Regeneración y partidos

Javier Cercas, en su reciente libro El impostor, afirma varias veces, atribuyéndolo a Faulkner, que «el pasado no pasa nunca, que sólo es una parte o una dimensión de lo presente». Este parecer es referible a la regeneración como concepto político que regresa a la escena con fuerza estos días.

No debe extrañar el fulgurante resurgimiento de la regeneración como inaplazable necesidad. El deterioro de la política y las deficiencias en el funcionamiento de ciertas instituciones públicas lo justifican. La opinión que va predominando ante tal estado de cosas es la de la ineludible modificación sustancial de lo existente, la de un cambio profundo, evolutivo y no rompedor. La regeneración quiere ir más allá que la pura reforma, su bisturí pretende llegar más honda y duraderamente que esta última, sin provocar innecesarios destrozos propios de la revolución.

Aunque todo proceso político regenerador concita numerosas vertientes, en el momento que vive España el punto crucial para llevarlo a buen puerto reside, a mi juicio, en impulsar una nueva formulación y distribución del ejercicio real del poder político.

Me explico. El desarrollo de la Constitución a lo largo de casi cuarenta años ha desembocado, entre otros extremos y por solo aludir a lo que interesa ahora, en un poderoso sistema de partidos políticos, que ha llevado a estos a dominar, por muy indirectamente que sea a veces, instituciones públicas de toda clase. Este desarrollo ha sido tan intenso que no en pocas ocasiones ha dejado en un hazmerreír la clásica separación de poderes o, al menos, un razonable y limitador reparto de funciones con autonomía y fuerza en sí. Agréguese a ello que distintas causas han propiciado que en la estructura de los partidos sea bastante corriente que se haya ido asentando y tienda a perpetuarse un tipo de dirigente que ha hecho toda su carrera profesional en ellos, que en ellos ha encontrado su medio de vida y que existencialmente puede verse inclinado a una patrimonialización de las distintas funciones que le toque desempeñar al cobijo de su pertenencia a la organización.

Si situamos esta realidad en el lugar descollante que merece, un objetivo fundamental de la regeneración debe centrarse en la limitación del poder de los partidos. Paralelamente, o después, habrá que articular otras medidas, pero me parece que lo que acabo de mencionar debe ser lo cabecero.

Esta crucial tarea requiere una reforma interna de los propios partidos. Va siendo hora de abandonar definitivamente la idea de que son meras asociaciones privadas regidas en lo sustancial por la autonomía; son organizaciones que llevan a cabo funciones públicas capitales, como la de ser uno de los principales vivificadores del sistema político democrático. El momento regenerador que se anuncia reclama que en la regulación de los partidos se incorporen mecanismos que propicien la idoneidad ética y funcional de sus dirigentes, el control exhaustivo de su vida económica y la transparencia de su actividad, y, si cabe más aún, de su financiación. Apunto una idea discutible, pero en la que creo cada vez más: debe abrirse paso el camino de temporalidad en el ejercicio de los cargos orgánicos. El establecimiento de normas de buen gobierno, pauta extendida ya en el ámbito público y privado, tendría que entrar también en la vida de las organizaciones a las que me refiero.

El proyecto de ley orgánica de control de la actividad financiera de los partidos políticos, al recoger alguna de estas medidas, especialmente las de naturaleza económica, constituye un avance en el proceso de regeneración política. Las exigencias favorecedoras de la idoneidad de los dirigentes y la temporalidad en el ejercicio de los cargos deberían completar esta nueva regulación, junto con la obligación de contar con reglas de buen gobierno y mejorar el control de su actividad económica con la implantación obligatoria de auditorías anuales.

Pero la adopción de estas medidas exigidas para una auténtica regeneración de la vida política española no puede ser únicamente misión del partido hoy en el poder. Es tarea de todos los partidos, aunque, para mí, haya de recaer principalmente en los dos –socialista y popular– que nos han gobernado la mayor parte de los, con carácter general, fructíferos años transcurridos desde la aprobación de la Constitución. Ellos han sido motor de unos años que nos han traído más luces que sombras, ellos están relacionados más o menos directamente con episodios que reclaman con urgencia el empuje regenerador, y a ellos incumbe la responsabilidad primordial de enderezar lo que se ha torcido bajo sus mandatos.

Por eso me preocupan mucho las dificultades de los partidos vertebradores de la política española para llegar a pactos sobre materias propias de una auténtica política de Estado, y en situaciones acuciantes, vuelvo entonces la mirada con envidia hacia el ejemplo concertador que nos acaba de dar Suecia en el pasado mes de diciembre, y hacia el más lejano alemán, y no me resigno a que España sea diferente.

Luis María Cazorla Prieto es académico de número de la Real Jurisprudencia y Legislación.

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