Régimen del 78: 'game over'

La partida ha terminado. Suceda lo que suceda de aquí al 1-O, nada ni nadie podrá reconstruir la legalidad ni la situación política tal y como la hemos conocido hasta este momento.

El hecho político de la derogación del Estatuto y la Constitución por el Parlamento de Cataluña supone un punto final a nuestro sistema institucional. Esta es la única certeza que tenemos ante un futuro plagado de incertidumbres. Ese inevitable 2 de octubre en el que nuestros políticos quieren ya situarnos. Se mire como se mire, se ha cruzado el Rubicón de un final de régimen.

Hace unos días, José Manuel García-Margallo exculpaba a la clase política y a nuestro sistema institucional de lo sucedido en Cataluña y esparcía la responsabilidad sobre el conjunto de los españoles: “La situación en Cataluña se explica por el silencio de los españoles”, sentenciaba categórico el ex ministro de Asuntos Exteriores de Rajoy. Sin embargo, todo apunta a que ha sido justo al revés: mucha responsabilidad política y falta de fortaleza institucional. Acudiendo a la raíz de los hechos quizá se puede entender lo ocurrido. Aunque estos acontecimientos ocurrieran hace ahora, justamente, 40 años.

El error original está en el carácter transicional del régimen político surgido en España tras la muerte del general Franco. La naturaleza transitoria con la que se definió, desde su origen nuestro sistema marcó su devenir. En pura lógica “la Transición” tendría que haberse reducido al breve periodo entre la muerte del dictador y la aprobación de una nueva Constitución. Sin embargo, en España lo transitorio se convirtió en el propio régimen en sí.

Con esta denominación se conoció nuestro sistema tanto dentro como fuera de nuestras fronteras: “el régimen de la Transición”. Pero, ¿transición hacia dónde?, ¿cambio hacia qué dirección?, ¿por qué hacer permanente lo que tenía que ser temporal? Toda transformación política siempre tiene un término. Pero ¿cuál era el desenlace que se buscaba en el caso español?

Se nos vendió que el destino final era la democracia. Pero no una democracia cualquiera, lo nuestro tenía que ser un sistema de libertades especial. Una democracia avanzada, nos insistían. Por eso la Transición no concluyó con la aprobación de la Constitución. Se nos dio una explicación de lo más plausible: los objetivos de la Transición eran más amplios que la lógica de organizar una democracia formal.

El milagro de la Transición (así también se denominó) consistía en superar nuestras discordias civiles y, lo más difícil todavía, conseguir la integración definitiva de los nacionalistas en el nuevo régimen constitucional. Para ello habría que aceptar la premisa de que el trayecto quizá no acabara nunca. Una Transición interminable. Una especie de viaje a una Ítaca mítica que no se alcanzase jamás. Porque el trayecto, el régimen de la Transición, era lo importante.

Así se nos llenó la cabeza de palabras mágicas que no significaban nada. Por ejemplo: había que “profundizar en la democracia para salvar nuestra convivencia”, como si organizar los poderes del Estado fuera una arriesgadísima excavación hacia un tesoro inalcanzable. O también, como ejemplo, esta consigna que a la larga ha sido de las más dañinas: había que “diseñar el proceso autonómico de tal manera que los nacionalistas se sintieran cómodos dentro del Estado”. Para conseguir lo anterior se dejó la Constitución voluntariamente abierta, como si la organización territorial de un Estado pudiera depender del devenir partidista futuro.

Si analizamos lo prometido hace 40 años y lo conseguido finalmente, podemos constatar que la estación de destino no ha sido la esperada. Y es que el prodigioso cambio de régimen desde una dictadura a una democracia ocultó varios engaños en su singladura. El principal de ellos, la ausencia de libertad constituyente en el proceso.

Lo viene denunciando desde 1976 el pensador republicano Antonio García Trevijano. Es constituyente la libertad colectiva que decide en referéndum, y no en plebiscito, la forma de Estado (Monarquía o República); la forma de Gobierno (parlamentaria, presidencialista o partitocrática…); la forma de organización territorial (autonómica, federal, unitaria…); el sistema electoral (mayoritario, proporcional puro o corregido...). En definitiva: la existencia de libertad constituyente determina el momento fundacional de la libertad política. Sin una no existe la otra. Y con la ausencia de las dos no podemos hablar de una verdadera democracia.

