Reivindicación del latín

Una recomendación de lectura puede cambiarle la vida a una persona, o modificarle sustancialmente. Una de las que influyó poderosamente en mí, cuando tenía quince años, y que sigo agradeciendo, fue El camino hacia Roma (1902), del prolífico escritor británico (con padre francés) Hilaire Belloc. No se trataba del camino de la fe en el sentido metafórico sino de un viaje a pie a la Ciudad Santa emprendido por su autor, férvido creyente, eso sí, desde el este de Francia. Si no me equivoco, en Belfort. Lo que recuerdo sobre todo de aquel libro, más que la descripción del peregrinaje en sí, con sus múltiples encuentros, peripecias y anécdotas, es el acendrado elogio que allí hace Belloc de la liturgia latina. Del latín de la misa, que se oía igual, aunque con distinto acento y variable belleza, en cualquier punto del orbe y hasta en el lugar más recóndito y alejado de las convencionales rutas turísticas.

Yo, que procedía del protestantismo, donde el latín se había rechazado siglos atrás como reacción contra la hegemonía de Roma, no podía sino darle la razón a Belloc. Que la Iglesia católica siguiera conservando en sus ritos y cánticos el idioma en que se habían expresado Virgilio y Horacio (si no Jesucristo) era un hecho humano, cultural y didáctico de inmensa relevancia. Oídas y repetidas las arcanas palabras una y otra vez, mes tras mes y año tras año, hasta los fieles de formación intelectual más pobre asimilaban paulatinamente, sin precisar la intervención de ningún libro de gramática, voces, frases y ritmos del antiguo idioma del Imperio. Se trataba de la lingua franca de la cristiandad. Además, ¿qué trabajo costaba, sobre todo para quienes hablaban romance en una de sus variantes, entender «introibo al altare Dei», «ite missa est» o «stabat Mater»?

El argumento del bueno de Belloc (quien, por cierto, no le hacía ninguna gracia a George Bernard Shaw) me resultaba entonces de una lógica irrefutable. Además, me parecía que, al mantener el latín de la misa, la Iglesia católica no solo contribuía a la conservación de un tesoro universal, sino que, al mismo tiempo, estimulaba y reforzaba el estudio del idioma en las escuelas. Tal estudio, en mi colegio –y me atrevería incluso a decir que en casi todos los de aquella época, tanto en mi país nativo como fuera– resultaba arduo y aburrido. El latín clásico suponía para cualquier escolar un indigesto embrollo de complejas desinencias e insolubles marañas sintácticas. No parecía tener nada que ver con la vida moderna ni prometer utilidad alguna. El argumento de que su adquisición clarificaba y agilizaba los procesos mentales nos dejaba fríos. No nos explicaban que, en realidad, el latín no era para nada una lengua muerta, pese a lo que siempre se decía, puesto que de ella procedían el español, el portugués, el francés, el italiano y otros idiomas (añádase el catalán), hablados por muchos millones de personas. Nadie nos decía que el latín, así entendido, era una lengua viva, vivísima, y que cierta familiaridad con ella, aunque solo fuesen sus rudimentos, podría facilitar nuestro acceso a otros idiomas.
Y a nadie tampoco se le pasaba por las mientes plantear la posibilidad de enseñarlo empezando, no ya con el latín clásico, tan difícil, sino con el mucho más sencillo latín vulgar, el de la Biblia Vulgata o incluso el de la tan injustamente olvidada literatura medieval. La enseñanza del latín en las escuelas era entonces, en realidad, un desastre, y su aprendizaje se convertía en un calvario. ¿A quién le podía sorprender la falta de interés que provocaba en los alumnos?

Vino luego el abandono por parte de la Iglesia, hay que suponer que con el sincero afán de llegar más directamente a la gente llana. Se trataba, me parece a mí, de otro desastre, quizá todavía mayor. ¿Por qué no compaginar, como solución de compromiso, el uso del latín con el idioma vernácula de cada comunidad? Con tan tajante empeño se ha roto una tradición milenaria y se ha contribuido a empobrecer a los fieles y al mundo entero. Me parece lamentable. Sin latín no se puede entender nada de la civilización occidental. Recuerdo la primera página del Ulises de Joyce, donde hay una parodia de la misa latina. Recuerdo también –son dos ejemplos modernos surgidos más o menos al azar– a Luis Buñuel, otro buen latinista (cualidad que se nota en La Vía Láctea), debido a haber sido, como el genio dublinés, aventajado alumno de los jesuitas.

Removiendo carpetas doy con un recorte, correspondiente al año 2000, en el que un distinguido profesor de la Universidad de Málaga, José Palacios, comentaba la melancólica situación que atravesaba el latín en las aulas españolas. Se matriculaban menos alumnos que nunca para dicha asignatura y, de los medievalistas de nuevo cuño, poquísimos optaban por estudiar clásicas. Resultado: cada vez menos personas capaces de leer con la necesaria pericia algunas de las fuentes latinas primordiales del pasado español (las mozárabes, por ejemplo). Palacios defendía fervorosamente, por ello, la necesidad de mantener y propiciar el latín en la segunda enseñanza.
Otras muchas quejas se han oído desde entonces en este mismo sentido, pero mucho me temo que, en todos los casos, se trata únicamente de vox clamantis in deserto. Una lástima.

Ian Gibson, escritor.