¿Remite el populismo?

¿Cuántas victorias antisistema son necesarias para hablar de triunfo de la ola populista? O al revés: ¿cuántas derrotas deben sufrir estas fuerzas para enarbolar la bandera de la resistencia democrática? Hace tiempo que los cimientos de las democracias occidentales se tambalean por la omnipresencia en los debates públicos de populismos de toda índole. Su discurso se construye fundamentalmente en clave nacional, pero su llegada al poder, su apoyo a Gobiernos o a mayorías parlamentarias evoca dinámicas políticas que trascienden fronteras.

Conforme la era del populismo ha ido avanzando, se ha consolidado un triángulo relacional entre pueblo, proyecto político e instituciones. Por un lado, la expresión populista deriva de una interpretación particular de la voluntad del pueblo, concebido como un cuerpo homogéneo, y contrapuesta al anquilosamiento de los intereses que esconden los sistemas políticos tradicionales. No obstante, a menudo estas referencias al pueblo arraigan en proyectos políticos basados en una interpretación determinada de la voluntad ciudadana. Las instituciones, por su parte, pueden ser un contrapeso al predominio de estos proyectos en la agenda política.

Las últimas semanas han visto cómo las instituciones frenaban desarrollos en escenarios caracterizados por una fuerte componente populista. En el Reino Unido, hace tiempo que el Brexit ha dejado de ser un proyecto aglutinador de la voluntad del pueblo. Cuando se ha hecho evidente que hay muchos Brexits posibles (con acuerdo, abrupto o incluso eterno), el proyecto ha dejado de representar al 52% de la población que votó en referéndum a favor de la salida de la UE. En cambio, una determinada interpretación del Brexit (una salida el próximo 31 de octubre sin prórroga, sin acuerdos y “sin dependes ni peros”, en palabras del primer ministro, Boris Johnson) refleja un proyecto radicalizado, propio del ala más euroescéptica del partido conservador y de Nigel Farage.

Johnson equipara constantemente la voluntad del pueblo con su interpretación del Brexit. Según él, la política británica se caracteriza por una lucha entre “pueblo y Parlamento”, como si el segundo no fuese —en un sistema parlamentario casi puro como el británico— la representación de la voluntad popular a través de instituciones democráticas. El resultado ajustado de un referéndum que nunca preguntó (ni respondió) cómo quiere el Reino Unido salir de la UE, ha derivado en la redefinición de las reglas del juego democrático.

Las instituciones británicas, no obstante, han actuado como contrapeso a la política de Johnson. El Tribunal Supremo ha declarado ilegal, nulo y sin efectos el intento de cierre del Parlamento. Y antes, este ya había impuesto la legislación necesaria para impedir un Brexit sin acuerdo, lo que puede forzar al primer ministro a pedir una prórroga de las negociaciones (opción que detesta), dimitir o verse abocado a unas elecciones que devuelvan el centro gravitacional del Brexit al cauce institucional. Si, en vez de evocar constantemente la voluntad del pueblo, Johnson se refiriese a su particular preferencia por un Brexit duro, el estado actual de la política británica ganaría en claridad.

También en Italia el freno al populismo ha venido impulsado por el equilibrio con las instituciones. El presidente de la República, Sergio Mattarella, ha desempeñado un papel determinante en la consecución de un nuevo Gobierno. La formación de una mayoría parlamentaria entre el Movimiento Cinco Estrellas y el Partido Democrático ha dejado fuera de juego a Salvini, quien precisamente derribó al Gobierno de Conte con el fin de acudir a las urnas y reforzar su representación parlamentaria. Salvini ha acusado al nuevo Gobierno de secuestrar la voluntad de los italianos y de promover el odio contra la Liga.

La lógica parlamentaria y las dinámicas institucionales se han antepuesto al proyecto político de Salvini, que había capturado el primer Gobierno de Conte y catapultado la retórica populista en Italia y en Europa. Como ocurre con los conservadores británicos, los sondeos siguen otorgando a la Liga una posición aventajada en caso de repetición electoral. Pero, como en el Reino Unido, la resistencia institucional ha rebajado las pretensiones de los proyectos representados por Johnson y Salvini.

Las recientes elecciones regionales alemanas vieron cómo Alternativa para Alemania (AfD) conseguía unos resultados históricos en Brandeburgo y Sajonia, quedando en segundo lugar. Sin duda, su retórica populista ha calado en el este de Alemania, donde predomina un sentimiento antiinmigración y antiestablishment, fomentado también por una división todavía existente entre el este y el oeste del país. La AfD está más cerca de conseguir poder real, pero los socialdemócratas y la democracia cristiana resisten, pese a que deberán buscar aliados para gobernar ambas regiones.

En Alemania, el freno al populismo lo enarbolaron los verdes en las elecciones generales y en regionales del oeste, del mismo modo que en Austria el freno al derechista Norbert Hofer vino de la mano del verde Van der Bellen y el Gobierno de Sebastian Kurz cayó tras el escándalo de corrupción del líder de la extrema derecha del FPÖ. Los límites institucionales al populismo se perciben también en Suecia, donde la extrema derecha quedó aislada tras el pacto de gobierno encabezado por los socialdemócratas, o en Estados Unidos, donde un Congreso con mayoría demócrata estudia el impeachment al presidente Trump.

Sin embargo, en lugares como Hungría o Polonia, el populismo campa a sus anchas por la captura a la que partidos como Fidesz o Ley y Justicia han sometido a sus instituciones. Lo que Orbán llama “sistema de cooperación nacional” es un asalto a la separación de poderes, con medidas destinadas a minar a la oposición, nombrar a jueces próximos al Gobierno, perseguir a periodistas, académicos y organizaciones no gubernamentales e inmiscuirse en todos los rincones del poder y la sociedad.

Estamos pues hoy ante distintos ejemplos de resiliencia institucional, más que ante una ola de resistencia democrática. Tras más de una década del estallido de la crisis, los presagios más oscuros de una vuelta a los años treinta no se han cumplido, pero tampoco volverá el indoloro e indisputado fin de la historia que predijo el final del combate ideológico. Si nos hemos quedado lejos de la ola populista que todo lo abarca ha sido más por un reequilibrio entre populismo e instituciones que por la llegada de una primavera democrática que haya puesto fin a la expresión populista.

El hecho de que los conservadores del Brexit duro y la Liga de Salvini sigan liderando las encuestas demuestra que la expresión del populismo sigue vigente en nuestras democracias. Sus raíces son profundas y derivan de una creciente desigualdad socioeconómica, una frustración de expectativas entre amplias capas de la población y una crisis cultural e identitaria en muchos países europeos. La disrupción generada por las redes sociales e Internet, donde se fomentan burbujas informativas y la política de tribus, seguirán siendo herramientas de politización y polarización.

La resiliencia se define como la capacidad de ciertos materiales para recuperar su forma original tras un shock externo. Las instituciones resilientes, sin embargo, son aquellas que, pese a resistir, todavía muestran alguna abolladura tras el paso de la contestación populista. Los Parlamentos británico e italiano han demostrado un alto grado de resiliencia institucional. Ahora bien, sería ingenuo afirmar que el acecho de la ola populista se ha salvado gracias a la resistencia democrática. Y, si no, miren las encuestas.

Pol Morillas, director, CIDOB.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *