Las perspectivas del trabajo –o, por ser más concretos, las del trabajador– se han ido ensombreciendo, durante las últimas décadas, en todo Occidente; la crisis es sólo una manifestación aguda de tendencias más profundas. El oscuro presentimiento de que eso tiene mal aspecto ha ido manifestándose en forma de problemas más concretos, para los que van ofreciéndose soluciones, que es obligado analizar. Empezaremos por una propuesta del profesor Robert Skidelsky (“¿Salario mínimo o renta básica?”), sin pretender hacer justicia a todo el artículo, que contrapone renta a salario mínimo; de este último nos ocuparemos en otra ocasión. Skidelsky considera que garantizar una renta básica incondicional sería preferible a elevar el salario mínimo, si de lo que se trata es de asegurar a todos un “ingreso vital” universal. Su argumento principal es que “conforme los robots reemplazan cada vez más mano de obra, las personas necesitarán ingresos que reemplacen el salario”. Es el concepto de trabajo y la inevitabilidad del desplazamiento del hombre por la máquina lo que quisiera poner en cuestión.
Nuestra sociedad corre el riesgo de ver cómo se cumple el pronóstico del ilustre biógrafo de Keynes, pero eso no quita para que el remedio propuesto adolezca de dos serios defectos, uno económico y el segundo, el más importante, conceptual. El primero surge de la pregunta ¿de dónde va a salir el dinero? La creación de una renta básica supone una transferencia de poder adquisitivo entre grupos sociales, y lo visto en nuestro país y fuera de él en estos últimos años sugiere que la generosidad, entre países y entre ricos y pobres, es una sustancia escasísima, de modo que la propuesta de Skidelsky tendrá grandes dificultades para prosperar. El error conceptual es, con todo más grave, pues al imaginar que la reducción del trabajo puede ser compensada con un subsidio se admite tácitamente que el único beneficio que extrae el hombre de su trabajo es el salario: una barbaridad de tal calibre, que vale la pena detenerse a contemplarla.
El trabajo debería estar orientado a satisfacer tres necesidades vitales del hombre. La primera es el desarrollo de los dones y capacidades de cada cual, función que no muchos trabajos cumplen, lo que posiblemente explique la insidiosa extensión de los hobbies y la extraordinaria participación de gente corriente en aventuras deportivas pensadas para superhombres. La segunda es la del contacto humano, necesidad vital, porque el hombre vive en sociedad y la necesita para su desarrollo. Casi cualquier trabajo, por duro que sea o mal pagado que esté, satisface esa necesidad. No hay que excluir que el miedo a la soledad y a la exclusión social sea un factor determinante del abandono del trabajo del ama de casa, hoy casi objeto de burla. La tercera necesidad es la de procurarse los medios indispensables para el sustento; necesidad que satisface, cada vez menos para muchos, el salario, y la única de las tres que un subsidio podría compensar. Ya se ve, pues, que de cumplirse la profecía de Skidelsky, el remedio que este propone sería una pobrísima solución. “El trabajo dignifica al hombre” fue el lema del P. Arizmendiarreta, el inspirador de Mondragón. Una buena sociedad no puede aceptar sin más que el salario vaya reduciéndose, aún menos que el trabajo vaya desapareciendo: sugerir paliativos que suavicen esa desaparición equivale a poner el carro delante de los bueyes.
Todo eso está muy bien, pero ¿es algo más que una expresión de indignación que uno se permite antes de resignarse a lo inevitable? Skidelsky –y no es el único– abriga pocas dudas al respecto, al presentar el avance de los robots como algo inexorable. Hay que reconocer que no le faltan motivos para pensar así: por el momento, los grandes adelantos de la revolución digital están creando menos empleos que los que destruyen, y los puestos creados parecen exigir talentos y conocimientos que no están al alcance de todos, pero esto no tiene por qué seguir siendo así. La primera revolución industrial supuso una gran sustitución de hombres por máquinas, pero a largo plazo (larguísimo, eso sí) el número de puestos de trabajo resultó ser muy superior al del periodo anterior. Además, no hace falta el recurso, siempre ambiguo, a la historia; basta con recordar que el progreso técnico es un producto de la sociedad: unos lo conciben, otros lo materializan, todos contribuimos a financiarlo. En la medida en que es muy grande el peso de los intereses –sobre todo económicos– que lo mueven, influir en su desarrollo exigirá una vigilancia y un esfuerzo constantes. Exigirá también una mayor claridad de criterio sobre lo que es necesario y lo que es superfluo, porque habrá que cuestionar la noción misma de progreso, aunque éste lleve la etiqueta de científico. Pero se puede hacer: en palabras de dos de los sabios de la revolución digital, “la tecnología es una fuerza extraordinariamente poderosa, pero no es el destino. No nos alzará a la utopía, pero tampoco nos arrastrará a un futuro no deseado”.
Alfredo Pastor, cátedra Iese-Banc Sabadell de Economías Emergentes.