Y es aquí donde está el error matriz de nuestro sistema político. La Constitución de 1978 ya estaba precocinada de antemano. La forma de Estado ya venía decida: la monarquía. La forma de Gobierno ya estaba regulada desde la Ley para la Reforma Política de 1976: parlamentaria. La organización territorial (clave en esta crisis), estaba decidida por Decreto Ley antes de aprobarse la Constitución: tenía que ser autonómica. El sistema electoral, proporcional corregido, ya vino invocado desde la Ley para la Reforma Política de 1976 y sellado por el Decreto Ley de marzo de 1977 que reguló primero las elecciones de junio de 1977 e inspiró después nuestra vigente Ley Electoral. Todo estaba ya decidido. Por eso las Cortes del 77 no fueron nunca, ni en la forma ni en el fondo, Cortes Constituyentes. Fue un poder constituido que se declaró a sí mismo constituyente.

Es por eso que los nacionalistas tienen razón cuando invocan que el reconocimiento autonómico por parte del Estado es anterior a la Constitución. Así la Generalitat, con carácter provisional, fue legalizada en septiembre de 1977 y el Consejo General Vasco fue aprobado por Decreto Ley en mayo de 1978, mucho antes de que, en diciembre del 78, los españoles refrendáramos el sistema autonómico establecido en la Constitución.

Dejar el proceso autonómico abierto fue otra grave equivocación de nuestra norma suprema. Error que se acrecentó al aceptar como parlamentaria nuestra forma de Gobierno, con una ley electoral proporcional (donde el presidente del Ejecutivo ha requerido para ser elegido, en muchas ocasiones, de una mayoría parlamentaria de difícil consecución debido a un sistema D'hondt y a la circunscripción provincial de nuestro sistema).

Este encaje entre una forma de Gobierno parlamentaria y una organización territorial (Estado de las Autonomías) no cerrada -todo el Título VIII de la Constitución es una estructura institucional al descubierto-, con apaños ad infinitum permitidos por los artículos 148, 149 y 150 de nuestra norma máxima, ha conseguido todo y más para las pretensiones nacionalistas. Eso sí, previo pago de investiduras de Gobierno y estabilidades políticas que duraban lo que un ejercicio presupuestario.

No sorprende, por tanto, que estos nocivos hábitos constitucionales -todo lo malo se copia- hayan sido calcados en espíritu y letra por los separatistas en su apuesta hacia la independencia. La famosa Ley de Transitoriedad Jurídica y Fundacional de la República Catalana, recientemente aprobada por el Parlament, desprecia olímpicamente el concepto básico de “libertad constituyente”. Requisito imprescindible para aprobar una Constitución democrática.

En la Catalunya de los separatistas, al igual que ocurrió en la España de 1977, todo está ya decido de antemano: la forma de Estado, Republicana; la forma de Gobierno, parlamentaria; la ley electoral, proporcional; el poder judicial sometido a la partitocracia… Lo mismo que ocurrió en nuestra sacrosanta Transición: un poder constituido que elabora el menú obligatorio a un parlamento que ya nunca podrá ser constituyente. De ahí que no haya extrañado tampoco el nombre elegido por los secesionistas para su aventura: Ley de Transitoriedad.

Por eso llama la atención, ante la violación de la legalidad cometida por los separatistas, que sean los llamados partidos constitucionalistas los que se nieguen a aplicar la Constitución que tanto defienden. Pocas situaciones tan claras de desobediencia y atentado a los intereses colectivos que la encabezada actualmente por el president de la Generalitat Carles Puigdemont y otros.

Ante esta situación, la aplicación del artículo 155 de la Constitución es indiscutible. Pues no, los partidos constitucionalistas (todos: PP, PSOE, Cs) no quieren aplicar este precepto. Se declaran los más constitucionalistas pero ahora quieren reformar la Constitución. Eso sí, después del 1 de octubre y, como siempre, a favor de los separatistas. Ahí tenemos el reciente anuncio realizado por Mariano Rajoy en la sesión de control al Ejecutivo. Es aquí, en este nuevo tablero de la reforma constitucional, donde se va a jugar en pocas fechas el futuro de nuestra patria.

