursos que controlan los partidos. Las cantidades que se consignan en los supuestos papeles del extesorero popular son, nadie lo duda, peanuts, naderías. Lo verdaderamente gordo se lo llevan gastos que no son penables, pero que no responden tampoco a los criterios por los que es exigible que se rija una administración pulcra. Hablo de servicios desmedidos en comparación con la riqueza nacional y de la creación superfetatoria de funciones y cargos, funciones y cargos gracias a los cuales logran los partidos extender sus redes clientelares y fortalecerse por dentro. Entre el aumento canceroso de la oferta pública, y la vegetación viciosa que asfixia el interior de los partidos, no es posible, en la práctica, establecer una separación neta, puesto que el dinero, al derramarse hacia afuera, genera complicidades que revierten en favores y compensaciones con frecuencia inconfesables. A la vez, y lamentablemente, la sobreoferta pública ayuda a ganar las elecciones. De ahí que, si algo anda mal en las alturas de la política, no es menos cierto que tampoco las cosas funcionan a satisfacción a ras de suelo o a pie de urna. Resumiendo: la crisis es una crisis movida por dinámicas de naturaleza democrática. Enquiciar el país obligará a rectificar esas dinámicas, en su vertiente visible y en la invisible. No padecemos un déficit democrático, sino una utilización racional caso por caso, aunque irracional y perversa en conjunto, de los recursos que la democracia proporciona.

Argumento a continuación por qué el lema «regeneración democrática» se me antoja demasiado abstracto. Se abren, en esencia, dos horizontes distintos. Si se pasa el susto o, por decirlo de otra manera, no ocurre al final nada, no será verdad que no ha ocurrido nada. Habrá ocurrido que se ha dicho a las claras, en un momento de aprieto excepcional, que esta democracia está seriamente dañada. El proceso curativo, con todo, podría desarrollarse por cauces democráticamente normales: manumisión de la sociedad civil respecto de la tutela de los partidos y renovación y depuración de estos, y, probablemente, aparición de otros nuevos. La crisis habría sido una crisis de crecimiento, y los que se proponen proyectar la regeneración de la democracia estarían en grado de llevar su intento a término sin salirse del marco vigente. No sería realista, no obstante, negar una segunda posibilidad, la de un desplome del sistema. Este horizonte bis es horrendo, aunque no se debe descontar dogmáticamente. ¿Qué significa un desplome del sistema? Una sazón en que el descrédito de las instituciones da como resultado el que nadie acierte a mandar efectivamente durante una extensión indefinida de tiempo. En tales trances se suele pasar, de la precariedad indefinida, al vacío indefinido de poder, con la resulta de que queda fuera de foco el sujeto político cuya regeneración se pretende. Ello no quita para que siga siendo necesario construir proyectos de regeneración. Pero tan urgente como esto es no hacer tonterías, sobre todo, la tontería de entregarse en manos de un agente que se crea propietario del bálsamo de Fierabrás y se dedique a proponer atajos allí donde no los hay. Lo primero es lo primero, a saber, que el remedio no sea peor que la enfermedad. Un motivo de consuelo, en un panorama tan entenebrecido, es que los españoles, al adjuntar «democrática» a «regeneración», están expresando, con todas las imprecisiones que se quiera, que no atinan siquiera a imaginar alternativas a un sistema en que la ley ofrece garantías y no es el poder el que determina quién ha de seguir ocupando el poder. No fue así en la Italia de los años veinte ni en la Alemania de los treinta, ni lo fue, si bien se mira, en España por las mismas calendas. Esta falta de imaginación es venturosa. Es la que diferencia a los hombres contenidos por rutinas imperfectas, pero benéficas, de los orates, los entusiastas y los energúmenos.

Álvaro Delgado-Gal, escritor.

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