Regreso a Watergate, segunda parte: el encubrimiento

Regreso a Watergate, segunda parte: el encubrimientoNi Richard Nixon ordenó el espionaje a las oficinas del Partido Demócata —en la planta de abajo de esta habitación 721 del Hotel Watergate desde la que escribo—, ni sabía que iba a producirse el asalto, ni había visto en su vida a los dos James Bond de pacotilla (Liddy y Hunt) que perpetraron la operación y menos aún a los cinco asaltantes (el exagente McCord, 'el Macho' Barker y sus tres 'muchachos' de Miami).

En noviembre del 72, cuando Nixon ganó la reelección en todos y cada uno de los 50 estados menos Massachussets, con más de 18 millones de votos de ventaja sobre McGovern y un nivel de aprobación del 68%, la mitad de los norteamericanos no había oído hablar de Watergate. De hecho, esa palabra no aparecía ni una sola vez en la sección especial de 22 páginas tamaño sábana que el propio The Washington Post dedicó a la reelección.

Infatuado hasta la médula por la diplomacia del ping pong en China, los acuerdos de reducción de armas nucleares en Moscú y el proceso de paz en Vietnam, el 20 de enero Nixon se dirigió por escrito a sus altos cargos, instándoles a cambiar la Historia, "apurando cada uno de los 1.461 días" que les quedaban por delante.

El análisis del por qué ese segundo mandato quedó abortado en sólo 566 días por una dimisión oprobiosa y la reconstrucción del cómo pudo ocurrir continúan siendo, medio siglo después, el más fascinante ejercicio de disección de la esencia del proceso democrático norteamericano.

Sobre todo, por la gigantesca desproporción entre los hechos que prendieron la mecha y la deflagración histórica que terminaron desencadenando. El portavoz de la Casa Blanca describió el asalto como una "ratería de tercera" —y el director del Post Ben Bradlee me dijo que, comparado con los GAL, desde luego que lo era—, el propio Nixon le habló al vicepresidente Agnew de "esa mierdecilla de Watergate".

Si el espionaje no se consumó, si nadie robó nada, si no hubo heridos y apenas daños materiales, ¿qué es lo que fulminó entonces al hombre más poderoso de la tierra?

No hay ninguna manera tan útil y entretenida de estimular esa reflexión como visitar la exposición 'Watergate: retratos e intriga', que permanecerá abierta hasta después del verano en la National Portrait Gallery de Washington.

Recorrerla supuso para mí desmigar la magdalena de todos los recuerdos acumulados en aquel puzzle frenético de vivencias de los años 73 y 74 que pasé en Estados Unidos, entrevistando a los grandes protagonistas periodísticos del momento, devorando sus artículos, siguiendo poco menos que en éxtasis cada informativo de la CBS, la NBC y la ABC… y pernoctando como un fetichista más en el Hotel Watergate.

En esa exposición está el retrato que Norman Rockwell hizo del Nixon convincente, determinado y ganador que llegó a la Casa Blanca en el 68, cuando todo el país le habría comprado un coche usado.

Pedro J. Ramírez en la exposición 'Watergate: retratos e intriga' de la National Portrait Gallery de Washington.
Pedro J. Ramírez en la exposición 'Watergate: retratos e intriga' de la National Portrait Gallery de Washington.

Está el ingenioso chiste que mostraba a John Mitchell y Katherine Graham unidos por la escurridera en la que el estrecho colaborador de Nixon dijo que iba a meterle "una teta" a la editora del Post, con la peculiaridad de que el artefacto servía en realidad para tejer su traje de presidiario.

Está la fotografía icónica de Martha Mitchell con sus gafas pop, poco antes de que rompiera con su marido tirándole un espejo a la cabeza, como podrá verse en el esperado último capítulo de la serie 'Gaslit', en la que la interpreta Julia Roberts.

