Rentable para Hacienda, bueno para la salud

Rita Levi-Montalcini, premio Nobel, y recientemente centenaria, ha sido entrevistada en múltiples órganos de difusión. Sus chispeantes respuestas al periodista (EL PAÍS, 18 de abril de 2009) hacen pensar al lector que es una mujer excepcional (que lo es) que ha sido bendecida por unos genes que han determinado su extraordinaria inteligencia, su altísima motivación como investigadora y, finalmente, su dilatada longevidad. Sin embargo, los científicos nos dicen que de la variedad de formas de envejecer se deben tanto a la genética como a los estilos de vida y a como éstos son estimulados en el contexto socio-cultural. Rita Levi-Montalcini describe en todas sus entrevistas que sigue asistiendo todos los días a su laboratorio y que sigue investigando sobre su tema esencial: la neuroplasticidad. Es precisamente la plasticidad bio-psico-neurológica uno de los motores esenciales de la evolución humana, del individuo y de la sociedad.

En este sentido, sabemos por investigaciones longitudinales, en las que distintas generaciones son evaluadas a través de largos periodos de tiempo, que las cohortes más recientes, con respecto a las antiguas, presentan siempre avances significativos tanto en su funcionamiento físico como cognitivo y socio-emocional. Así, sabemos que en las sucesivas Olimpiadas de la nueva era se baten marcas en los más diversos deportes o que el IQ (Cociente Intelectual) ha aumentado significativamente a lo largo del siglo XX, como sabemos también que una persona de 70 años en 1900 y en el 2000 difieren en su rendimiento en cualquier prueba con que las evaluásemos.

A pesar de todo ello, la sociedad no parece haber incorporado esos conocimientos y los estereotipos sobre el envejecimiento, la vejez y las personas mayores, expresan falsas ideas y determinan comportamientos sociales discriminatorios o, en otras palabras, edadismo. Así, por ejemplo, en un reciente estudio sobre imágenes sobre la vejez encontramos (en una muestra representativa de la población española mayor de 18 años) que una mayoría consideraba que las personas mayores "son incapaces de aprender", "resuelven peor problemas", "son peores en el trabajo" y "tienen más accidentes" que los jóvenes. Sin embargo, los estudios realizados a este respecto y, recientemente, los llevados a cabo por Kruse y colaboradores en el Instituto de Gerontología de la Universidad de Heidelberg, en los que se compara en el trabajo a jóvenes y mayores (con formación y función semejante), concluyen que los trabajadores mayores constituyen un capital humano de extraordinaria riqueza para Europa lo que, sin duda, avala la prolongación de la vida activa y la jubilación voluntaria como transformación social necesaria lo que, por otra parte, está también establecido en el II Plan Internacional de Acción sobre Envejecimiento de Naciones Unidas que ha sido suscrito por España.

¿Qué hubiera sucedido si la doctora Montalcini no hubiese contado con un contexto que le ha facilitado seguir investigando, enseñando y hasta teniendo responsabilidades políticas? En otras palabras, ¿qué habría pasado si la hubieran jubilado?... pues que jubilándola, no sólo se le habría privado de sus quehaceres investigadores y docentes sino que se la hubiese impedido una serie de tareas para las que su cerebro, su inteligencia y su motivación son óptimas. Si ello lo trasladamos a nuestro contexto, la doctora Montalcini no podría solicitar un Proyecto I+D+I (es decir, aquellos proyectos públicos que convoca el Ministerio de Ciencia e Innovación), tampoco se le permitiría dirigir tesis doctorales (sin acudir a una figura administrativa de tutela) y con la jubilación se le impedirían otras funciones investigadoras y docentes por más que su experiencia le diera el máximo perfil de idoneidad. Pues sí, ¡esas condiciones son las que rigen en nuestra jubilación forzosa en España!

