Releyendo a Ortega y Gasset

Hace justamente un siglo nuestro filósofo publicaba dos colaboraciones en el diario El Sol los días 18 y 23 marzo. Releyéndolas a la luz de los acontecimientos que determinan hoy la conciencia pública española uno admira de nuevo la lucidez con que diagnosticaba los problemas, que atenazaban aquella sociedad a la vez que los imperativos de acción, que pesaban tanto sobre la conciencia de las instituciones como de los individuos. Problemas e imperativos que en otro nivel y diferentes circunstancias son hoy también los nuestros.

Los vuelcos de conciencia que han tenido lugar en España en el último medio siglo nos condujeron a una tarea de integración de las diferencias junto con la voluntad de unidad, a la colaboración frente al aislamiento, a una relativización de lo propio para hacer posible la suma con lo aportado, deseado y propuesto por los demás. Frente a absolutizaciones anteriores era una reacción que no cercenaba sino abría el espacio para los demás. Este imperativo, percibido en unanimidad, moral llevó a España a darse la Constitución de 1978; ella recogía y reconciliaba el pasado en un texto que era a la vez propuesta de futuro, con olvido y perdón de pasados crímenes e injusticias. Esto en manera ninguna suponía la negación o trivialización de ningún crimen o injusticia, pero proponía como supremo imperativo una nueva concordia. Olvido y perdón, que no niegan u olvidan pero deciden reparar y superar.

Releyendo a Ortega y GassetA los cuarenta años de su proclamación podemos y debemos volver gozosos la mirada a nuestros logros y conquistas (conscientes de lo que aún está pendiente de una realización plena), a nuestras tentaciones y a las decisiones que en aquel momento eran obligadas para salir de una angostura y angustia nacionales, que hoy con la experiencia de esos decenios podemos repensar y planificar. Es esta una tarea no sólo jurídica sino política y moral, que tenemos pendiente. Pero no es posible proponer para España un futuro que salte sobre casi un siglo de nuestra historia y rechace como error lo vivido en él.

Saliendo del diario rumor de nuestras luchas y discusiones para tener un horizonte más ancho y una visión más clara debemos analizar las tentaciones que sufre nuestra conciencia nacional. Yo señalaría los dos siguientes: el adanismo y el catarismo. Designamos como adanismo aquella actitud, propuesta o programa, de quienes erguidos frente a todo lo anterior como Adán en el paraíso, reclaman un nuevo comienzo de casi todo partiendo de la negación o devaluación de lo anteriormente construido. Estos individuos y grupos lanzan un juicio desacreditador de casi todo lo que los precede. La tradición deja de ser norma y fuente para convertirse en frontera que hay que derribar. La utopía revolucionaria que proponen dice contener la solución de los males primordiales nuestra sociedad. Con ello aparece la gran cuestión: ¿Es posible, estamos obligados a una reforma radical de nuestro sistema político y económico, a una transvaloración de nuestros valores culturales morales y religiosos que niega los fundamentos, fuertes y fronteras, de nuestra historia? El siglo XX hizo este intento revolucionario partiendo de la afirmación común a los totalitarismos: «Incipit novus ordo». Millones de víctimas fueron el fruto de esa utopía que se nos vuelve a proponer hoy.

La segunda tentación es el catarismo. Éste emite juicio sobre los siglos anteriores de nuestra historia, eligiendo a unos como fecundos y ejemplares, conquistadores y liberadores, mientras que a otros los anatematiza como estériles, retardatarios, negadores de los progresos y de las conquistas que en cada momento fueron siendo necesarios. Para unos el siglo XVI y para otros el siglo XIX anticipan y contienen el germen de toda la posterior historia de España. Los personajes, las ideas, las realizaciones derivados de esos siglos son sagrados para unos mientras que son abyectos y reprobados por los otros. El siglo XVI y el siglo XIX son igualmente nuestros y absolutizar uno negando a otros, es cercenarnos parte de nuestro ser histórico y el rescoldo que cada uno nos ha dejado, a partir del cual es posible una reviviscencia y fecundidad actual.

El artículo de Ortega y Gasset al que aludíamos en el comienzo lleva por título: «Fabricantes de rencor», y lo describe con estos términos: «…desde hace años gobierna a España el rencor, esa pasión destructora que con un vocablo bien expresivo, llamamos también encono». Para ser justos hay que diferenciar con toda claridad. Ese rencor afecta especial o primordialmente al orden político, mientras que en el resto de la sociedad conviven sus miembros con paz, generosidad y eficacia, llevando a cabo logros sociales, científicos y técnicos admirables. Rencor derivado de la pretensión de cada uno de ser quien tiene razón, tiene toda la razón, junto con la solución para los problemas. Menospreciando las demás, consideran a su cultura y moral como las únicas que están la altura de los tiempos y desde ellas miran de soslayo irónica o cínicamente las demás; asaltan el poder y se apropian los resortes fundamentales del Estado. Egoísmo y odio negadores del prójimo fruto del cainismo remanente en el sustrato pecaminoso del hombre.

El lugar concreto donde este rencor aflora con más venenosa acritud es el Parlamento que debería ser ejemplo de claridad y lucidez críticas pero no menos de generosidad y magnanimidad. El propio Ortega en su día calificando a los diputados comparó a unos con tenores que se lucen y a otros con jabalíes que destrozan y despedazan. Diagnosticando la degradación de ambos reclamaba necesario un tercer grupo para los que prevalecen los problemas de la nación sobre los privilegios de las personas y de los partidos. Rencor, encono, que se convierte en el peor ejemplo para las nuevas generaciones. ¿Cómo educar en el respeto para con el prójimo, en el reconocimiento y admiración del diferente, a las nuevas generaciones cuando en las plataformas públicas de la política, de la información y del espectáculo prevalecen los comportamientos contrarios?

Frente a quienes segmentan y enfrentan las conciencias españolas, Ortega invitaba a la realización de actos y proyectos de convergencia, de unidad, de ilusión nacional. Después de citar la frase clásica de Mommsen: «La historia de un pueblo es la historia de una vasta integración», Ortega añade que muy pocas veces asistimos a un ensayo de fraternidad nacional. Si el artículo del 17 de marzo de ese 1918 aludía a esa lacra nacional, que genera enfrentamiento y abre las cicatrices del rencor y encono, que tan difícilmente se cierran, el artículo del 23 de marzo de ese mismo mes titula: «Albricias nacionales» (O.C III,78-83). Era el elogio de un nuevo gobierno al que consideraba honesto, capaz y decidido al servicio eficaz al país.

Ambas tareas me parecen a mí hoy urgentes en España: superar el odio engendrado y no engendrar más; otorgar primacía a la convergencia antes que a la divergencia, a la magnanimidad antes que a la astucia. Es necesario crear espacios de fraternidad y celebración gozosas de la propia historia. Sin memoria fraterna no hay libertad y sin recuerdo, tan agradecido como crítico, no es posible la ilusión de un proyecto en común.

Olegario González de Cardedal, teólogo.

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