Regenerar el Poder Judicial

La inmediata apertura del nuevo Año Judicial llega en esta ocasión con caras nuevas en los estrados, pero con el reiterado y amplio escepticismo en las bancadas de los ciudadanos. Cargados de razones, casi todos los medios de comunicación han venido dedicando editoriales y artículos de opinión sobre el proceso de designación y la nueva composición del Consejo General del Poder Judicial (CGPJ). Reflejando lo que piensa una mayoría de los ciudadanos sobre la politización de la Justicia, los medios critican, acertadamente, que se hayan vuelto a repetir los perversos egoísmos del pasado, errores que vienen lastrando prácticamente desde su inicio al supremo órgano de gobierno de los jueces y de la actividad judicial que sirve de soporte al ejercicio de la jurisdicción.

Los casi dos años de inconstitucional prórroga, asumidos por los partidos políticos sin despeinarse, constituyen, sin duda, un mal precedente para el Estado de Derecho que exige, desde ahora y con urgencia, medidas legislativas específicas para que no vuelva a repetirse tan escandaloso desafuero. Tampoco merece mejores calificativos ni menos urgentes medidas regeneradoras el reparto de vocalías entre los partidos políticos que ha culminado en un nada decente exhibicionismo del poder parlamentario, predeterminado a acatar, que no a elegir, a unos vocales preseleccionados únicamente por los partidos políticos, excluyendo, sin motivos, a los candidatos patrocinados por asociaciones no adictas a los que mandan y marginando también, paradójicamente, a los candidatos más independientes, los no integrados en ninguna asociación, que suman la mayoría absoluta de los jueces y magistrados españoles.

En España, el gobierno y la independencia de los jueces como la política judicial en general han sido objeto de permanentes polémicas con agrios y durísimos debates siempre en torno al «poder» judicial. No creo equivocarme mucho si afirmo que fue la excesivamente fácil gobernabilidad de los jueces por parte del gobierno dictatorial, así como la inspección de Tribunales asignada por entonces al Tribunal Supremo y utilizada tantas veces como mecanismo de represión y depuración, la que impulsó a las Constituyentes a la creación de un órgano independiente del poder ejecutivo, al estilo italiano, que sin embargo no ha alcanzado su eficacia y eficiencia.

De entre los innumerables artículos de opinión dedicados durante estos últimos años al Consejo General del Poder Judicial me preocupan sobremanera unos pocos, cada vez más frecuentes, provocadores y, al parecer, atractivos, que terminan propugnando la supresión del Consejo y la devolución de todas sus funciones y competencias al Ministerio de Justicia. Tan arriesgada propuesta precisaría de reforma constitucional, una más. Sin embargo, el cúmulo de errores, fracasos, y hasta escándalos mediáticamente denunciados en el pasado, más los no evidenciados, ciertamente originadores de indignación general, no sólo no se corregirían sino que agudizarían hasta asfixiarla la propia función judicial por el carácter expansivo del poder de los partidos políticos, especialmente cuando gobiernan, y la ausencia, a estos efectos, de mecanismos eficaces de contrapoder, absolutamente imprescindibles siempre para contrarrestar los posibles abusos.

A mi juicio, el problema no es de ninguna manera la existencia de un órgano específico para el buen gobierno de los jueces completamente independiente del Ejecutivo y del Legislativo, sino su composición y la forma de elegir a sus miembros, que ha propiciado el fracaso del autogobierno judicial, el clientelismo político en algunas asociaciones judiciales y, en definitiva, la politización partidista de la Justicia.

No obstante lo anterior, éste no me parece el momento de continuar con el acoso y derribo al Consejo General del Poder Judicial. Éste es, debería ser para los políticos, para los profesionales de la Justicia e, incluso, para los medios de comunicación, un momento abierto a la responsabilidad y, por qué no, a la esperanza. Un nuevo Consejo ha quedado ya constituido. Los nuevos consejeros merecen todo nuestro apoyo porque son ellos y sólo ellos, desde dentro, los que pueden y deben corregir el rumbo errante de la nave y enmendar los errores del pasado. Desde luego, el aliento y la contribución de la Abogacía española no les va a faltar en estos inicios. Si se dice que todo Gobierno merece cien días de confianza, también el nuevo Consejo merece ese margen y más para que empiece a demostrar que algo puede cambiar también allí. Aunque tantas veces las esperanzas hayan quedado defraudadas.

La tarea que espera a los consejeros es inmensa. La propia Constitución les encomienda los «nombramientos, ascensos, inspección y régimen disciplinario», materias en las que deberían mejorar muchísimo, en todos los aspectos, la actuación de sus predecesores. Pero, además, este nuevo Consejo deberá informar y colaborar a optimizar los trascendentales proyectos legislativos anunciados para mejorar el servicio público de justicia; procurar la mejor formación no sólo de los jueces, sino también de todos los que, de una u otra manera, somos actores de la justicia, en condiciones de igualdad y garantizando la contradicción; y deberán también proponer soluciones a los problemas estructurales y de funcionamiento de la Administración de justicia.

Pero lo primero que los nuevos consejeros deberían acometer desde el primer día, con el máximo tesón, es la tarea de regenerar el propio órgano actuando en todo momento con sentido institucional, desterrando para siempre la servidumbre partidista, guiándose exclusivamente por la legalidad y el interés general y generando además una opinión pública informada y a la vez exigente. Eso es lo que reclama todo el sector jurídico y lo que exige una sociedad moderna.

Conozco personal y profesionalmente a varios de los nuevos vocales y puedo testimoniar su honradez y competencia profesional. Cuatro de los nuevos consejeros han ejercido la abogacía con intachable cumplimiento de sus obligaciones, en especial la libertad e independencia en el consejo y la defensa. Libertad, independencia, honradez y competencia son, junto a la laboriosidad, virtudes que deben hacer posible el ansiado cambio.

Aunque lo acreditado hasta el momento por la constitucional institución haya sido el fracaso del autogobierno judicial, la disposición partitocrática de las vocalías, la politización partidista de los consejeros y, en definitiva, el penoso cumplimiento de sus fines, o, lo que es lo mismo, la escasa utilidad del Consejo, ello no autoriza a menoscabar la oportunidad de quienes no han sido los responsables de situaciones anteriores.

Dejemos trabajar a los nuevos consejeros. Muchos y acertados diagnósticos se han hecho sobre los males que aquejan a nuestro Consejo General del Poder Judicial. Los nuevos consejeros tienen la responsabilidad, la obligación de aplicar las terapias para regenerar este órgano. Solo ellos lo pueden conseguir desde dentro. Porque si no lo hacen, el daño y la pérdida de confianza de los ciudadanos en la Justicia puede ser irreparable.

La mejor forma de acallar las voces de quienes invocan la devolución del gobierno de los jueces al Gobierno de la nación, será el buen funcionamiento del Consejo General del Poder Judicial. Y esa posibilidad la tienen en sus manos los nuevos vocales. Esa es su gran responsabilidad.

Carlos Carnicer, presidente del Consejo General de la Abogacía Española.