Regreso al progreso

Incluso antes de que Leo Strauss cuestionase el término, el progreso había criado mala fama. Sonaba a ingenuidad ilustrada apoyada en un automatismo optimista, que inyectaba en el decurso histórico las funciones salvíficas anteriormente reservadas a la Providencia divina. A trancas y barrancas, todo debe avanzar hacia lo mejor: es una rueda de molino difícil de tragar, sobre todo para quienes han padecido los avatares del siglo XX. Sin duda el conocimiento científico y sus aplicaciones tecnológicas mejoran gradualmente, pero tanto en sus logros beneficiosos para la industria y la comodidad humanas como en sus potencialidades destructivas. Los derechos humanos han sido proclamados internacionalmente sobre los holocaustos de dos atroces totalitarismos, pero siguen careciendo de recursos internacionales de garantía y son más retóricamente predicados que eficazmente defendidos en gran parte del mundo. La noción de "modernidad", que para algunos equivale a progreso, envuelve en demasiadas ocasiones el simple despliegue arrollador de las conveniencias de un capitalismo que maximiza beneficios pero se desentiende de las efectivas mejoras sociales para la mayoría. Oímos vocear lo que como beneficio de algunos se consigue pero se silencia o minimiza lo que pierden tantos en riqueza de convivencia o de protección ante los abusos plutocráticos. Etcétera... para qué seguir.

Sin embargo, purgado de automatismos y dotado de voluntad política, el término progreso tiene pertinencia como ideal. El progreso no es un destino en el que se cree, sino un objetivo ilustrado al que se aspira y hacia el que se lucha por avanzar, en la incertidumbre de la realidad histórica. Será progreso cuanto favorezca un modelo de organización social en el que mayor número de personas alcancen más efectivas cuotas de libertad: es decir, son progresistas quienes combaten los mecanismos esclavizadores de la miseria, la ignorancia y la supresión autoritaria de procedimientos democráticos. Hablando el lenguaje que hoy resulta más próximo e inteligible, la sociedad progresa cuando amplía y consolida las capacidades de la ciudadanía. Ser progresista es no resignarse ni conformarse con las desigualdades de libertad que hoy existen, sino tratar de superarlas y abolirlas. Y es reaccionario cuanto perpetua o reinventa privilegios sociales, descarta los procedimientos democráticos en nombre de mayor justicia o mayor libertad de comercio, propala mitologías colectivas como si fuesen verdades científicas, etcétera...

En la interpretación política actual creo que el eje progresista-reaccionario tiene mayor capacidad movilizadora que la tradicional división entre izquierda y derecha. No se trata de que ya no existan izquierdas o derechas, como se dice a veces. Esta división sigue siendo operativa, siempre que no se absolutice, es decir, que no se pretenda la hemiplejia social de abolir la mitad complementaria. En el reparto de la intencionalidad política es necesaria la visión que prima los espacios y servicios públicos, la redistribución y la protección social tanto como la que estimula la iniciativa individual junto a los derechos adquiridos de propiedad. De la pugna leal entre ambos polos surge la vitalidad comunitaria. Pero ni los unos ni los otros tienen la exclusiva de las virtudes sociales: ni los unos monopolizan la justicia ni los otros monopolizan la libertad. Y desde luego tanto desde la izquierda como desde la derecha pueden venir propuestas progresistas o esclerotizarse cautelas o imposiciones reaccionarias. Por eso resulta quizá este último índice el más inspirador para quien no se aviene sencillamente a la militancia ciega en las formaciones políticas tradicionales.

Respecto a la noción de progreso existe un acrisolado prejuicio que lo liga a la política de izquierdas (simétrico al que llama "modernización" a cuanto aligera de trabas de protección social para facilitar la extensión del capitalismo internacional). Pero cuando se hace inasumible la vinculación entre progreso e izquierda, como en los totalitarismos comunistas, se decreta que allí no se trata de una izquierda "verdadera". Sin embargo, Stalin era de izquierdas, qué otra cosa podía ser, aunque también profunda y radicalmente reaccionario. Y los gerifaltes del comunismo español que disfrutaban de la hospitalidad de Ceaucescu o Kim Il Sung se portaban como correctos miembros de la izquierda aunque también como cómplices de los gobiernos más reaccionarios de la época. Aún no hace mucho, en nuestro Parlamento, se presentó una moción para solicitar a la dictadura cubana que liberase a sus presos políticos: sólo tres partidos de derechas -PP, PNV y CIU- adoptaron la actitud progresista de apoyarla, mientras que los grupos de izquierda se unían para rechazarla con reaccionario entusiasmo. Etcétera...

