Reino Unido no saldrá de la UE

Todo habrá sido en vano: llantos y lamentos, sacrificios y sufrimientos, pérdidas y perversidades, daños y demonios. Y al final de todo, el Reino Unido se quedará dentro de la Unión Europea.

Tal vez parece inoportuno o arriesgado proponer esta sugerencia -sea profecía misteriosa, o predicción deliberada- cuando el referéndum del Brexit ha sido tan claro, y tan evidente el clamor, entre las élites de Bruselas, para aprovechar la oportunidad de deshacerse de un aliado incómodo e inoportuno. Los candidatos a suceder a David Cameron, además, han renunciado terminantemente a cualquier intento de esquivar el resultado de la consulta. Hasta la candidata consagrada del mismo Cameron, Theresa May, prometió, cuando lanzó su campaña electoral ante el partido conservador, que "el país votó salir de la UE y eso es una obligación para el Parlamento y el Gobierno" y que "no se admitirá ningún intento de quedar en la Unión por la puerta atrás". En política, empero, la retórica no suele corresponderse con la realidad. Por supuesto, no hay que ir por atrás si la puerta principal sigue abierta. Existen razones -constitucionales, políticas y económicas- para pensar que, a pesar de todo lo dicho y hecho, el Brexit no se realizará.

Reino Unido no saldrá de la UEEmpezamos por los motivos políticos, ya que a fin de cuentas suelen ser más decisivos que la razón, los sentimientos y la ética. Digan los políticos lo que digan, su vocación es practicar el "arte de lo posible" y acaban sometiéndose a las realidades. La realidad actual es que no existe una mayoría en el Reino Unido que quiera salir de la UE. Ya estamos presenciando el espectáculo de una repugnancia pública y bastante generalizada contra la idea. Gran parte de los votos al Brexit eran votos de protesta, o aspiraciones ignorantes de conjurar un paraíso instantáneo, acabar con la austeridad, echar a los inmigrantes, o transformar tecnocracia en democracia como si fuera una infusión de café en pólvora. La desilusión ya se hace evidente. Se aumentará. Mientras el electorado se da cuenta de que las únicas consecuencias relevantes de un Brexit serán las de acentuar la austeridad y sustituir a inmigrantes extra-europeos por los actuales, todo entusiasmo brexitero se esfumará, salvo entre unos pocos nacionalistas entrañables y unos nostálgicos moribundos de flor marchita.

Será imposible, además, implementar un Brexit satisfactorio para constituyentes enormemente potentes: los escoceses, los irlandeses del norte, los londinenses y los jóvenes. Todos votaron a favor de la permanencia, con mayorías impresionantes en los casos de Escocia, de Londres y del electorado de menos de 40 años. Un partido que quiere mantenerse en el poder tiene que cortejar a estos sectores. El Gobierno actual, aunque tiene una mayoría parlamentaria absoluta, depende de los votos de representantes irlandeses para mantener la estabilidad y controlar a sus propios diputados revoltosos. Si pierde escaños en Londres en las próximas elecciones, su mayoría desaparecerá. Si no satisface a los escoceses, el independentismo resurgirá. Si enajena a los jóvenes, las expectativas en elecciones futuras se pondrán a prueba de fuego. (Gibraltar, en cambio, no plantea el mismo problema: es un territorio sui generis que no forma parte del Reino y puede mantenerse dentro de la Unión).

Las razones constitucionales que impiden el Brexit son aún más difíciles de superar que las puramente políticas, porque en un Estado de Derecho ningún populismo ni interés político -si existiera en el caso presente- podría eludirlas. Toda interpretación jurídica debe partir de dos supuestos: que el referéndum es, según la constitución británica, una consulta sin autoridad plebiscitaria; y que la Constitución es un laberinto de callejones sin salida y dispone de una maquinaria complejísima de tácticas dilatorias. Y la forma más fatal de denegar es demorar.

