Regeneración y ejemplaridad

Vivimos tiempos recios, como diría Teresa de Jesús. Los efectos de la crisis económica se agravan con el foso de separación creciente entre la sociedad y sus representantes políticos. Corrupción, deshonestidad, retórica vacía... La imagen de nuestra joven democracia se deteriora poco a poco. Ante la situación que vivimos emerge el concepto, tantas veces invocado en nuestra historia, de regeneración. Aunque el término, de raíces francesas, lo utilizaron por primera vez los liberales a comienzos del siglo XIX, pronto también lo reivindicaron los conservadores como Balmes. Y es que el regeneracionismo ha constituido una pulsión voluntarista estructural en el seno de la sociedad española de todos los tiempos. Empezaron los arbitristas con su literatura de decadencia desde el Memorial de Luis Ortiz (1559) poniendo sobre la mesa toda una serie de medidas destinadas a cubrir el vacío que mediaba entre el providencialismo soñado y la triste realidad vivida. Los arbitristas, de economistas se fueron convirtiendo en moralistas, surgiendo en el siglo XVII las primeras introspecciones éticas (Quevedo a la cabeza) con el complejo de culpa por bandera. En el siglo XVIII se dio un salto cualitativo, y ya no se habla de decadencia coyuntural, sino estructural. De la literatura de los «males de España» se pasa al «problema de España». Singular y absoluto. En el siglo XIX se pone el acento en el solipsismo español respecto a Europa con la presunta contradicción nación-progreso en juego. Las generaciones del 98 y del 14 saltarán del concepto de decadencia al de desastre y fracaso, buscando ansiosamente los caminos de la regeneración. Costa se lanzará por la vía del desgarro populista e iconoclasta. Unamuno se encerrará en su atalaya introspectiva, intentando encontrar las raíces del problema en la viejas esencias antropológicas. Ortega deposita toda la responsabilidad en la escasa cantidad (y peor calidad) de las buenas cabezas dirigentes. Azaña apelará a la política pura y dura. Todos ellos utilizaron la Historia como referente. Unos pensaron que la culpa la tuvo el Cid o Carlos V.

Otros la atribuyeron a los políticos de la Restauración por su vocación de consenso pastelero. Recuérdese aquello que decía Álvaro de Albornoz: «No más pactos. Si quieren una guerra civil, que la hagan». Y, efectivamente, llegó la guerra civil. Y después, con el franquismo, no faltaron discursos sobre el problema de España y sus terapias posibles. Hoy, con más de treinta años de democracia, tengo la impresión de que volvemos a vivir el sueño regeneracionista, cargado de excelentes buenas intenciones, pero con demasiados tópicos entre tanto pronunciamiento retórico. Convendría recordar aquello que decía Baroja «oír regeneración y escamarme, para mí todo es uno».

La propuesta alternativa (más brillante en su discurso y, desde luego, más sugerente) al desconcierto y perplejidad de nuestro tiempo no procede de la Historia, sino de la filosofía, y nos viene de la mano de Javier Gomá. Este filósofo acaba de publicar Ejemplaridad pública, el tercer libro de una trilogía que él denomina «de la experiencia de la vida», que gira en torno al concepto de ejemplaridad. El primer libro de esta trilogía (Imitación y experiencia) incidía en la relación dialéctica entre la experiencia vivida y la referencia a seguir. El segundo (Aquiles en el gineceo) nos planteaba el desafío cívico para saltar de la privacidad al compromiso público. El último libro de Gomá nos implica a todos en el reto de la emancipación moral. La ejemplaridad moral que se invoca parte de la insatisfacción creciente que proporciona la conquista y la liberación individual, del subjetivismo narcisista que la sociedad contemporánea nos ofrece. La democracia ha enterrado los viejos instrumentos de socialización del individuo, sin sustituirlos. Carecemos de referentes a la hora de asumir las obligaciones y las limitaciones de los deseos, en pleno réquiem del concepto de culpa o de los viejos principios patrióticos o religiosos. El libro denuncia las limitaciones del propio sistema democrático con la igualdad y toda su estela subsiguiente: la vulgaridad como único eje de conducta; las contradicciones de la virtud situada entre lo privado y lo público, y la alternativa de la ejemplaridad moral, partiendo de la crítica al elitismo, la reivindicación de la responsabilidad y la sutil distinción entre la ejemplaridad electiva de los políticos y la estatutaria de los funcionarios y la Corona.

Gomá no entra en el discurso regeneracionista tradicional español, situándose en un escenario universal, que incide no sólo en la crítica del régimen político sino de la sociedad global y que, cuando aborda los comportamientos políticos, lo hace desde la óptica no de lo que hacen, sino de lo que son. Con expresa voluntad de representación de un pensamiento voluntariamente ingenuo, Gomá abre el camino hacia el triunfo de la esperanza sobre la experiencia de que tratará su próximo libro.

Su ejemplarismo moral y cívico, ciertamente, rompe con la tradición épica de héroes referenciales que ha marcado nuestra historia, desde las obras de Pérez de Guzmán (Generaciones y semblanzas) o Hernando del Pulgar (Claros varones de España), a fines del siglo XV, hasta Quintana a comienzos del siglo XIX (Vidas de españoles célebres). Esta memoria de hombres ilustres, de varones preclaros, marcó, a mi juicio, la ansiedad elitista de Ortega por encontrar unos líderes que pudieran reconducir la rebelión de las masas.

Desde luego, el libro de Gomá nos sugiere que la solución a nuestras cuitas no ha de venir del dictamen aportado por el líder salvador -las experiencias soteriológicas en nuestro país han acostumbrado a ser desastrosas- sino de la capacidad de la sociedad para rearmarse moralmente y exigir el ejemplo de sus líderes. No es cierta la apodíctica y fatalista sentencia de que una sociedad tiene los políticos que merece, pero me temo que sí es cierto que una sociedad se parece a los políticos que elige. Bertold Brecht contrapuso a la afirmación de uno de sus personajes: «desgraciado el país que no tiene héroes» la contundente repuesta de Galileo: «desgraciado el país que necesita héroes». Javier Gomá no apela a héroes redentores, sino al compromiso moral de la ciudadanía. Lo que está en juego no es la virtud de unos dirigentes, al fin y al cabo democráticamente sustituibles, sino la conciencia de la responsabilidad colectiva de una sociedad madura. No es la hora del héroe Aquiles reclamado para salir de la privacidad. Es la hora de los ciudadanos. La ejemplaridad pública empieza por todos y cada uno de nosotros.

Ricardo García Cárcel, Universidad Autónoma de Barcelona.