Está el retrato de Rosemary Woods, la secretaria desafiante con su collar de perlas de dos vueltas, poco antes de que reconociera haber borrado "por error" dieciocho minutos de una de las cintas que incriminaban a Nixon.

Y en esa exposición está, sobre todo, el original de aquella certera ilustración que sirvió de portada de la revista Time con "todos los hombres del presidente" señalándose unos a otros con el dedo acusador. Nixon aparece en medio cercado, rodeado, ahogado por esa tupida telaraña que él mismo había creado. La telaraña del encubrimiento.

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Según las memorias de su jefe de gabinete Bob Haldeman, a las 24 horas del asalto, cuando la noticia ya estaba en los medios, Nixon le dijo que "esos tipos a los que han pillado van a necesitar dinero". También le comentó que debían "jugar la carta anticastrista" porque eso "ayudará a recaudar dinero para su defensa y hará que la CIA bloquee más investigaciones".

El presidente era el máximo garante de la ley, pero el empeño que anidaba en su cabeza no era que los delincuentes fueran castigados, sino que quedaran impunes. Porque de igual manera que Haldeman se jactaba de ser "el hijo de puta de Nixon", aquellos desconocidos eran "sus" delincuentes. Unos simples peones en la partida interminable que Nixon jugaba contra sus enemigos.

Si Nixon no hubiera hecho nada el problema habría quedado circunscrito al Comité para la Reelección del Presidente con Mitchell como máximo responsable. Sin embargo, lo que parecían meras observaciones de alguien ajeno al caso, se convirtieron enseguida en profecía autocumplida. Nixon convocó al general Vernon Walters, número dos de la CIA, y le pidió que transmitiera al FBI que ellos estaban detrás de lo ocurrido y que dejaran de levantar la alfombra.

También encargó a uno de sus asesores —el ambicioso y calculador John Dean— que hiciera un informe simulando haber investigado los hechos y excluyendo toda conexión con la Casa Blanca. El siguiente paso fue debatir con él cómo comprar el silencio de los asaltantes.

"Tenemos un cáncer junto a la presidencia que no deja de crecer", le dijo Dean en el Despacho Oval el 21 de marzo de 1973, sin saber que sus palabras estaban quedando registradas en el sistema de grabación instalado por Nixon.

"Estamos siendo chantajeados", añadió Dean, explicándole que Hunt pedía que le pusieran 125.000 dólares en cajas de seguridad y que Mitchell no estaba siendo capaz de resolverlo. En lugar de rechazar el chantaje el presidente se implicó entonces en la forma de asumirlo.

John Dean, asesor de Nixon.
John Dean, asesor de Nixon.

-¿Cuánto dinero se necesita?

-Un millón de dólares para los próximos dos años.

-Podemos conseguir el dinero. No hay problema en eso… Podemos conseguir un millón de dólares en metálico. Yo sé cómo conseguirlo...

La conversación concluyó con Nixon comparándose con las gimnastas rusas que en los Juegos Olímpicos "siempre caen de pie".

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"El problema es que uno de los siete se ponga a hablar", había comentado poco antes el presidente a otro de sus asesores, Chuck Colson.

Eso es lo que ocurrió cuando McCord le mandó una carta al juez Sirica, el mismo día que iba a dictar sentencia sobre el asalto, reconociendo que habían cometido "perjurio" por "presiones políticas". El juez impuso a los demás las penas de cárcel más duras que le permitía la ley.

"Cuando la pasta de dientes empieza a salir del tubo ya no hay quien vuelva a meterla", advirtió Haldeman. Y así fue como cada pieza del dominó hizo caer a la siguiente.

El director del FBI Patrick Gray dimitió y señaló a Dean ante el comité del Senado, presidido por Sam Ervin, como el inductor de sus intentos de restringir y manipular la investigación. También reconoció, ante el estupor de la opinión pública, que Dean le había entregado documentos comprometedores, procedentes de la caja fuerte de Hunt.

