Renglones torcidos

Puigdemont no puede venir a España sin temor a ser detenido porque el Tribunal Supremo entiende que la malversación que se le imputa no es amnistiable. Esta interpretación de la Ley de Amnistía resulta muy alambicada, y por ello discutible, si la afeitamos con la famosa navaja de Ockham, tan útil para el Derecho, que señala que normalmente la solución más simple a un problema es la mejor. Recuerden que el preámbulo de la ley afirma la voluntad de que no se castiguen las malversaciones «en que los fondos públicos se destinaron a la preparación, realización y consecuencias de las consultas del 9 de noviembre de 2014 y el referéndum del 1 de octubre de 2017, así como los que se destinaron a reivindicar, promover o procurar la independencia de Cataluña». Y recuerden que con un equívoco gerundio («excluyendo») tal preámbulo matiza que el perdón penal no alcanza a los actos «que implican un enriquecimiento personal o beneficio patrimonial». No hay amnistía, concreta después la norma, si ha existido «propósito de enriquecimiento» (art. 1.1.a). Y especifica: «No se considerará enriquecimiento la aplicación de fondos públicos a las finalidades previstas en los apartados a) y b) cuando, independientemente de su adecuación al ordenamiento jurídico, no haya tenido el propósito de obtener un beneficio personal de carácter patrimonial» (art. 1.4).

La lectura más intuitiva de ley, y la más acorde con el debate parlamentario, era la de librar totalmente de pena a los malversadores Junqueras, Romeva, Turull y Bassa, cuyas penas de prisión habían sido ya indultadas; y también la de permitir el regreso de Puigdemont a España. Esto fue precisamente lo que generó una reacción social mayoritaria contraria a la ley. Y por ello, creo, para salvar un poco el sonrojo que supone amnistiar a las autoridades que desviaron fondos públicos a un fin tan antipúblico como era la comisión de un delito, se especificó que no se estaba perdonando a los listillos que se hubieran podido quedar con dinero público en su bolsillo aprovechando que el Llobregat pasa por Barcelona. Torpe forma de tratar de adecentar lo que tan poco decente era.

Pero hétenos aquí que ahora el Tribunal Supremo desmonta esta primera lectura de la ley con una resolución tan extensa como preocupante en su fallo. Preocupante porque no resulta convincente, porque es notoria la trascendencia social de la ley y porque esta norma que tan restrictivamente se interpreta es una ley despenalizadora, de la que al final depende que unos ciudadanos vayan o no a la cárcel.

El auto expone tres argumentos para sostener que los condenados actuaron con propósito de enriquecimiento. El primero de ellos es el de que «todos ellos incurrieron en una responsabilidad contable» y deben por lo tanto indemnizar al Estado «por el importe de los fondos públicos malversados». Esto es tan cierto como poco significativo, pues este tipo de responsabilidad deriva de la malversación misma, no de que se quedaran o no con el dinero. No depende de que la malversación viniera inspirada en aquel propósito que la ley adjetiva como «personal» y «patrimonial».

Tampoco parece el croché al mentón que se pretende el segundo argumento, relativo a que los malversadores se quedaron primero con el dinero público, y con ello habrían engrosado su patrimonio, y luego dispusieron de él para montar la consulta ilegal: «El dinero destinado a ese objetivo fue el resultado de un doble acto. Uno de carácter apoderativo y otro de naturaleza dispositiva. Entre ambos momentos el patrimonio de los acusados se había enriquecido con una capacidad de disposición de la que carecían hasta ese instante». Este razonamiento no casa bien con la sentencia condenatoria, que expresa con claridad cómo los acusados, de un modo bastante chulesco, destinaron de modo transparente fondos públicos a su tan ilegal estrategia: cómo «los miembros del Govern no solo ejecutaron actos de manifiesta deslealtad en la administración de fondos, sino que además lo anunciaron públicamente mediante el decreto de 6 de septiembre de 2017 y, de modo especial, mediante el Acuerdo del Govern de fecha 7 de septiembre. En él se autorizaba la utilización, en general, de los recursos humanos, materiales y tecnológicos necesarios para garantizar la adecuada organización y desarrollo del referéndum de autodeterminación de Cataluña, así como aquellos de los que ya se dispone» (FD B.5.1).