Uno de los más notables enigmas de la actual política española al constituir los consistorios de ayuntamientos o comunidades autónomas es el empeño en llamar "gobierno de progreso" a cualquier combinación que incluya a nacionalistas y partidos de izquierda, con tal de que excluya al PP. Es difícil imaginar por qué regla de tres semejantes contubernios pragmáticos -sin duda muy convenientes para los intereses particulares de quienes los protagonizan- representan un "progreso" para todos los demás. No soy de los que ven el futuro de un radiante color de rosa, pero aceptar que el país "progresa" hacia Javier Madrazo o Joan Tardà me parece francamente un pesimismo excesivo. Y ¿por qué diablos va a ser "progresista" que los socialistas formen gobierno en Navarra con NaBai, ese indudable frente nacionalista, con el que poco deberían tener que ver? A no ser que estén intentando retomar alguna de las cochinadas que tenían medio apalabradas el pasado noviembre con Batasuna y el PNV. Por cierto, ya vamos sabiendo cuál era el lema más despótico que ilustrado de las falsamente negadas negociaciones del aún más falsamente llamado proceso de paz: "todo para ETA pero sin ETA". Pues bien, de progreso nada. La tradición nacionalista, separatista y disgregadora, es uno de los dos chancros reaccionarios que infectan el desarrollo democrático español desde el siglo XIX (el otro es el tradicionalismo clerical, que también sigue tristemente vigente como demuestra la polémica en torno a la Educación para la Ciudadanía). Nada hay de progresista en romper la igualdad legal o fiscal del Estado de Derecho ni en fórmulas de inmersión lingüística educativa y social que no sólo atropellan la lengua materna de los castellano hablantes sino que también amenazan la necesaria existencia de una lengua política común (véase Appiah, La ética de la identidad, ed. Katz), indispensable para el funcionamiento de una comunidad democrática plural. Este último abuso (negado con desfachatez por los cuentistas de turno, ya saben ustedes) es tan avasallador y dañino que sólo el desinterés de la mayoría de la población por cuestiones educativas y culturales explica que no haya una sublevación cívica masiva contra tales prácticas.

La izquierda devalúa la noción de progreso cuando la esgrime legitimadoramente en casos tan inverosímiles. Lo cual no deja de volverse a veces contra ella: Madrid ha pasado a ser -en su Ayuntamiento y su Comunidad- de "rompeolas de todas las Españas" a rompepelotas de todas las izquierdas, entre otras sutiles razones que los analistas estudian, porque en esta capital se han refugiado muchos de los damnificados por "gobiernos de progreso" periféricos que no están dispuestos a colaborar con su voto en la repetición de nada ni remotamente parecido. En el futuro inmediato, con una situación económica de bonanza decreciente y gran parte de la población acosada por la voracidad del Euribor como Baskerville lo fue por el célebre sabueso infernal, no serán los que llamen progreso a dificultar aún más las cosas segmentando estatutaria e insolidariamente los mercados o estableciendo barreras lingüísticas quienes van a conquistar la simpatía de los votantes... Y si no, al tiempo.

Algunos creemos que un enfoque progresista de la política sigue teniendo hoy sentido: es decir, que no compartimos la pataleta de quienes por indignación con los reaccionarios de izquierda se hacen reaccionarios de derechas o viceversa. Más bien se trata de buscar planteamientos de progreso que escapen al mero maniqueísmo partidista: quizá hoy se esté intentando también algo parecido en el nuevo Gobierno francés y en otros espacios de la Unión Europea. Merece la pena intentarlo en España, no como mera cuestión de debate académico, sino en el terreno de la representación parlamentaria: en ello estamos.

Fernando Savater es catedrático de Filosofía de la Universidad Complutense de Madrid.

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