Primero los había escondido entre sus camisas y luego los había quemado en el jardín de su casa, siguiendo indicaciones del asesor presidencial. Los americanos dieron su primer gran respingo de una larga serie: ¡el director del FBI destruyendo pruebas como si fuera un mafioso deshaciéndose de un cadáver!

Dean sintió que la tierra se estrechaba bajo sus pies y que el resto del equipo de Nixon estaba decidido a convertirle en el chivo expiatorio de la obstrucción a la justicia. Entonces comenzó a negociar en secreto su inmunidad a cambio de colaborar con el Comité del Senado presidido por Sam Ervin y con el propio gran jurado presidido por Sirica.

Nixon detectó su doble juego y, además de dedicarle todo tipo de improperios, urdió junto al resto de su equipo la estrategia de invocar el "privilegio ejecutivo" para que ninguno de los colaboradores del presidente pudiera ser citado a declarar. Era lo que en la España de Felipe González se denominó "doctrina de los actos políticos" —lo que hacía el gobierno tenía que ser por naturaleza legal— para denegar a los jueces documentos sobre la guerra sucia.

Ervin estalló con socarronería sureña: "¿Qué tipo de carne comen esos hombres que les hace sentirse tan grandes? No son parte de la nobleza o de la realeza. Eso no es 'privilegio ejecutivo' sino majadería ejecutiva… El derecho divino de los reyes acabó en América con la Revolución".

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Desprovisto de ese parapeto, Nixon decidió huir hacia adelante, creando un cortafuegos a su alrededor. Obligó a dimitir a sus fieles Haldeman y Erlichman, explicándoles con lágrimas en los ojos que la noche anterior había rezado de rodillas pidiendo a Dios no volver a despertarse. Además, destituyó a Dean y enseñó la puerta a Mark Felt, eterno número dos del FBI, tras detectar que era el polígamo filtrador de lo que publicaban tanto el Post como algunos de sus principales competidores.

Nixon completó la jugada con una dramática comparecencia en la que aseguró que había descubierto cosas que no sabía sobre Watergate. Incluso tuvo el cinismo de proclamar: "Condeno cualquier intento de encubrimiento, venga de quien venga".

Para dar credibilidad a sus palabras nombró nuevo Fiscal General al elegante jurista Elliot Richardson, hasta entonces secretario de Defensa. Era un bostoniano sofisticado y culto, amante de la música clásica, con un rostro de facciones rectas rematado por unas gafas negras que muchos asociaban a la imagen de Clark Kent, alter ego de Superman.

Elliot Richardson, Archibald Cox y Leon Jaworski.
Elliot Richardson, Archibald Cox y Leon Jaworski.

Fiel a su fama de integridad, Richardson puso como condición que, dada su propia cercanía y afecto hacia el presidente, pudiera nombrar un Fiscal Especial que investigara con imparcialidad el caso.

Así es como entró en escena el "hombre de la pajarita": un prestigioso profesor de Harvard que había ejercido de Abogado General durante la administración Kennedy llamado Archibald Cox. Bajo la apariencia flemática y meticulosa de Cox, latía una indesmayable pasión "por distinguir el bien del mal". Nixon lo añadió de inmediato a su lista de enemigos.

A la mañana siguiente de la caída de Haldeman y Erlichman, agentes del FBI sellaron sus despachos para que nadie pudiera retirar pruebas. Nixon se los topó en un corredor de la Casa Blanca y estalló iracundo: "Ya es suficiente con que tenga que veros por aquí, cabrones, no os crucéis en mi camino…". Luego les pidió disculpas, pero abroncó al director del FBI en funciones en el mismo tono que empleaba Hitler con sus generales durante sus días finales en el búnker.

Sus ataques de cólera se hicieron poco menos que crónicos. Primero despotricaba contra el "hijo de puta", "traidor" y "desleal" de Dean. Pero enseguida se centraba en la prensa: "Aunque echemos a todo el equipo de la Casa Blanca, esos malditos caníbales no se van a dar por satisfechos. No van a por Haldeman, Erlichman o Dean. Van a por el presidente. Van a por mí porque odian mis cojones".

