Reivindicando la moderación

La política española provoca gritar «paren el mundo que me bajo», que atribuyen a la Mafalda de Quino. Entre los que levitan por las fracasadas revoluciones de sus abuelos o se avergüenzan por la mansedumbre de sus padres y los que viven perpetuamente en su 2 de mayo particular, encontrando enemigos donde solo deberían ver adversarios, podría parecer que lo más sesudo sería acogerse a uno de los dos bandos. La opción intermedia sería desistir, sencillamente, desligarse de todo compromiso con el espacio público, desoyendo el imperativo orteguiano: «Por eso es menester que nuestra generación se preocupe con toda conciencia, premeditadamente, orgánicamente, del porvenir nacional».

La polarización vuelve a esterilizar todas nuestras energías, y si son los políticos los protagonistas principales de esta insoportable tensión, no les van a la zaga algunos cronistas de postín. La confrontación se ha vuelto rentable. Se convierten en objeto de atención si abrazan sin crítica alguna, con mansedumbre, a uno de los contendientes, o, de forma más artera, si el cronista de turno se significa por mantener un discurso repleto de llamadas a la resistencia patriótica o, en sentido contrario, se convierte en flamígero denunciante de todo lo que no recoge explícitamente el cuadernillo ideológico de los suyos. Los unos invocan la movilización popular para «cortar en seco el avance del fascismo», los otros denuncian por antiespañol a todos los no piensen como ellos... Unos fuego y adoquín; los otros, furia.

Reivindicando la moderación¡Ya hemos vuelto! Para unos, toda la izquierda es la anti-España. Para los otros son fascistas todos los que no se arrodillan ante esa nueva inquisición, que ha logrado que confundamos a progresistas y reaccionarios. Todo vuelve a estar influido por un ideologismo nauseabundo, que sólo esconde miserias, odios, sectarismos o incompetencia para la gestión de las cosas... Hasta la crítica se ha convertido en lujo inaceptable. Es tal la podredumbre del espacio público que nos cuesta distinguir un programa televisivo de la más baja calidad de un debate en el Congreso de los Diputados.

Por ello, reivindico, parafraseando a Balmes, la necesidad de abrir «una puerta de avenimiento, de transacción, de paz, por la cual pudieran entrar hombres(hoy diríamos... y mujeres, aunque quedaría mejor si escribiéramos sencillamente ciudadanos) de todos los partidos sin bajar demasiado la cabeza». Expresión que podría definir una política moderada, reformista, que tuviera en cuenta nuestra historia, sin las distorsiones de la poco rigurosa memoria, y nos permitiera enfrentarnos a un futuro complejo, que amenaza con volver a dejarnos en la cuneta de la historia.

No impediría esta reivindicación de la templanza política la crítica, la oposición y la presentación de alternativas. Propone que veamos el escenario de la política, la nación, como algo más amplio que nuestra forma de pensar, como algo más alto que las siglas que nos cobijan. Tal vez la gran lección de los años 70 del siglo pasado, por encima de las legítimas disputas partidarias, fue que todos renunciaron a sus respectivas verdades absolutas. Hicieron bueno aquel deseo expresado, entre otros muchos, por Menéndez Pidal, al que puedo citar sin críticas debido al general desconocimiento de la clase política sobre el intelectual del Cid y le quiero mencionar porque representa inmejorablemente la España buena, digna e inteligente que ha sucumbido siempre ante los sectarismos: «No será una España de la derecha o de la izquierda; será la España total, anhelada por tantos, la que no amputa uno de sus brazos, la que aprovecha íntegramente todas sus capacidades para afanarse laboriosa...».

Unos la llaman la tercera España. Otros, más humildes, hablan de encontrar y fortalecer en España las posiciones centrales de la política, rechazando las aventuras imposibles, las quimeras de unos y el tedio de los que quieren petrificarnos en el pasado. Esa aventura posible, la de buscar políticas centrales, es la que terminaría impidiendo seguir a Mafalda si hubiera gritado lo que no gritó. Porque ese centro político es como las exotéricas meigas galaicas: se puede no creer en él, pero haberlo, haylo. No es de la derecha, tampoco es de la izquierda; tal vez, esa falta de propietario es lo que hace a muchos dudar sobre su existencia. Pero es tan cierto que nos hemos pasado gran parte de nuestra historia intentando su destrucción; lo intuye Ortega cuando se pregunta: «¿No se sabrá elegir un camino ancho y limpio?».

