Reivindicación de los plebiscitos

Luego de plebiscitos como los llevados a cabo en Reino Unido y Colombia, que culminaron con resultados contrarios a los esperados por la opinión pública internacional, comenzaron a escucharse voces opuestas a la celebración de tales consultas directas a la ciudadanía. Algunos impugnaron la necesidad de los procesos; otros objetaron su sentido y valor, y muchos cuestionaron directamente el recurso a los mecanismos de la democracia directa. Las razones alegadas fueron muy diferentes, incluyendo referencias a la supuesta irracionalidad de las mayorías; al papel manipulador de los medios de comunicación; o a la impermisibilidad de decidir democráticamente en torno a temas vinculados con derechos fundamentales. Este tipo de críticas ayudan a reforzar el elitismo que viene corroyendo las bases de los sistemas institucionales de nuestros países, y alimentan el déficit democrático que los caracteriza.

Muchos de los que defendemos formas robustas y exigentes de la democracia no lo hacemos porque sí o por cualquier razón, ni sostenemos cualquier versión o manifestación aparente de democracia, ese concepto “esencialmente disputado”. Defendemos, más bien, formas específicas de democracia, relacionadas con rasgos definitorios como los de inclusión y debate público. Y lo hacemos bajo la convicción de que formas tales de la democracia son capaces de garantizar mejor que ningún otro esquema institucional alternativo la toma de decisiones imparciales; es decir, decisiones respetuosas de las demandas encontradas que son habituales en sociedades pluriculturales como las nuestras. Como asumimos —como lo hacía John Stuart Mill— que nadie es mejor juez de sus propios intereses que uno mismo, consideramos que, cuando disentimos sobre cuestiones que reconocemos de primera importancia, no queda mejor alternativa que la de conversar entre todos buscando alguna salida a nuestros comunes problemas. Como los miembros de un condominio que no están de acuerdo acerca de si seguir edificando o no en sus terrenos. Como los participantes de una comunidad educativa que están disconformes con los planes de estudio.

Lo dicho nos advierte ya acerca del atractivo y de los problemas que son propios de los plebiscitos u otras formas de la consulta pública. En general, tales consultas merecen ser criticadas “por lo poco, antes que por lo mucho”. Importa aclarar lo anterior, porque implica descartar una cantidad de objeciones comunes frente a las consultas al pueblo, que consideran que ellas transfieren demasiado poder a una ciudadanía poco preparada. En estas mismas páginas se ha descrito a mecanismos como el plebiscito como un engendro confuso y simple, alimentado por “la ignorancia, la información sesgada y la alteración emocional”. Por el contrario, se trata de un método valioso en vista del carácter altamente deficitario de nuestro sistema democrático, al que puede ayudar a través de su dimensión inclusiva, y al que debe ayudarse para que reforzarlo también en su dimensión deliberativa. De allí que podamos decir que si los plebiscitos pecan por algo, ello no se debe a su carácter de democracia en exceso sino, en todo caso, a su eventual dificultad para remediar a la democracia en su defecto. Pueden (o no) servir para mejorar nuestras conversaciones colectivas, y deben ser valorados (o no) en la medida en que lo hagan.

A los demócratas no nos da lo mismo la convocatoria a la ciudadanía de cualquier manera (por ejemplo, sin debate previo), o por cualquier razón (por ejemplo, oportunismo electoral), o sobre cualquier tema (por ejemplo, cuestiones de moral privada, sobre las que cada individuo debe ser soberano). No confundimos a la democracia con el mercado, ni al debate público con una encuesta. Por eso pudimos criticar sin empacho las consultas convocadas por el general Pinochet en Chile, con la oposición maniatada, o por Alberto Fujimori en Perú, con el Congreso cerrado. Por eso, las críticas a los plebiscitos de Reino Unido o Colombia han tenido que ver con el modo grave en que allí se simplificaron asuntos complejos; con los sesgos con que las consultas fueron convocadas; o con el hecho de no haber sido precedidas por procesos de discusión equitativos y suficientes. El problema estuvo más vinculado a los representantes que convocaban a tales consultas, antes que con rasgos propios (incapacidad técnica, etcétera) del público convocado.

Lo dicho hasta aquí implica negar el supuesto de la ciudadanía ignorante e irracional, que muchos siguen hoy asumiendo. Si fuéramos tan irracionales, tendríamos razones para abandonar la democracia en pos de la reinstauración de sistemas aristocráticos. Como no somos tan irracionales, lo que necesitamos es diseñar sistemas institucionales que nos ayuden a morigerar los errores a los que todos —jueces, políticos o ciudadanos del común— estamos expuestos. Lo dicho implica también rechazar la sugerencia conforme a la cual los ciudadanos somos meras criaturas de los grandes medios de comunicación. Si los medios tuvieran realmente el poder manipulativo y de control que se les adjudica, lo que necesitaríamos sería democratizar a los medios, en lugar de amordazar a los ciudadanos.

Lo dicho no implica el absurdo de pretender discutirlo todo, todo el tiempo, entre millones de personas: basta con discutir bien, regularmente, algunas pocas cuestiones relevantes, con muchos o con algunos (las experiencias del juicio por jurado, las audiencias públicas, el presupuesto participativo, las consultas previas exigidas por la OIT en relación con comunidades indígenas afectadas, etcétera, son ejemplos de experiencias democratizadoras posibles y relativamente exitosas).

Finalmente, importa poner en cuestión, también, la dogmática idea conforme a la cual las cuestiones de derechos deben dejarse al margen de la democracia. Primero, porque no hay cuestión importante que no involucre derechos (no discutir sobre cuestiones que afecten derechos implicaría poner fin a la democracia). Segundo, porque cuando reconocemos a algún interés fundamental como “derecho” (por ejemplo, la libertad de expresión), no decimos demasiado sobre lo que realmente importa, esto es, su contenido, su alcance, sus límites, cuestiones que en democracia no pueden ser ajenas al debate colectivo (por ejemplo, cómo definir los contornos de una ley de medios o regular el discurso de odio).

Tercero, porque conocemos legislaturas que han apoyado ciertas formas de tortura; jueces y fiscales que han avalado la pena de muerte; cortes supremas que han considerado constitucional la esclavitud o la criminalización de la homosexualidad, pero las principales críticas se siguen enfocando sobre la democracia directa. ¿Por qué no exigir, en cambio, mayores controles democráticos sobre aquellos órganos, en lugar de predecir los horrores en que caería la ciudadanía si se discutiera con ella? Otra vez: nuestra apuesta no es por una multiplicación de las encuestas de mercado, sino la reanimación de los mecanismos del diálogo colectivo.

Roberto Gargarella es profesor de Derecho Constitucional y doctor en Derecho.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *