Rehacer las democracias, repensar lo común

En la calma relativa que viene a caracterizar la política durante el mes de agosto y los primeros días de septiembre, cuando los presidentes, ministros y parlamentarios aún están volviendo de vacaciones, emergen por lo general en los periódicos ya sea esas típicas temáticas banales -que parecerían adaptarse a rellenar las páginas sin provocar daño alguno-, ya sean cuestiones de más largo alcance y actualidad, a las cuales se puede recurrir con la seguridad de suscitar un interés considerable. De este último género parece resultar, para la mayoría de los periódicos europeos de prestigio, la insistencia mostrada en retomar la polémica sobre Chávez y los regímenes populistas latinoamericanos.

Primero se organizó un gran revuelo alrededor del cierre de una televisión privada venezolana, que, no obstante, había sido decidido por el Gobierno en perfecta observancia de las leyes vigentes. Más recientemente, se ha hablado de la intención de Chávez de cambiarle el nombre a Caracas, sustituyéndolo por uno más antiguo de origen indígena, de su decisión de cambiar la hora legal venezolana con el fin de optimizar el uso de la luz diurna aprovechando o ahorrando energía y, finalmente, del proyecto de modificar la constitución, que habría de permitir a Chávez ser reelegido más allá de los límites actualmente fijados por el número de mandatos permitidos.

A propósito de este último asunto hay quienes nos han recordado cómo en Estados Unidos, durante los últimos años, se han venido sucediendo en la Casa Blanca distintos miembros de una misma familia, la de los Bush, a la cual amenaza con sustituir otra dinastía concurrente: la de Bill Clinton y su esposa, que presidirá probablemente el Gobierno tras las siguientes elecciones.

Resulta verosímil además que vaya a ser votada, como es de imaginar de acuerdo con la estadística regular, por menos de un cuarto de la población estadounidense, dado el bajo porcentaje de electores que habitualmente participan en las votaciones presidenciales. Esto con la diferencia -a favor de Chávez-, de que la constitución venezolana prevé la posibilidad de revocar al presidente en curso de mandato mediante un referéndum popular. Si en EEUU existiese cualquier dispositivo semejante a Bush lo habrían mandado a su casa hace ya tiempo.

Pero la cuestión a destacar estriba en lo siguiente: en cómo siguiendo un esquema bastante tópico, cosificado por la opinión pública democrática de Occidente -ayudada a orientarse, por otra parte en esto y de diversos modos, por conspicuas financiaciones de la CIA y organismos análogos-, toda revuelta proveniente de esos gobiernos canallas que se atrevan a poner en discusión la hegemonía económica, ideológica y hasta moral, de Estados Unidos, viene a ser utilizada de inmediato para poner en guardia a la gente respecto del peligro que supone cualquier forma de consolidación del socialismo en el mundo latinoamericano. Cualquier consolidación de toda forma de socialismo que sea capaz de resistir la expansión del modelo democrático norteamericano. En Italia lo escribimos con «K»: «AmeriKano» para subrayar su específica negatividad; quizá estaría bien adoptar esa grafía peyorativa como ya hacen muchos... En nombre de tal expansión EEUU adopta, por su parte, ya sea la vía de las armas (bombardeando Irak, Afganistán, etcéceta, en nombre del «derecho natural» de cualquier pueblo a tener la democracia) ya sea la vía de la persuasión mediática, pretendiendo que en todo aquel lugar del mundo en el que no hay campañas electorales destinadas a hacer vencer a quien ha sido capaz de reunir más dinero (como es sabido que ocurre en el caso de Clinton, por ejemplo) reina un populismo librado a las masas, que serán responsables de maniobrar a favor de dictadores sin escrúpulos.

Lo que domina la escena para la mentalidad occidentalista, frecuentemente configurada por los medios de comunicación norteamericanos y europeos, es así una absoluta incomprensión, en nada inocente, de lo que están intentando hacer en países como la Venezuela de Chávez, la Bolivia de Morales, y antes, la Cuba de Castro. Una absoluta incomprensión de lo que están buscando y haciendo en tales países para instaurar regímenes democráticos, libres del chantaje del poder económico interno e internacional.