Permitiría esa visión moderada que cada elección que tenemos en España, sea nacional o autonómica, no pareciera la última oportunidad. En ninguna elección deberíamos tener la impresión de jugarnos nuestro futuro, nuestra vida plena; esa emoción solo se nota en sociedades enfermas de extremismo y radicalidad.

Porque la confrontación frentista adquiere sus propios automatismos y deja de obedecer a quienes la provocaron, se alimenta de su propio fortalecimiento y termina enseñoreada, ajena a la voluntad cambiante de sus demiurgos. Esclaviza a todos, a sus patrocinadores y también a los que a disgusto la padecen. En otros países, esa polarización política tiene los límites de sus poderosas instituciones y la concordia mínima que ha producido su historia. En España, esos límites son débiles o, sencillamente, no existen. Esa es nuestra peculiaridad. Esa es nuestra debilidad. Porque es así, los políticos españoles están obligados a realizar mayores esfuerzos, dedicar más atención, energía e inteligencia a evitar esos graves peligros. Necesitamos más generaciones de españoles que hagan de la moderación un muro frente a la radicalidad; de la amplitud de miras, un antídoto contra el sectarismo; de la contención, una vacuna contra la extravagancia; que hagan de la gestión de las cosas su prioridad, olvidando los discursos maximalistas y las diatribas agónicas. Nunca, en estos cuarenta años, ha sido tan grande la distancia entre los españoles y sus políticos, entre las necesidades de la sociedad y los intereses de sus representantes, entre los anhelos de seguridad de unos ciudadanos sacudidos por la tragedia de la pandemia y la irresponsabilidad de unos políticos que se entretienen en sus muy particulares juegos de poder. Esa diferencia entre la realidad y la oligarquía política provoca la exacerbación de los discursos y las pasiones, siendo el mejor caldo de cultivo de los populismos de una u otra naturaleza.

El triunfo de esa política de trincheras y fratricida, que divide irreversiblemente a las sociedades que la padecen, se ha llevado por delante el futuro de una de las comunidades autónomas más prósperas de España: Cataluña. Aunque los políticos catalanes sigan absortos en el marco de la viejuna política identitaria, la realidad es que han pasado de la prosperidad al estancamiento de sus expectativas y de ese estadio han entrado en el de la decadencia. Barcelona, hace treinta años, era una de las cinco grandes ciudades del Mediterráneo; hoy, siendo campo abonado del radicalismo, el populismo y el nacionalismo, su cosmopolitismo de antaño lo vemos hogaño convertido en un pobre refugio victimista y plañidero, su influencia en una fuerza centrípeta y devastadora; lo que era un espacio espléndido de acogida y refugio ha trastocado en un zoco identitario, controlado por personajes excéntricos, egoístas, que pidiendo reconocimiento sólo provocan desprecio.

Y Madrid, envuelta en una campaña electoral, que parece en este clima político la última oportunidad, debe enfrentarse a los retos que origina ser hoy una de las grandes capitales de Europa. Ya no es un poblacho de la Mancha, tampoco es exclusivamente la capital. Se ha convertido en uno de los nudos de la malla de grandes ciudades que definirán el futuro globalizado. Para ese reto, la confrontación entre fachas y comunistas no sirve. El reto de Madrid es enorme. La izquierda debe perder sus prejuicios sobre la condición de gran ciudad, megalópolis, que ha adquirido Madrid y no volverá a ganar en Madrid mientras no entienda que se trata de gobernar el futuro, no de volver a un pasado inexistente e imposible. La derecha debería comprender que, si quieren estar a la altura del reto impuesto por la revolución tecnológica y la globalización, debe abandonar el casticismo, convertido en una especie de vaporosa ideología. ¿ Serán capaces los candidatos principales de zafarse de ese ambiente electrizado por la polarización ideológica y prestar atención a los retos de un futuro avasallador, tal vez más desconocido de lo que nunca nos pudimos imaginar?

Nicolás Redondo Terreros ha sido dirigente político vasco.

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