Renace la democracia japonesa

Los estados de ánimo y las modas en Japón suelen llegar como tsunamis, tifones o aludes. Tras más de cincuenta años de poder casi ininterrumpido, el gobernante Partido Democrático Liberal (PDL) ha quedado sepultado en una elección general. Ya en 1993 hubo un cambio cuando una coalición de partidos de la oposición asumió el poder brevemente, pero el PDL aun así retuvo una mayoría en la poderosa Cámara Baja. Esta vez, hasta ese último bastión ha caído. El Partido Democrático de Japón (PDJ) de centroizquierda obtuvo más de 300 de las 480 escaños en la Cámara Baja. El PDL ya no gobierna.

El mundo, obsesionado por el ascenso de China, se demoró en prestarle atención a este cambio sistémico en la política de la segunda economía más importante del mundo. La política japonesa tiene una imagen tediosa en la prensa mundial. Al cubrir Japón, si es que lo cubren, la mayoría de los editores prefieren historias sobre la extravagancia de su cultura popular joven o los ribetes más salvajes del sexo japonés.

La razón principal de todo esto es, obviamente, que la política japonesa era tediosa, al menos desde mediados de los años 1950, cuando el PDL consolidó su monopolio en el poder. Sólo podía molestarse a los verdaderos aficionados de las maniobras misteriosas dentro del partido gobernante para seguir los vaivenes de los jefes faccionarios, muchos de los cuales provenían de familias políticas establecidas y que, en su mayoría, dependían de un financiamiento turbio. A veces surgían escándalos de corrupción, pero solían formar parte de maniobras intrapartidarias.

El sistema funcionaba así: los jefes faccionarios del PDL se turnaban en el cargo de primer ministro, corrían sobornos de varios intereses empresariales, burócratas más o menos capaces tomaban decisiones sobre políticas económicas internas y EE. UU. se ocupaba de la seguridad de Japón (y de parte de su política exterior).

La estabilidad, basada en un autoritarismo blando, es la modalidad asiática, hoy seguida por China. A los asiáticos no les gusta la actitud hostil y desordenada de la democracia parlamentaria. Miren lo que sucede cuando los asiáticos son lo suficientemente tontos como para importar un sistema semejante, como en Corea del Sur o Taiwán. En lugar de un debate civilizado, ellos tienen tácticas obstructivas y peleas a puños. Pero a pesar de las trifulcas ocasionales, las democracias coreana y taiwanesa parecen sorprendentemente robustas. Y el argumento de que los japoneses, u otros asiáticos, son culturalmente adversos a la competencia política no tiene asidero histórico. Su temprana democracia de posguerra fue tan revoltosa, con manifestaciones masivas, sindicatos militantes y vigorosos partidos de izquierda, que se hizo un intento deliberado por expulsar a la política del sistema e imponer el tedio de un estado unipartidario.

Esto sucedió a mediados de los años 1950 por razones enteramente políticas. Como Italia (quizás el paralelo europeo más cercano), Japón era un Estado de primera línea en la guerra fría. Los conservadores domésticos, así como Washington, temían la posibilidad de una toma del poder por la izquierda, o incluso los comunistas. Así que se puso en vigor un partido de coalición conservador (muy parecido a los democristianos italianos), financiado en parte por EE. UU., para marginar a toda oposición de izquierdas. Esto implicó ciertas tácticas de mano dura, especialmente contra los sindicatos, pero funcionó principalmente porque la clase media aceptó un acuerdo informal: mayor prosperidad material a cambio de consentimiento político. Cada vez más marginada, la oposición decreció hasta devenir una fuerza impotente, una mera figura decorativa. Pero el régimen unipartidario alimenta la complacencia, la corrupción y la esclerosis política. En la última década el PDL - y la alguna vez todopoderosa burocracia que dirigía el sistema-empezó a ser vista como incompetente.

El primer ministro Koizumi le dio al PDL el último aliento de vida al prometer reformarlo en el 2001. Todo lo que hizo no bastó. La paciencia de la clase media, sacudida por la crisis económica, se resquebrajó.

El PDJ victorioso tal vez no desate hogueras políticas de inmediato. Su líder, Yukio Hatoyama, es un vástago poco carismático de otra dinastía establecida

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- su abuelo, Hatoyama Ichiro, asumió como primer ministro en 1954 heredando el cargo de Yoshida Shigeru, que era el abuelo del último primer ministro, Taro Aso. Los objetivos del PDJ son excelentes: más autoridad para los políticos electos, menos injerencia burocrática, más independencia de EE. UU., mejores relaciones con los vecinos asiáticos, más poder a los votantes y menos a las grandes empresas.

Que los votantes optaran por el cambio revigoriza la democracia de su país. Aunque el sistema se convirtiera en algo similar a la democracia de Japón en los añosveinte, con dos partidos más o menos conservadores en liza por el poder, sería preferible a un estado unipartidario. Cualquier oposición es mejor que ninguna.

Lo ocurrido muestra que el deseo de una elección política no está confinado a unos pocos países afortunados, principalmente en el mundo occidental. Es una lección vital, en un momento en que el éxito económico chino está convenciendo a demasiados líderes de que los ciudadanos, especialmente pero no sólo en Asia, quieren ser tratados como niños.

Ian Buruma, profesor de democracia, derechos humanos y periodismo en el Bard College. Su último libro es El amante chino © Project Syndicate, 2009 Traducción: Claudia Martínez