Evidentemente, la jubilación, en torno a los 65 años, es un logro de nuestra sociedad instituida hace cerca de 100 años cuando la esperanza de vida se situaba próxima a los 60 años, pero, con total falta de lógica, sigue manteniéndose en esa misma edad cuando la esperanza de vida roza los 80 años. Además, la jubilación en contextos en los que la experiencia y la acumulación de conocimientos exigen una larga vida profesional no sólo debe verse como un derecho del individuo, que lo es, sino como una acción social ineficiente. Así, la jubilación obligatoria en muchos casos no es ni más ni menos que el más perverso sistema de control social que desaloja (aún siendo altamente costoso) a sus más cualificados elementos de producción y desarrollo aún considerando (y probando) su aptitud para el trabajo docente, investigador, de la negociación internacional, judicial, etc.

Pero, además, sabemos que la prolongación de la vida laboral influye sobre un adecuado funcionamiento cognitivo y, más aún, que una jubilación anticipada pudiera determinar su deterioro. Es más, recientemente, Lupton, y colaboradores del Instituto de Psiquiatría del King's College de Londres, han establecido que la ampliación de la vida activa esta asociada a la posposición de la demencia y han llegado a la conclusión de que un año más de trabajo retrasa seis meses la aparición de la enfermedad de Alzheimer en aquellos individuos que la padecen. En otras palabras, como producto de la plasticidad, y su correspondiente reserva cognitiva (en el mismo sentido que ocurre con la escolaridad o con la estimulación positiva realizada a cualquier edad de la vida), la actividad profesional parece ser una condición protectora del deterioro cognitivo y la demencia y, contrariamente, la jubilación anticipada un factor de riesgo del deterioro cognitivo. En definitiva, la prolongación de la vida activa es positiva para el individuo y, potencialmente, ahorra gastos sanitarios y sociales.

Al mismo tiempo, desde un punto de vista económico, el sistema de pensiones está siendo considerado en riesgo y, por ello, se habla de prolongar la vida activa. Algunos pensarán que casa perfectamente con el deseo de aquellos que quieren continuar trabajando tras la edad de jubilación obligatoria. Sin embargo, no es totalmente así, Rita Levi-Montalcini parece haber hecho lo que ha deseado hacer pero ello no es razón para que se generalizase su afán por el trabajo al resto de ciudadanos que han cotizado debidamente a lo largo de su vida laboral con la expectativa de una determinada frontera. En todos los estudios realizados en España, y en otros países, las personas que desearían continuar trabajando después de la edad de jubilación están entre el 10% y el 15%. Así mismo, mientras que el 80% de la población está a favor de la jubilación voluntaria, un porcentaje similar lo está en contra de un forzoso retraso de la edad de jubilación.

La plataforma en contra de la jubilación obligatoria fue creada con el fin de permitir que aquellos funcionarios públicos que quisieran seguir trabajando por encima de la edad de jubilación obligatoria pudieran hacerlo (para adherirse: jubilación.voluntaria@yahoo.es). En otras palabras, lo que se pretendía, y se pretende, es convertir la jubilación forzosa en voluntaria y ello aludiendo a la igualdad en razón de edad, a la equiparación de lo que ocurre en el sector privado y basando estas aspiraciones en el principio de eficiencia de la Administración Pública que establece la Constitución Española y, desde luego, ¡de ninguna manera se pretende ir contra el derecho a la jubilación de aquellos que así lo quieran!

Lamentablemente, la jubilación forzosa y todo lo que lleva consigo (que un jubilado, aunque sea profesor emérito, no pueda solicitar una investigación I+D+I pública, que no pueda dirigir tesis doctorales sin tutela, entre otras condiciones vejatorias) implica, claramente, discriminación en función de la edad y, como lo sería otra cualquier condición discriminatoria en razón de sexo, raza o ideas, es profundamente injusta.

Introducir la voluntaria prolongación de la vida activa tendría enormes consecuencias positivas ayudando en una crisis económica sin precedentes: prolongación de cotizaciones, ahorro en pago de pensiones, ahorro en gastos sanitarios y sociales y, por la voluntariedad de la medida, satisfacción de los ciudadanos al poder tener el control sobre sus vidas.

Rocío Fernández-Ballesteros, Universidad Autónoma de Madrid; Juan Díez Nicolás, Universidad Complutense de Madrid; y Margarita Salas, Consejo Superior de Investigaciones Científicas.