La tercera razón que trata de sostener el propósito de enriquecimiento personal patrimonial de los malversadores es el ahorro que les supuso disponer de fondos públicos frente a la financiación con sus propios recursos. Como sintetiza el propio auto, «los acusados coadyuvaron al proceso independentista que lideraban con fondos públicos puestos al servicio de un interés político, compartido por muchos conciudadanos, pero que hizo innecesaria la aportación de dinero propio. En eso consistió precisamente el beneficio personal de carácter patrimonial». Creo que tampoco aquí el toro embiste. No solo por lo que hay de contradictorio en remarcar que los fondos eran públicos, y no personales, y que el propósito era empujar el proceso independentista, y no enriquecerse, sino por lo que el razonamiento tiene de hipotético. ¿De verdad que si no hubieran malversado fondos públicos hubieran tirado de su propio peculio para la causa? Y, en todo caso, ¿es lo mismo no empobrecerse que enriquecerse? ¿Era el patrimonio de los condenados mayor después de su delito?

Más allá del detalle argumentativo, el fallo del Tribunal Supremo produce extrañeza global. Porque falla en sentido opuesto a la que fue la voluntad del legislador, en primer lugar; y porque el texto de la ley deja claro que se amnistiaban algunas malversaciones. Pero si en la autoridad que desvía fondos a fines privados -aquí además ilícitos- hay siempre propósito de enriquecimiento personal por la supuesta apropiación intermedia y por el supuesto ahorro que supone la no financiación personal, ¿qué malversación amnistiable queda? No se le escapa esta pregunta al auto, que encuentra la respuesta en los que, «sin tener disponibilidad de esos fondos, participaron en la ejecución y materialización del gasto». Pero la niebla no se termina de disipar, porque no parece que la voluntad del legislador y de la ley fuera amnistiar solo a esos condenados, pocos y secundarios, y porque no deja de resultar curioso que se subraye que en tales casos, los de los partícipes en la malversación, no puede afirmarse el propósito de enriquecimiento, cuando precisamente en los mismos al legislador nada le importa el ánimo de lucro de los partícipes ni ningún otro que no sea el de ayudar a los autores.

Aunque se me acaban las palabras que aseguran que una tribuna no sea una pesadez, no me olvido de la segunda razón alternativa en la que el Tribunal Supremo sustenta el no a la amnistía que se rogaba: que el delito «afectaba a los intereses financieros de la Unión Europea», que era otro dique de la ley para el olvido penal (art. 2.e). Y eso que es la parte más olvidable de la resolución judicial, que fundamentaba adicionalmente la exclusión en que «ese proceso de independencia, abortado por una decisión política que frustró su fugaz vigencia, implicó un riesgo potencial para los ingresos que definen la aportación española a los presupuestos de la Unión Europea». El argumento solo resulta convincente si se cambia la afectación real que pide la ley por la afectación potencial de la que habla el auto. Y si se consideran no solo los efectos de la malversación -los únicos que deberían importar-, sino los de la independencia de Cataluña que tal malversación pretendía impulsar y que la propia sentencia del procés consideró como una hipótesis que no era viable, como «una mera ensoñación» (FD B.3.2).

Antipatizo, y no poco, con esta Ley de Amnistía que tanto está forzando los goznes del Estado de Derecho. Pero es una ley del Parlamento democrático que o se impugna ante el Tribunal Constitucional o se aplica en sus propios términos, «según el sentido de sus palabras», que si es dudoso debe interpretarse conforme «al contexto, a los antecedentes históricos y legislativos, y a la realidad social del tiempo en que han de ser aplicadas, atendiendo fundamentalmente al espíritu y finalidad de aquellas» (art. 3 del Código Civil). No puede escribirse derecho con renglones torcidos. Solo Dios, decía santa Teresa.

Juan Antonio Lascuraín es catedrático de Derecho Penal de la Universidad Autónoma de Madrid.

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