Para entonces, en palabras de Kissinger, "todas las esperanzas se habían ya desvanecido". Ni siquiera habían transcurrido cuatro meses de ese segundo mandato.

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Pese a los intentos de la Casa Blanca, controlada ahora por el general Haig como nuevo jefe de gabinete, de presentar a Dean como un mindundi pijo y resentido, sin nada serio que aportar, su declaración del 25 de junio ante el comité del Senado no fue el canto de la abubilla. Sólidamente pertrechado de documentos y detalles, el ex consejero del presidente leyó un informe de 237 folios que incluía la conversación sobre los pagos a los asaltantes y otros muchos episodios ligados al encubrimiento.

Lo peor de todo es que Dean presentó el asalto como "una inevitable consecuencia de un clima de preocupación sobre el impacto político de los manifestantes, una obsesión sobre las filtraciones y un apetito insaciable por espiar a los demás". Desde ese día muchos norteamericanos comenzaron a ver Watergate con otra perspectiva, como un mero detalle de la horrorosa fotografía del sistemático juego sucio de 'Dick el Tramposo'.

Tres semanas después estalló la bomba que acabaría por dinamitar la presidencia de Nixon. Alexander Butterfield, ayudante militar de Haldeman, reveló en una reunión preparatoria de su comparecencia ante el Comité del Senado que Nixon había instalado un sistema de grabación en varias dependencias de la Casa Blanca y que las cintas con todas sus conversaciones permanecían archivadas.

Alguien pensó que en esa paranoia que le llevaba a espiar a los demás, Nixon había querido tener pillados a sus más estrechos colaboradores en calidad de rehenes de sus palabras y había terminado espiándose —y ahorcándose— a si mismo.

Pero la verdadera razón de ser de las cintas era su ansia de trascendencia. El convencimiento de Nixon de que le aguardaba un lugar muy grande en la Historia y le tocaba documentarlo. La ironía del destino es que sin esa prueba material el cortafuegos de Haldeman y Erlichman habría funcionado, tal y como funcionó para González el de Barrionuevo y Vera.

La primera reacción de Haig y otros miembros del nuevo equipo de la Casa Blanca fue sugerir a Nixon que destruyera las cintas antes de que comenzara el previsible alud de requerimientos para entregarlas. Sumido en su crónico autoengaño, el presidente reaccionó diciendo que seguro que las grabaciones acreditarían su inocencia. Cuando comenzó a oírlas, se quedó lívido, cambió de opinión y decidió combatir con todas sus fuerzas y armas para que no salieran de su custodia.

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En esa fase se inscribe el episodio del borrado de dieciocho minutos clave de una conversación entre Nixon y Haldeman sobre Watergate. Rosemary Woods se echó la culpa, alegando que mientras la estaba transcribiendo recibió una llamada telefónica y mantuvo por error el pie en el pedal. Toda América se rio a carcajadas cuando el juez Sirica le ordenó reconstruir la escena con un equipamiento equivalente y Rosemary Woods tuvo que realizar un inverosímil ejercicio de contorsionismo para llegar al teléfono y aun así levantó el pie del pedal.

Rose Mary Woods, secretaria de Nixon.
Rose Mary Woods, secretaria de Nixon.

Además, ¿si ella declaró que había hablado cinco minutos por teléfono, por que sé habían borrado dieciocho? El posterior testimonio del general Haig dejó atónito al jurado incluso en aquella América machista: "Conozco a muchas mujeres que dicen que hablan cinco minutos por teléfono y en realidad se pasan una hora enganchadas".

La hora de la verdad llegó cuando el Fiscal Especial Archibald Cox pidió nueve cintas a través del gran jurado que presidía Sirica. Con el respaldo unánime de sus miembros el juez hizo un requerimiento a la Casa Blanca. "El presidente no cumplirá la orden y recurrirá", fue la respuesta oficial.

