Reino Unido frente a Europa

El primer ministro británico, David Cameron, anunciará en breve la celebración de un referéndum sobre la permanencia del Reino Unido en la Unión Europea, después de 2015, si es reelegido, y una vez se haya negociado una relación menos estrecha con la Unión.

Para los partidarios de que el Reino Unido siga siendo miembro es un referéndum envenenado. La crisis del euro ha hecho caer en picado el atractivo de la integración europea. Además, los avances hacia la unión económica por parte de los países de la eurozona empujan al Reino Unido hacia una posición marginal en la que no es fácil que se sienta cómodo. Según las encuestas, más de la mitad de los británicos están a favor de abandonar la Unión. Los tabloides más vendidos, The Sun y The Daily Mail, son ruidosamente hostiles a Bruselas. Entre los periódicos más serios, The Times y The Daily Telegraph también son euroescépticos. El euroescepticismo es cada vez más beligerante, mientras que el europeísmo se bate en retirada.

Las relaciones con el resto de Europa no han sido nunca en el Reino Unido un tema exento de debate. Basta mirar los libros de historia para comprobarlo. Ni la llegada de las legiones romanas al comienzo de la era cristiana ni la invasión normanda en el siglo XI son objeto de una valoración unánime, ni mucho menos. Más adelante, las circunstancias en que tiene lugar el nacimiento del anglicanismo y los enfrentamientos recurrentes entre anglicanos y católicos son también un reflejo de las difíciles relaciones con el continente. Está en juego —entre otras muchas cosas— la sumisión o no de los monarcas británicos a una autoridad exterior, la del Papa.

A esta complejidad histórica de las relaciones, potenciada por la insularidad, se suman las circunstancias en las que nace el proyecto comunitario y la diferencia de lo que éste supone a un lado y otro del Canal de la Mancha. Para los seis miembros fundadores, el Mercado Común nació con un valor añadido de incalculable valor: la paz. Para España, igual que para Portugal o Grecia, el ingreso comportó el anclaje democrático y la prosperidad económica. Para los nuevos miembros de Europa Central y Oriental, significó un importante factor de seguridad, de estabilidad democrática y de prosperidad económica.

Para el Reino Unido, en cambio, el ingreso no entrañó ningún valor añadido de entidad comparable. La democracia británica estaba más asentada que en cualquier otro país del mundo. Su economía era de las más prósperas. Las sempiternas rencillas europeas le afectaban en menor grado que a otros países, ya que las guerras se libraban en el continente o en el mar, pero no en suelo británico. Para la mayoría de los que lo defendían, el ingreso era la opción menos mala. Nada más. Dicho de otra manera: para la inmensa mayoría de los Estados miembros, el nacimiento de la Unión, o el ingreso, fue un éxito en si mismo. Para el Reino Unido, en cambio, supuso una capitulación.

Ante cada avance hacia la integración, la respuesta británica ha seguido siempre fases parecidas: 1) no querer saber nada; 2) decir que era inviable; 3) negarse a participar y 4) sumarse de mala gana para tratar de conducirlo desde dentro. Con el euro, la reacción británica se detuvo en la tercera fase. Es difícil hallar una cuestión como la europea en la que tanta gente haya cambiado de opinión en un momento u otro. A lo largo de los cincuenta años en los que, en palabras de Hugo Young, “el Reino Unido luchó para intentar reconciliar el pasado que no podía olvidar con el futuro que no podía evitar”, las conversiones han sido continuas y ningún dirigente británico, salvo Edward Heath, ha tenido una posición nítida sobre el proyecto europeo.

