Repensar Europa

Los ciudadanos europeos atraviesan hoy la peor crisis de la que la Unión ha sido testigo a lo largo de su historia. Desde la perspectiva de aquellos, el proceso de construcción europea aparece atenazado por la parálisis y Bruselas proyecta una visión ombliguista de impotencia. La Unión debe abordar los problemas del día a día y adoptar una estrategia clara, basada, sí, pero no centrada, en las instituciones y en el recurrente tropismo de la reforma de los tratados. Superar este trance exige trabajar sobre afectos y efectos. Necesitamos recuperar la confianza de los ciudadanos a través de políticas que lleguen, que aporten soluciones, que se expliquen. Pero cada día es más claro que la efectividad no es hoy suficiente. Es preciso un esfuerzo conjunto de imaginación y confianza. Necesitamos recobrar la ilusión por Europa. Necesitamos darnos una visión de Europa en el mundo.

Repensar EuropaDebería hacernos reflexionar el que Europa siga siendo atractiva más allá de nuestras fronteras, como recientemente dejaron bien claro los jóvenes ucranianos que enarbolaban la bandera azul de las doce estrellas en la plaza Maidan, o los dos de cada tres rusos que se declaran admiradores de la Unión Europea. Para ellos, Europa es desarrollo, calidad de vida, protección de los derechos humanos, seguridad, gobernanza y garantías institucionales. Pero los europeos parecen haber dejado atrás el sueño que ha alimentado a varias generaciones.

La Unión Europea fue creada para superar odios cainitas derivados de un sistema de Estados-nación, de nacionalismos exacerbados, que periódicamente desangraba las tierras europeas. Este proyecto innovador, sin duda el más importante que la Humanidad emprendió en la segunda mitad del siglo XX, ha producido paz y prosperidad, hasta el punto de que estas se volvieron rutina, y la prosperidad se erigió en narrativa del proceso de construcción europea. Pero una legitimidad basada únicamente en los resultados no puede garantizar a largo plazo la cohesión entre los ciudadanos de la Unión. Así, tenemos que progresar en dos planos: atender a las preocupaciones del presente inmediato, mientras al tiempo construimos una razón de ser de Europa en este nuevo mundo.

La Unión se enfrenta a un impasse que se traduce no solo en un aumento espectacular del euroescepticismo, sino en una monumental desafección hacia la política tradicional. Europa sufre de un déficit de confianza. Este déficit de confianza se traduce en lo que podríamos llamar el fin del consenso permisivo: los europeos no son ya una mayoría silenciosa complaciente y complacida con los meros beneficios del mercado interior y la libertad de circulación. El presidente Barroso lo admitía hace pocas semanas en un discurso ante la Comisión: «No se ha tenido en cuenta al ciudadano en el proceso de toma de decisiones», y resulta cuanto menos alarmante que un 81% de italianos y un 80% de griegos sientan que no se escucha su voz en Europa.

Necesitamos políticas concretas que lleguen a los ciudadanos, que respondan a sus preocupaciones. En este sentido, sigue hoy vigente el lema pronunciado hace 60 años por Robert Schuman: «Europa no se hará de una vez ni en una obra de conjunto: se hará gracias a realizaciones concretas, que creen en primer lugar una solidaridad de hecho». Y ese programa europeo debe completarse desde los Estados miembros. Los deberes los tenemos que hacer primero en casa. En lo que nos concierne, los españoles hemos de rematar las reformas estructurales emprendidas por el Gobierno para garantizar nuestra competitividad, y no podemos cejar en el empeño de mantener y reforzar la disciplina fiscal que nos está ayudando a salir de la crisis. Queremos una Europa solidaria y flexible cuando sea necesario, pero también responsable.

Hemos de abrir los ojos a los ciudadanos sobre el valor añadido de la UE y, por contraste, sobre el coste de la no-Europa. Este concepto subraya una realidad: la Unión Europea es un formidable multiplicador de la potencia de cada Estado miembro. Son muchos los ámbitos –y este es el caso en especial del mercado único, pero también de la defensa, el comercio internacional o la energía– en los que la soberanía de cada uno no puede ser plenamente realizada sin compartirla. Los últimos estudios del Parlamento Europeo cifran de forma conservadora el beneficio de completar las políticas comunes y valoran la compleción del mercado interior de consumidores en 235.000 millones de euros o el mercado único digital en 260.000 millones de euros, por citar solo dos ejemplos.

Se presenta pues ante nosotros la difícil tarea de combinar el día a día práctico de las políticas que importan a los ciudadanos con la introducción de una nueva narrativa. De una nueva épica. Precisamos un proyecto común que seduzca de nuevo a los europeos a la par que les ofrece soluciones concretas a problemas bien definidos. La Unión Europea es un legado del que podemos estar orgullosos y que no se debe desperdiciar. Sin embargo, en un contexto de grandes transformaciones mundiales, tecnológicas y antropológicas, esta obra de paz y prosperidad de la que tanto se han beneficiado los europeos tiene que ser reconsiderada.

La crisis financiera ha afectado a un sinnúmero de instituciones, ha llevado a estados a la bancarrota y ha erosionado el viejo sueño. Europa carece de un objetivo de carácter global y se queda solo con el rendimiento como fundamento legitimador. Y ahora ni siquiera eso. Ya no existe un sentimiento de «fin compartido». Si antes se anhelaba un futuro mejor, hoy se echa la vista atrás. Por ello, tenemos que atrevernos a mirar más allá de cómodas justificaciones y descargos, y encarar la realidad con valentía. Por encima de todo tenemos que redescubrir el poder de un futuro imaginado. Necesitamos repensar Europa.

Miguel Arias Cañete, cabeza de lista del Partido Popular a la elecciones del Parlamento Europeo de 2014.

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