Regeneración, populismo y miedo

El 3 de octubre de 1868, los sublevados dirigieron a los españoles un manifiesto en el que sintetizaban las ideas que legitimaban su acción contra el orden constitucional y la monarquía de Isabel II. Se incluía una frase esencial: "Queremos que un gobierno provisional que represente todas las fuerzas vivas del país asegure el orden, en tanto que el sufragio universal eche los cimientos de nuestra regeneración social y política". Se iniciaba la Revolución gloriosa, la revolución regeneradora.

Los términos regenerar o regeneración tienen, desde sus primeros usos en nuestra lengua, un sentido moral, como lo recoge el Diccionario de Autoridades (1737). En la actualidad se conserva este sentido ("hacer que alguien abandone una conducta o unos hábitos reprobables para llevar una vida moral y físicamente ordenada"). Es una suerte de sanación o una redención del pecado para que, en nuestro caso, el Estado, sus instituciones, recuperen su ser, su pureza.

Regeneración, populismo y miedoLas instituciones son reglas tan importantes que, incluso, se invisten de moralidad para reforzar su virtualidad ordenadora. Su degeneración compromete la cohesión social, la convivencia ciudadana, además de la legitimidad del poder al quebrar la confianza de los ciudadanos en las autoridades que lo administran. En el momento de máximo apogeo de la preocupación ciudadana, cuando para el 63% de los encuestados la corrupción era considerada unos de los grandes problemas del país, el Rey Felipe VI, en su discurso de apertura de la XII Legislatura, el 17 de noviembre de 2016, aseveraba que la "cohesión de nuestra sociedad" tiene una "vertiente esencial", la de "la regeneración de nuestra vida democrática": "La regeneración moral de la vida pública es una cuestión de principios, de voluntad y decisión; es también una cuestión de orden en el funcionamiento de nuestro Estado de derecho, y antecedente necesario para poder recuperar la confianza de los ciudadanos".

La regeneración no explica nada, no lo necesita; lo exige todo. Es un grito de protesta; de llamada a la sanación para salvar al enfermo, nuestra España. Más que una ideología es como un mito que aparece a lo largo de nuestra historia cuando se muestran los males, los del mal gobierno y de los malos gobernantes, que tienen su representación quinta esencial en la corrupción, como antaño lo fue el caciquismo, y que cree encontrar el camino de la curación en la vuelta a la pureza de nuestras instituciones. Regeneración y corrupción es la antítesis que ha inspirado, al menos, 200 años de nuestra historia.

En la actualidad, la preocupación por la corrupción ha desaparecido. En el último barómetro del CIS (marzo de 2022), sólo es un problema importante para el 6,4% de los encuestados. Sin embargo, la corrupción no se ha esfumado. Me temo que recuperará su protagonismo en el Olimpo de las preocupaciones ciudadanas espoleada por un contexto particularmente sangrante: el de la pandemia. Se nos anuncia su vuelta con las investigaciones judiciales de los contratos de suministro de equipamiento sanitario. Millones de euros se han dilapidado para enriquecimiento de los codiciosos quienes hacen ostentación hortera de su riqueza, como si necesitasen exhibirla, en un aquelarre impúdico del macho cabrío. Se crea así, en un contexto de incertidumbre, un parámetro de comparación con las penalidades de muchos, lo que alimentará el proceso de cuestionamiento de la integridad institucional.

Estamos asistiendo a la formación de una tormenta perfecta. Por un lado, un contexto social angustioso (pandemia, crisis económica y guerra), que alienta los miedos, y por otro, los desafueros de la gestión de la pandemia. La nación se ha sentido abandonada. La traición se vislumbra como el rayo que golpeará nuestra política. Y la corrupción y, en general, el descrédito de los gobernantes dará alas a los regeneradores, lo que no significa necesariamente fortalecimiento democrático (dictadura de Primo de Rivera).

La tradición regeneradora (nacional) confluye con la crisis (global) de la democracia en el peor contexto socioeconómico e histórico posible. El salvador populista se puede investir de regenerador. Tiene a su favor, no sólo la historia (la de la regeneración) y las angustias fortalecidas por el recuerdo, sino a los malos gobernantes y a los peores políticos. La amenaza a la democracia no procede, sólo, de la extrema derecha sino del comportamiento corrosivo de los sedicentes demócratas que empuja a los angustiados, desasistidos y abandonados a los brazos de aquellos que les ofrecen autenticidad, limpieza y pureza. Siempre han existido y siempre existirán los enemigos de la democracia, lo que es nuevo es que los llamados a defenderla se empeñan con singular encono en debilitarla: ¿cómo calificar, por ejemplo, la liquidación que se practica en nuestro Estado democrático de derecho de la división de poderes con el abuso del decreto-ley? ¿O los ataques a la independencia judicial?

Una sociedad descreída, que observa cómo se quiebran los elementos institucionales básicos sobre los que se asienta nuestra convivencia, es el caldo de cultivo para los salvadores porque, ¿qué es lo que se le ofrece? Codicia, inmoralidad, intransigencia, intolerancia, insensibilidad, abandono. Se conoce el peligro desde hace tiempo. M. Rajoy en el discurso del año 2014 en el que presentaba ante el Congreso de los diputados las medidas de regeneración que su Gobierno proponía ("tres pilares de la regeneración democrática") advertía de que "[no] utilicemos la lucha contra la corrupción, no para fortalecer las instituciones, sino como coartada para desestabilizarlas". Han pasado los años y el resultado está a la vista.

Se ha seguido alimentando la bola de nieve, y ésta, además, ya ha fraguado en un proyecto alternativo. Las opciones populistas (antieuropeas, antiglobalistas, antivacunas, anti-OTAN, antiélites y demás anti, a la par que nacionalistas, xenófobos, machistas, autoritarios y pro-Putin, la representación de sus ideales) se han ido consolidando al compás de la crisis de legitimidad de los políticos y de la política hasta desembocar, en última instancia, en la de la democracia misma. Son los que recogen los frutos del árbol social movido por el miedo. Ya cuentan con un modelo, el de la democracia iliberal donde el demos vota, elige al líder que gobierna con libertad, sin sujeción a nada, ni a la ley (que se cambia cuando sea necesario), ni a los derechos (que se atropellan, en particular, cuando se trata de las minorías), ni a la división de poderes (que se cuestiona eligiendo a jueces o quebrando la independencia judicial); en definitiva, todo aquello que sea una restricción a lo que el líder identifica con una necesidad/exigencia del pueblo según los parámetros y los valores de la nación recreada según los ojos de la religión cristiana.

El regeneracionismo siempre ha tenido, desde sus primeras manifestaciones, una vertiente iluminada, antisistema, antipolítica y antiliberal, que hoy puede encontrar en el populismo una justificación y sustento, en una asociación de refuerzo mutuo. Es la amenaza que se vislumbra. La tarea titánica es convencer a los perjudicados, a los damnificados, a los que sufren; en definitiva, a los que tienen miedo de que no se les puede proteger con fronteras, ni interiores ni exteriores, frente a la globalización, la tecnología, los virus, el terrorismo, el paro, la pobreza y cualesquiera otros peligros. La solución no es un gran-poderoso-autoritario-protector y nacional Estado, porque es mentira. El marco institucional del Estado democrático de derecho sigue siendo válido, pero se necesita re-validar su credibilidad y empatizar para afrontar los retos de un mundo cada vez más global, pero cada vez más pequeño, en donde las angustias personales pasan a ser movimientos sísmicos globales amplificados por las redes de intercomunicación.

Andrés Betancor es catedrático de Derecho Administrativo.

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