Reino Unido: molestias sin fin

Si con los acuerdos alcanzados en la Nochebuena acabáramos con las molestias ocasionadas por la presencia del Reino Unido en el seno de las instituciones europeas, sería motivo para brindar. Pero solo en parte es así porque, como ha reconocido el presidente del Consejo Europeo, «el proceso no ha terminado».

Recordemos. Los señores británicos pidieron la incorporación a las Comunidades Europeas en 1961, conscientes de su importancia política pero acompañaron, ya entonces, su demanda de reticencias nada disimuladas. Hay que tener en cuenta que Gran Bretaña había comprado barato en los países de la Commonwealth por lo que la política agrícola común les parecía un estorbo, razón para pedir una transición larga para su campo y un régimen privilegiado para todo aquello que viniera de las antiguas colonias. Los conservadores en el poder, con Macmillan a la cabeza, nunca lo acabaron de ver claro y los laboristas plantearon sus exigencias sin muchos miramientos: mantenimiento de la planificación económica, política social propia y libertad comercial con los países de la EFTA (Suiza, Noruega, Islandia …).

Estas resistencias son las que cogió al vuelo el general De Gaulle, obstinado en enarbolar la bandera de la defensa autónoma de Europa. Una posición que colisionaba con la política de Macmillan quien mantenía relaciones rendidas con el Gobierno de EEUU al que por aquellos días compró unos cuantos submarinos para dejar clara su preferencia por reforzar los vínculos militares más allá del Atlántico con el presidente Kennedy.

La imagen, extraída de la Antigüedad, estaba servida para el ilustrado De Gaulle: Inglaterra sería en Europa el caballo de Troya de los intereses norteamericanos. En su panza se cobijarían tales intereses más lo de los países de la EFTA con lo que se desnaturalizaba el proyecto europeo. La conclusión es conocida: el general vetó la presencia del Reino Unido el 14 de enero de 1963. Y para dejar aclarado que no se rendía ante el coloso americano, estableció relaciones diplomáticas con China, censuró los bombardeos en Vietnam e hizo manitas con Kruschov y con Breznev.

Pasó el tiempo. Llegaron al poder británico Edward Heath y, después, el laborista Harold Wilson. A ambos, el deterioro de la situación económica contribuyó a aclararles las ideas: no era descabellado volver a la mesa de negociación con los europeos. Estamos a principios de 1967 y en la primavera Wilson consiguió el respaldo mayoritario del Parlamento aunque tal decisión llevaba un torpedo dentro: el manifiesto de más de 70 diputados laboristas contrarios al proyecto europeo porque impediría «edificar el socialismo» en Gran Bretaña.

El Gobierno, insensible a esta extravagancia, formalizó su petición, avalada por el hecho de que varios países de la EFTA hicieron lo propio (Dinamarca, Irlanda y Noruega). De Gaulle no se dejó impresionar y el 27 de noviembre de 1967 reiteró su veto: la economía británica no estaba preparada, el Reino Unido no quería suscribir la legislación comunitaria y además el atlantismo británico era incompatible con la Europa preconizada por Francia. Pero el general que preservó a Europa de la impertinencia británica desapareció de la escena política poco después y su sucesor, Pompidou, veía el panorama con otras gafas. Por eso en 1970 se reiniciaron las negociaciones y por eso en 1973 la Europa de los Seis se convirtió en la Europa de los Nueve.

¿Tranquilizado el panorama? En absoluto. Cuando ganaron los laboristas de Wilson las elecciones en 1974, teniendo en cuenta la división existente en el seno del partido, empezaron a hablar de la «renegociación del Tratado de Adhesión». La sangre no llegó al río porque, en el referéndum convocado por el Gobierno, los ciudadanos respaldaron su pertenencia a Europa (67% de votos favorables). Parecía que las velas de la nave se henchían de viento favorable y así se llega a acuerdos relevantes, entre ellos, el diseño de un Parlamento europeo que sería elegido por sufragio universal (1979). Pero, ay, las alegrías a veces duran poco pues es en ese mismo año cuando la señora Thatcher llega al poder convencida de que el país que los electores habían puesto en sus manos pagaba demasiado a Europa. Surge el cheque británico, una compensación para sus compatriotas basada en esta solidaria reflexión: la política agrícola común era un dispendio que beneficiaba a algunos pero a ellos les perjudicaba.