Entre bambalinas comenzó entonces un frenético intento de convencer a Cox de que aceptara recibir resúmenes de las cintas, verificados por un tercero aceptable para ambas partes. Se planteó en concreto que fuera el senador sureño John Stennis, miembro del partido demócrata pero muy cercano a la Casa Blanca.

Cox se negó a pasar por ese aro y Nixon ordenó a Richardson que lo destituyera. Entonces el Fiscal General dimitió, sintiéndose como Tomás Moro al ser requerido por Enrique VIII a actuar contra su conciencia. Su adjunto Ruckelhaus también hizo lo propio y sólo el número tres del departamento de Justicia, el ultraconservador Bork accedió a cesar a Cox. Todo sucedió en un intempestivo fin de semana y quedó para la historia como la "Masacre del Sábado por la Noche".

La crisis coincidió con la guerra del Yom Kippur. Nixon se dio a la bebida y tuvo que ser Kissinger quien como Secretario de Estado asumiera el control de la situación en los momentos en los que, según sus propias palabras, el presidente estaba demasiado "cargado".

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En cuestión de horas una honda sensación de agravio fue impregnando a la mayoría de los norteamericanos. Muchos republicanos se unieron al clamor de los demócratas para que el Comité Judicial del Congreso impulsara el proceso del 'impeachment', previo a que el Senado juzgara y destituyera al presidente. El procedimiento se inició en febrero por abrumadora mayoría.

Tratando de controlar los daños, el general Haig convenció a Nixon de que entregara las cintas a Sirica y aceptara el nombramiento de un nuevo Fiscal Especial. El mismo eligió, poco menos que de oídas, al abogado tejano Leon Jaworski.

Fue peor el remedio que la enfermedad pues Jaworski tomó el relevo de Cox, manteniendo a su equipo y asumiendo sus mismas posiciones con menos remilgos. Hasta el punto de que, poco después de que yo celebrara con Ben Bradlee en su despacho del Post la entrega de las primeras cintas, Jaworski pidió 64 más.

Cuando Nixon se dio cuenta de que entre ellas estaba la grabación de la conversación con Vernon Walters en la que le pedía que la CIA bloqueara la investigación del FBI —lo que se vendría a llamar la "pistola humeante"— fue consciente de que la partida estaba perdida.

Máxime cuando el Tribunal Supremo acordó por unanimidad exigir al presidente que cooperara con la investigación y entregara todo lo que se le reclamaba. Y no digamos cuando el Comité Judicial del Congreso votó a favor de iniciar el 'impeachment' por 27 a 11, acusándole formalmente de mentir al pueblo de Estados Unidos, abusar de su poder y obstruir la acción de la justicia. Que seis republicanos hubieran reforzado la leve mayoría demócrata auguraba un desastre similar en cuando votara el pleno de la Cámara.

Pasar por ese trance y terminar en el banquillo del Senado con mayoría demócrata era la garantía no sólo de la destitución sino de una condena penal. "Aquí se acaba la presidencia", le confesó al general Haig.

Farsante hasta el final, Nixon proclamó que no pensaba dimitir, realizó una gira por Oriente Medio y otra por Europa —con reunión final con Breznev en Moscú— y pactó su relevo con el recién nombrado vicepresidente Ford, sustituto del corrupto Agnew.

Breznev y Nixon
Breznev y Nixon

El 8 de agosto de 1974 anunció que, aunque le parecía "algo aborrecible" había decidido anteponer los intereses del país y abandonar la presidencia. A la mañana siguiente se despidió del personal, desplegó sus brazos en el más patético signo de la victoria jamás visto y despegó en su helicóptero rumbo a su casa californiana de San Clemente.