Hablando sinceramente, no creo que sea posible hacer creer a un elector italiano, francés, o hasta norteamericano, que el sistema electoral de sus respectivos países -con listas decididas por las burocracias de los partidos, y sujeto de cabo a rabo: desde el comienzo hasta el final del perseguido éxito electoral, por el poder de la cantidad de dinero que partidos y candidatos consigan meter en la campaña- de las mayores garantías liberales y democráticas que ofrecen Cuba o Venezuela en cuanto al modo que tienen de elaborarse allí las listas de los candidatos. Pues éstas se construyen de acuerdo con una selección operada por comités de base que las discuten y deciden, además, públicamente. Lo cual comporta sin duda el riesgo de sufrir presiones personales y de grupo, pero siempre según una lógica de carácter más político que económico, por mucho que también ésta se exponga, desde luego, a cierta corrupción.

Está claro que se puede no desear la importación para nuestros países de constituciones del tipo venezolano o cubano, pero resultaría demasiado irracional, incluso para los defensores de la democracia de tipo occidental, no darse cuenta de que son justo nuestros regímenes presuntamente democráticos los que se asfixian por el creciente desinterés de los electores en la participación política; los que se ahogan por la general resignación a vivir dentro de los confines de una determinada compatibilidad (con las exigencias del imperio americano, con las reglas del libre mercado, etcétera). Unas exigencias que amenazan con conducir en breve hacia marcadas formas de autoritarismo y de control generalizado (también aquí Bush ha de servirnos de muestra o contraejemplo); hacia la extenuación de los recursos planetarios y hacia la guerra infinita contra un terrorismo que se nutre precisamente de sus desastrosos «daños colaterales».

Si se lee a un politólogo como Roberto Mangabeira Unger, que no es para nada sospechoso de antiamericanismo a la vista de cómo ha desempeñado durante muchos años su puesto de profesor en Harvard, uno se da cuenta de que, incluso para el funcionamiento de una democracia «formal» como la nuestra, resulta necesaria la presencia eficaz de organismos de base mucho más parecidos a los comités de barrio, las comunidades de vecinos o las «misiones» de Chávez, que a nuestras cada vez más vacías e inexistentes secciones de partido. En el lenguaje del socialismo originario estos organismos se llamaban soviet. Un término que ya no podemos adoptar por buenas razones. Y sin embargo, ¿acaso no vendría a cuento ahora repensar su significado, de un modo menos sectario, y hasta con otras palabras?

En efecto, en una sociedad en la que internet tiende a poner todo en «común» -incluso la vigilancia de nuestras vidas a través de determinados sistemas de intercepción «universal» de mensajes- ya no es posible pensar la distinción entre lo público y lo privado en términos tradicionales y se abre paso la idea de «lo común», ni privado ni estatal, que está a disposición de todos: como el agua y el aire limpio que tienden a ser bienes «comunes» de este tipo, incluso en el orden capitalista en el que todavía estamos.

Por eso quizá hoy, cuando en nuestras sociedades de la comunicación brotan ciertas formas de cultura comunitaria que podrían debilitar la burocratización de los partidos y de las estructuras estatales, que antes sofocaban a las configuraciones socialistas, se puede poner en común más información y democratizar muchas decisiones de interés general. Por ello, en un contexto semejante parece precisamente preferible -a favor de preservar la libertad y estimular la participación- que el consejo ciudadano se implique en primera persona en la dirección de la cosa pública.

El pensamiento posmoderno que se remite a la hermenéutica de Nietzsche y Heidegger, ha situado tales problemas en el centro del debate multicultural. Por la vía debolista que yo defiendo ha venido trabajando a fondo la apertura que puede ayudarnos a interpretar otras formas de vida individual y común que están menos centradas en el sujeto y sus propiedades. También a despedirnos de cualquier «revolución» que pretenda crear un nuevo orden -establecido y formalizado rígidamente- en vez de disponernos a preparar, con tanta ironía y anarquía como exige la complejidad de nuestros mundos, nuevas formas de existencia comunitaria, solidaria y democrática, de acuerdo con el diferente contexto histórico y geopolítico de su efectiva libertad.

Desde algunos de estos puntos de vista quizá el nuevo socialismo latinoamericano, y la actual Venezuela de Chávez, tengan ahora algo más que decir al cansado occidente democrático que sea capaz de no rechazar hipotecadamente su diferencia en base a oscuros prejuicios.

Gianni Vattimo, filósofo y político italiano. Traducción de Teresa Oñate, catedrática de Filosofía de la UNED.