A partir de ahí, se ha ido edificando todo un rosario de exclusiones a las reglas comunes.

De manera que, incluso en los pactos esenciales, el Reino Unido, invariablemente, ha incorporado alguna precisión para orillar su cumplimiento íntegro. Y así, en el vigente Tratado de Lisboa, varios protocolos y declaraciones contienen excepciones al régimen general. Por ejemplo, al ser ajenos al euro, se prescinde de las reglas de la política monetaria asumiéndose tan solo un vago compromiso de «tratar de evitar un déficit público excesivo». El Reino Unido por supuesto no se integró en el espacio Schengen ni tampoco abrazó con plenitud el de libertad, seguridad y justicia que impulsa un régimen de cooperación en el control de fronteras, de asilo e inmigración, así como unas normas mínimas de cooperación judicial y policial. Es más, con relación a la Carta de Derechos Fundamentales de la Unión, el Reino Unido se ha agenciado excepciones significativas a su aplicación.

En el Parlamento Europeo ha sido frecuente que las enmiendas presentadas por los diputados británicos a los textos, acuerdos y demás estuvieran encaminadas a restar impulso a la integración y armonización de las legislaciones nacionales. Y, cuando tales enmiendas no prosperaban, el Gobierno inglés, solícito, presentaba recurso ante el Tribunal de Justicia con ánimo de obtener en la vía judicial lo perdido en la parlamentaria.

También el ejercicio de visitar los repertorios de jurisprudencia nos recuerda que el Reino Unido discutió la creación de la Agencia europea de seguridad de las redes de telecomunicaciones así como algunas competencias que se atribuyeron a la Autoridad europea de los mercados de valores y lo mismo hizo con la creación de la Agencia europea de cooperación de fronteras. En este ámbito de la seguridad, impugnó la regulación de los pasaportes y visados. Ídem respecto de los derechos de los trabajadores y la coordinación de regímenes de Seguridad social.

En fin, acudió a Luxemburgo para oponerse a los reglamentos de productos alimentarios; al sistema común del impuesto sobre transacciones financieras… e, incluso, algo tan ventajoso como el Mecanismo conectar Europa que impulsa las redes de carreteras, ferroviarias y de telecomunicaciones también ha encontrado su acción obstaculizadora, etcétera.

En estas llegó Cameron, es decir, llegó a Downing Street la ligereza enriquecida por el oportunismo. Y convocó el referéndum o el polvo del que han venido los lodos que ahora se trata de limpiar. Perdido para la causa europea por una insignificante mayoría y perdido abiertamente –según todos los estudios– entre los jóvenes. Ganado empero para la causa de una confusión gigantesca alimentada por el hecho de que nadie se ocupó de abrir los ojos a la ciudadanía acerca de las mentiras que propalaban Nigel Farage y compañía.

La experiencia nos permite una reflexión para España porque es una prueba de que el referéndum –salvo en ocasiones excepcionales– es un mecanismo capaz de alimentar, por su insoportable simpleza, las peores tergiversaciones. Es además el instrumento preferido por los dictadores (Franco no convocaba elecciones pero sí referendos). Pues bien, existen partidos políticos entre nosotros, y con vara alta en el Gobierno, que nos amenazan con dos referendos: uno sobre Cataluña; otro sobre la forma de Estado.

Saludemos el esfuerzo negociador de la UE y del Reino Unido, azuzado a última hora por los camioneros desesperados. Y aprendamos la lección del peligro que encierra poner en manos infantiloides y frívolas el juguete del referéndum.

Francisco Sosa Wagner y Mercedes Fuertes son catedráticos. Autores de varios libros referidos a Europa, entre ellos, Cartas a un euroescéptico (Marcial Pons, 2013).

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