El primer gran obstáculo es la notificación oficial del propósito de salida que debe entregarse por parte del Gobierno británico a las instituciones europeas, antes de que se inicien las negociaciones formales que conduzcan al paso definitivo. La notificación se registra mediante la invocación del artículo 50 del Tratado de la Unión. Pero por ser una situación sin precedentes, nadie sabe cuál es la responsabilidad de autorizar tal invocación. Por tratarse de una medida de enorme resonancia constitucional, que afecta a los derechos de los ciudadanos, lo más probable es que para seguir conforme a la constitución el proceso debe iniciarse por el Parlamento. Pero no existe una mayoría legislativa a favor del Brexit. Ni es imaginable que se elija un Parlamento nuevo donde los brexiteros ganen escaños. El Gobierno podía intentar ejercer el privilegio ejecutivo sin someter la decisión a un voto en la cámara, pero en ese caso el asunto se llevaría seguramente al Tribunal Supremo, con consecuencias previsibles: contiendas largas, divisiones acérrimas, más retrasos. Mientras tanto, la mayoría contra el Brexit seguirá aumentando.

Otra posible solución sería convocar elecciones. O aún más probable es que nuevas elecciones serán imprescindibles por el evidente cambio de opinión pública en el rechazo al Brexit o por la erosión de la mayoría conservadora. Para cualquier Gobierno, desde luego, es más apetecible remitir al electorado que tomar decisiones intragables. Fue ese, a de cuentas, el motivo de la política de Cameron al convocar referéndums sobre todo lo que no se podía conseguir por consenso -la posible independencia de Escocia, la reforma del sistema electoral, y, por fin, la desgracia del Brexit-. Si así sucede, las nuevas elecciones se convertirán en una especie de referéndum lite, y se elegirá de nuevo una mayoría de diputados comprometidos a mantener la integridad de la UE.

Los candidatos a la presidencia del Gobierno conocen perfectamente la naturaleza insoluble del problema del artículo 50. Hasta el más comprometido de los del lado brexitista, Michael Gove, insiste en que "la cláusula no se invocará hasta que no estemos listos y preparados". Equivale a decir que nunca. Porque, al lado de las dificultades políticas y constitucionales que impiden el Brexit, existen problemas económicos insuperables. Varios sectores de la economía británica dependen de la mano de obra europea, mientras que millones de británicos trabajan en el resto de la Unión.

Las posibilidades de lograr un acuerdo que no garantice la permanencia del mercado de trabajo son pocas. El acceso al libre comercio entre el Reino Unido y el resto de la Unión es igual de imprescindible, a menos que los británicos negocien un montón de acuerdos bilaterales de valor comparable -lo que parece imposible de conseguir-. La campaña Brexit insistía en que los contribuyentes ingleses ahorrarían el valor de los pagos a la Unión. Pero esos pagos son, a de cuentas, el precio de acceso al mercado. Si se invoca el cláusula la perfide Albion quedará a la buena de sus antiguos colaboradores, ya que, al cabo de dos años de la fecha de la notificación oficial, el país podría encontrarse a la deriva, sin haber logrado un acuerdo y pidiéndoles caridad sin ningún derecho a conseguirla.

Todo lo cual me lleva a una tesis firme: después del Sturm und Drang del Brexit, plus ça change, plus será la même chose. Und so weiter und so fort. Che dolce far niente! Cunctando restituit!

Por supuesto, mi argumento parte de mi creencia discutible en la racionalidad del ser humano. Puede que el nuevo Gobierno británico eche todo a perder, que invoque el artículo maldito, que ponga la economía en peligro y ponga en riesgo la unidad de Gran Bretaña. Aún es posible que el Parlamento, por falta de fuerza moral o por timidez ante la demagogia nacionalista, se deshonre consintiendo. Pero la única trayectoria racionalmente previsible es la que nos lleva al destino normal de la política: es decir, a ninguna parte.

Confieso que me queda una duda. Tal vez, después de todo, no habremos sufrido tanto sin haber obtenido nada a cambio. La Unión, sea cual sea el paradero británico, saldrá más fuerte: no por mantener ni acelerar las ambiciones superintegrantes que tanto daño han hecho, sino, si Dios quiere, por habernos dado cuenta de que para lograr una unión más perfecta, y crear una identidad auténticamente europea que se sentirá profoundamente en todos nuestros países, hay que proseguir con humildad, con prudencia, con respeto a las ansiedades de los electores y con la resolución infatigable de servir, nutrir y cuidar a todos.

Felipe Fernández-Armesto es historiador y titular de la cátedra William P. Reynolds de Artes y Letras de la Universidad de Notre Dame (Indiana, EEUU).

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