Regular la globalización

En los últimos meses, la prensa mundial -así como significativos economistas y empresarios occidentales- han empezado a expresar en artículos, entrevistas y libros su preocupación, cuando no su alarma, ante las múltiples crisis que están azotando el mundo y no sólo en Occidente. También en los llamados países emergentes.

Estas múltiples crisis tienen su epicentro en Estados Unidos, que si ha sido hasta ahora la superpotencia hegemónica del mundo, empieza a dar señales de poder perder tal condición: crisis financiera, con las perturbaciones bursátiles; monetaria, dada la inimaginable caída del dólar, moneda de referencia mundial que no deja de perder valor en relación con el euro y con el yuan; económica, que dio comienzo con la burbuja inmobiliaria y sus efectos en los créditos en los Estados Unidos (hipotecas subprime); crisis social, con el creciente desempleo, el aumento en vertical del coste de vida y el malestar de amplias capas de la población, que está extendiéndose a la Unión Europea; crisis energética, que afecta a todos los países, excepto a los grandes productores, con el petróleo rozando los 120 dólares por barril; crisis alimenticia, con la escasez y la subida repentina del precio de los alimentos esenciales (cereales, carne, leche, huevos, arroz, etcétera), que anuncia para los países más pobres una ola de hambre, incontrolable acaso; crisis de valores, con la desaparición de los principios éticos en las relaciones sociales y políticas; y, finalmente, crisis planetaria, con la destrucción de los equilibrios ecológicos básicos en la tierra y en los océanos, la disminución de la biodiversidad, la creciente desertificación, la deforestación y las alteraciones climática, provocadas por el agujero de ozono y por el efecto invernadero.

Todas estas crisis, cada una de por sí, son de una enorme gravedad. Como es sabido, algunas llevan anunciándose bastante tiempo. Pero es ahora cuando confluyen y se interrelacionan, con efectos desastrosos, llamando a la puerta de los países más desarrollados y ricos, empezando por los Estados Unidos. Da realmente la impresión de que el coloso americano está llegando al final de un ciclo y puede perder su antigua hegemonía, con todas las perversas consecuencias que de ello se derivarían.

Se ha dicho que los países emergentes podrían escapar a las crisis que se anuncian, y China especialmente, país del que algunos comentadores llegaron a pronosticar, dada su excepcional tasa de crecimiento, que se convertiría en la potencia dominante de mediados del siglo XXI. Yo no lo creo... Entre los llamados países emergentes, tal vez pueda ser uno de los más afectados, dado el volumen de su población y el rígido sistema comunista que, a nivel político, sigue siendo dominante. A pesar de que no se conoce bien lo que ocurre dentro de sus fronteras, se sabe que ha habido revueltas en las zonas rurales y que se da un malestar latente entre las élites culturales y científicas. Son señales ineludibles de la fragilidad del régimen... Veremos qué ocurrirá con los Juegos Olímpicos, que para algunos pueden recordar a los de Alemania en 1936...

La situación más grave, en cualquier caso, se localiza por ahora en Estados Unidos. Nadie duda, a estas alturas, de que la Administración Bush -y las guerras en Irak y en Afganistán con la desestabilización que han provocado en Oriente Medio y en el universo islámico- ha amplificado las crisis a las que se enfrenta, si es que no se halla en su origen. El descrédito de la política americana en el mundo y la pérdida de su antigua hegemonía, a todos los niveles excepto el militar, son indiscutibles.

Con todo, la era de Bush está llegando a su fin, sin gloria alguna, con el presidente sumido en el descrédito y la impotencia. El mundo está centrado ahora en las elecciones que tendrán lugar dentro de seis meses y que serán decisivas, no sólo para Occidente sino también para el mundo entero. ¡Se siente la falta de un nuevo Franklin Delano Roosevelt! Obama, el candidato que mejor comprende la necesidad de cambios, que, necesariamente, implican una ruptura con el sistema, a pesar de la simpatía que despertó en la opinión pública mundial y del dinamismo que desencadenó entre la juventud y los intelectuales, está siendo sometido a un terrible fuego de contención que proviene, curiosamente, de sectores contradictorios entre sí de la sociedad americana, a los que les cuesta comprender que únicamente una ruptura profunda con el statu quo puede salvarlos.

El neoliberalismo, por otra parte, ha entrado en quiebra. A semejanza con cuanto ocurrió en la antigua Unión Soviética, estalló corroído por sus propias contradicciones. Y la Unión Europea está empezando a sentir los efectos de la crisis múltiple que proviene de Estados Unidos, en plena situación de impasse político y estratégico, que la hace incapaz de reaccionar.

¿Cómo podrá la señora Merkel, europeísta convencida, impulsar la construcción europea, ante ese nefasto triángulo cuyos vértices son Brown, Sarkozy y Berlusconi? Sólo un movimiento generalizado de las opiniones públicas europeas puede presionar a los gobernantes europeos con el fin de imponer la regulación de la globalización y cierta racionalidad estratégica en la economía y en la política.

Hace 40 años, por estas fechas, vivimos la revuelta estudiantil y obrera de Mayo del 68, inesperada en sus perfiles, que hizo temblar a De Gaulle y supuso un gran impulso para la emancipación de las personas. La historia nos ofrece sobresaltos, así que estimulan el progreso. No perdamos la esperanza.

Mário Soares, ex presidente y ex primer ministro de Portugal. Traducción de Carlos Gumpert.