Harold Wilson accedió al liderazgo laborista con unas sólidas credenciales antieuropeas, pero luego como primer ministro propuso el ingreso y en 1975, en su tercer mandato, sometió la permanencia a referéndum. El ganó por el 66%. Margaret Thatcher hizo campaña en el referéndum a favor del y, una vez en el poder, apostó firmemente por la creación del Mercado Único, pero más tarde fue adoptando posiciones cada vez mas euroescépticas. Perdió el liderazgo conservador en buena parte a causa de ello, ya que la línea mayoritaria de su partido era entonces europeísta. Tony Blair se presentó a sus primeras elecciones como diputado en 1982 defendiendo un programa laborista que proponía la salida, pero cuando llegó al poder se declaró profundamente europeísta y siguió la línea más pro-europea desde el ingreso del Reino Unido en 1973.

Hasta hace muy poco había dos ideas que gozaban de un apoyo mayoritario entre los británicos. La primera era que era mejor estar dentro de la Unión que fuera. Fuera, el Reino Unido podría acabar siendo para la Unión lo que Canadá es en relación con Estados Unidos, o peor, lo que Noruega es en relación con la Unión Europea (un Estado independiente que goza de todas las ventajas económicas de la Unión, a cambio de estar sometido a las normas de Bruselas sin disponer de un asiento en la mesa donde se toman las decisiones). La segunda es que no era deseable que Bruselas primara sobre Westminster. Para muchos británicos, la soberanía del Parlamento británico es intocable. Quieren estar sometidos a normas aprobadas por sus diputados, no por Bruselas ni por unos europarlamentarios que a su juicio responden de una forma demasiado indirecta ante los electores.

Estas dos ideas fueron recogidas hace años en un eslogan del partido conservador —In Europe but not run by Europe, es decir, sí a Europa pero sin estar sometidos a Europa— que tuvo gran éxito, porque sumaba en una sola frase las aspiraciones de la mayoría a favor de la pertenencia a la Unión y las de los que se oponen a la autoridad de las instituciones de Bruselas. Pero estas aspiraciones no son fácilmente conciliables. ¿Cómo disfrutar de los beneficios de la integración europea y conseguir que la Unión contribuya a la defensa de los intereses del Reino Unido en el mundo y a la prosperidad y bienestar de los ciudadanos británicos, sin someterse a las reglas europeas y a la autoridad de Bruselas? No es posible beneficiarse del mercado único sin respetar sus normas, y las normas han de ser acordadas entre todos.

Aunque la crisis ha erosionado mucho el apoyo del que goza hoy la idea de que es mejor estar dentro de la Unión que fuera, el debate es extraordinariamente vivo, con la altura y la riqueza de matices que caracterizan a la política británica. Muchos continúan creyendo que una relación más estrecha con el resto de Europa es la respuesta lógica a la globalización, a la competencia de los nuevos países emergentes, al terrorismo internacional y al cambio climático. Pero para otros el núcleo de la identidad británica no es compatible con una mayor integración con el resto de la Unión. Para complicar más las cosas, no son pocos los que suscriben en mayor o menor grado ambas ideas a la vez, y que en consecuencia se debaten entre el europeísmo y el euroescepticismo según las circunstancias.

El Gobierno británico se halla en una situación muy difícil. El recuerdo de la caída de Margaret Thatcher y de las destructivas batallas internas de la época de John Major a cuenta de Europa pesa en el ánimo de todos. La mayoría de los diputados tories son euroescépticos. El distanciamiento británico a causa de la crisis del euro alimenta la desafección. La presión para la celebración de un referéndum es muy alta. La posibilidad de convocarlo para proponer el no es impensable. Pero en las actuales condiciones el Gobierno tampoco se ve capaz de ganarlo si pide el sin más.

David Cameron ha optado por un camino intermedio: tratar de recuperar competencias para establecer una relación menos estrecha con la Unión y convocar un referéndum para ratificarla. Pero se trata de un camino erizado de peligros, tanto para el Reino Unido como para el resto de la Unión, que tiene mucho que perder. Recuperar competencias cedidas por un tratado no es cosa fácil y los refrendos, como es sabido, los carga el diablo.

Carles Casajuana ha sido embajador de España en el Reino Unido.

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