Como uno va conociendo a sus clásicos, no es difícil pronosticar que se va a querer aplicar idéntico bálsamo de fierabrás que hace cuatro décadas: más izquierda y más separatismo. Aunque la anuncie Mariano Rajoy y se sume a ella Albert Rivera la futura reforma constitucional está liderada por el PSOE y tutelada de cerca por Podemos y los nacionalistas. Ahí está la carta dirigida al rey por la banda de los cuatro: Puigdemnot, Junqueras, Forcadell y Colau, instando al monarca a pactar un referéndum legal. Ahí están los aspectos claves de la futura reforma que por anunciados ya no sorprenden a nadie. Se trata de introducir los conceptos de “nación de naciones”, “estado plurinacional” y “derecho a decidir” (referéndum de autodeterminación con todas las garantías). Todo dentro de la legalidad, como le gusta repetir a Mariano Rajoy. Estas propuestas, ya lanzadas por Pedro Sánchez y recogidas por Rajoy, las veremos reiteradas de aquí en adelante.

Y es en este escenario donde los nuevos aprendices de brujos van a intentar encontrar solución a otro de los problemas de la política española: la necesidad de legitimidad del actual monarca. Algunos ya anticipamos, y el tiempo nos ha dado la razón, que Felipe VI no podía heredar un régimen tan personalista como el que había creado su padre: el juancarlismo. El juancarlismo era un pacto de poder entre los herederos del franquismo (con el rey Juan Carlos a la cabeza) con la izquierda (PSOE y PCE) y los nacionalistas. Eso es lo que ha saltado por los aires en este momento político. Por eso, en esta reforma constitucional que nos van a intentar vender al pueblo español como solución a todos nuestros males, piensan contar con el abanderamiento del rey Felipe VI. Piensan repetir la fórmula del 77 y conseguir para el monarca una oportunidad de legitimación.

Dadas las circunstancias, refundar un nuevo consenso constitucional va a resultar mucho más difícil de lo que ellos piensan. Los separatistas y los comunistas de Podemos van a poner el listón muy alto. Además, las cesiones señaladas (España nación de naciones y derecho a decidir) son rechazadas mayoritariamente por el pueblo español. Se va a necesitar mucha ingeniería social para cambiar el sentir de la opinión pública. Instrumentos tienen para ello: la mayoría de los medios de comunicación y la ausencia de principios en nuestra clase política. No habría, por tanto, que descartar ningún escenario futuro por estrambótico que pareciera.

¿No existe otra alternativa? ¿No hay otra posibilidad? Claro que sí, aunque sea también difícil y cueste mucho aceptarla. Como señaló Virgilio “la fortuna favorece a los audaces”, y precisamente audacia y fortuna es lo que requiere la crisis que padecemos. En mi opinión, la única solución para dar estabilidad y duración a un régimen democrático en España sería hacer todo lo contrario de lo que se hizo en 1977. Esto es, consistiría en no pactar y en iniciar un proceso de “Libertad Constituyente” donde los españoles podamos decidir libre y democráticamente sobre qué queremos para nuestro país: monarquía o república; parlamentarismo o presidencialismo; autonomías, federalismo o Estado descentralizado; representación política o sistema partitocrático; sistema electoral mayoritario y estable o sistema proporcional e inseguro como hemos tenido hasta el momento; Poder Judicial independiente o sometido a la partitocracia como el actual.

No sería tan complicado. Consistiría en dar voz y decisión al pueblo español en su conjunto y que los políticos estuvieran determinados por esta decisión. Todo lo contrario del programa que Rajoy y Pedro Sánchez quieren liderar a partir del 2 de octubre. El tocomocho de un nuevo 77, 40 años después. Una vieja Transición ya descarrilada.

“Libertad Constituyente” es la única solución para alcanzar la democracia y mantener la unidad de nuestro país. Un verdadero derecho a decidir. Un auténtico proceso constituyente. Y no lo que lleva sucediendo desde hace tanto tiempo en España y hoy se ha transmutado a su criatura del siglo XXI: la farsa separatista catalana.

Javier Castro-Villacañas es abogado y autor del libro 'El fracaso de la monarquía' (Planeta, 2013).

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