Cuando el aparato se perdió en el horizonte, el nuevo secretario de Defensa James Schlesinger extrajo su pipa de la boca y cuando se disponía a regresar a su oficina del Pentágono se topó con el cocinero de la Casa Blanca. Le preguntó qué pensaba hacer. "¿Yo? Preparar la comida del nuevo presidente". Pensó que esa respuesta era también la suya.

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Los Estados Unidos no vivían bajo una Monarquía, pero sí bajo una 'Presidencia Imperial'. Dar por muerto a un emperador antes de tiempo era algo más sencillo de decir que de ejecutar. El perdón incondicional que Ford le otorgó al cabo de un mes acrecentó aun más la sensación de que una crisis muy profunda se había cerrado en falso.

Nixon dedicó los veinte años que le quedaban de vida a tratar de justificarse y reivindicar su legado. Escribió miles de páginas en una decena de volúmenes, pero todas quedan condensadas en el diálogo que mantuvo con el periodista británico David Frost en la última de una serie de entrevistas fruto de un sustancioso contrato. Nixon hablaba con nostalgia de Haldeman y Erlichman.

-Me corté los dos brazos y no soy un buen carnicero. Siempre he mantenido que lo que ellos hicieron, lo que todos hicimos, no era delictivo. Mire usted, cuando estás en el poder a veces hay que hacer cosas que no son, en el estricto sentido de la ley, legales, pero las haces por el interés superior de la nación.

-¿Está usted diciendo que el presidente puede hacer algo ilegal?

-Estoy diciéndole que cuando el presidente lo hace, eso significa que no es ilegal.

El "¿Perdone?" No le he entendido bien…" de Frost continúa flotando en el éter desde entonces.

Uno de los más recientes biógrafos de Nixon, Tim Weiner, le presenta como "un gran malvado", en el sentido en que esa definición se aplicaba a Cromwell: un hombre tan grande como malvado.

Gerald Ford
Gerald Ford

Tales eran sus aptitudes para la representación pública y la acción política que, ya en el 58, Martin Luther King dijo, cuando le trató como vicepresidente de Eisenhower, que "si Richard Nixon no es sincero, es el hombre más peligroso de América".

Podríamos decir que lo clavó porque su caída supuso el final de la inocencia de la opinión pública sobre la conducta de los inquilinos de la Casa Blanca. Aunque entre sus sucesores ha habido de todo, las mentiras de Reagan sobre el escándalo Iran-Contra, las de Clinton sobre su relación con Monica Lewinsky, las de George W. Bush sobre las "armas de destrucción masiva" en Irak o las de Trump sobre el "robo de las últimas elecciones" parecen todas extraídas de la caja negra de Watergate.

Y si hay un símbolo de la decadencia de los Estados Unidos en el siglo XXI, de la degradación del poder de Washington, del deterioro de la fascinación que ejercía la 'capital del mundo libre' es este mismo Hotel Watergate.

Tras una década cerrado y con los edificios anexos degradándose —aún vivían en ellos personalidades como el senador Dole o la magistrada Ruth Bader Ginsburg— el hotel fue reabierto en 2016 por una compañía canadiense con el poderoso guiño de que sus clientes iban a encontrar "un lujo de escándalo".

Es verdad que la decoración de Ron Arad es suntuosa y las vistas al Potomac privilegiadas, pero por detrás y por debajo no es oro todo lo que reluce. El presunto restaurante de lujo Kingbird sirve poco más que comida basura, ocho de cada diez veces el personal de recepción no coge el teléfono y algunos de sus miembros ni siquiera son capaces de hacer correctamente un cargo con una tarjeta de crédito extranjera.

Si el caso Watergate fue un "ratería de tercera" —y en eso habría quedado sin el odio, megalomanía y manía persecutoria de Nixon—, bien podríamos decir que el hotel que le dio su nombre es hoy "un cinco estrellas de tercera". Sería una tragedia para la causa de la democracia en el mundo que Estados Unidos se estuviera convirtiendo también en una "gran potencia de tercera".

Pedro J. Ramírez, director de El Español.

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