Repensar la libertad

Hace unos meses escribía en estas mismas páginas que, si quiere levantar cabeza, la izquierda debería replantearse el horizonte de la libertad. Mi argumento principal consistía en que la decadencia del ideario progresista había corrido de forma paralela a la radicalización sin paradigma ni horizonte de la libertad individual favorecida por la explosión neoliberal, la caída del muro de Berlín, el ensimismamiento tecnológico y la globalización.

Y es que, quizá debamos replantearnos el concepto de libertad que tan sumariamente asociamos a nuestros 'valores europeos', y, más específicamente, quizá debamos replantearnos donde se sitúa la desdibujada frontera entre la libertad individual y las libertades que podríamos llamar comunitarias, aquellas que representan la voluntad común.

En Occidente hemos alcanzado la autonomía personal absoluta y tan solo cabe apelar a la justicia –no a la ética ni a la responsabilidad– para contener abusos. Hacemos burla de la bondad y la inocencia, medra la codicia. La horripilante tasa de criminalidad en Estados Unidos y Centroamérica, la irrupción del mercado en la reproducción y la maternidad, la corrupción o la evasión fiscal acaso sean epifenómenos de una forma perversa de entender esa libertad individual de la que tan orgullosos estamos los que nos creemos herederos de la razón ilustrada cuando, en realidad, lo somos del libertinaje romántico.

Mientras tanto, en Rusia, en el lejano Oriente, tanto las democracias como los regímenes autoritarios han puesto tradicionalmente límites a la libertad individual en aras de la cohesión social, del control de la delincuencia o del progreso económico. Los gurús del capitalismo no daban un duro por el PIB de un país de partido único y con una coacción férrea de las libertades y, sin embargo, China ha demostrado una inusitada capacidad de producción competitiva y crecimiento.

Pero incluso en países más liberales (Japón, Singapur, Corea Sur), las leyes sobre espacios públicos, decencia profesional o cuidado medioambiental son extremadamente rigurosas (desde nuestro punto de vista, claro está). A cambio, son países con una delincuencia asombrosamente baja y gran empuje colectivo. Una residente colombiana en Singapur escribía en su blog que a pesar de que las reglas estrictas, estas han creado una cierta conciencia social positiva y una utopía de convivencia que para los expatriados puede ser un cambio impresionante y refrescante.

El giro anti-CETA del PSOE y su flirteo con los emergentes neotrotskistas de Podemos-IU quizá sean ya un primer aviso de que la izquierda se quita complejos y reconsidera poner límites a la globalización y a la libertad de comercio, dos de las banderas neoliberales hasta ahora incuestionadas. ¿Es posible que hayamos llegado a un punto en que para avanzar en la justicia social, la convivencia, la preservación del medio ambiente o la economía sostenible sea necesario limitar algunas libertades?

En su libro sobre la 'Economía del Bien Común', Christian Felber aboga, por ejemplo, por eliminar la bolsa como única forma de atajar la especulación financiera que tanto daño hace. ¿Cabe cuestionar la acumulación de riqueza en pocas manos violando el derecho a la propiedad privada cuando esta se torna a todas luces inmoral? ¿Cuál es el límite del respeto a las minorías cuando estas abusan de la tolerancia que con razón merecen?¿Existe el derecho a la libertad de expresión cuando esta recurre al insulto o la descalificación arbitraria?¿Cuál es el límite de la privatización de los bienes de interés público?

No me malinterpreten. No pretendo resucitar a Stalin o al Gran Hermano, pero no niego cierta sintonía con aquella pregunta que Lenin lanzaba a Fernando de los Ríos cuando este le preguntó por el restablecimiento de las libertades en la URSS: la libertad, ¿para qué? Esa pregunta es más difícil de contestar de lo que parece y todavía resuena a las puertas de nuestras democracias desorientadas y rotas en buena parte por el ocio hedonista y el yo decido.

No, nada de apostar por recuperar un comunismo 'vintage'. Y, no obstante, la idea de que la dignidad, la responsabilidad o la justicia exigen un límite a los caprichos individuales parece cada vez más evidente. Nuestra amada libertad –quizá un bien efímero– nos ha cegado a la trascendencia de nuestros actos y a la responsabilidad social. ¿Y si, ante nuestra propia estupefacción, nos hubiera conducido a un callejón sin salida?

Antonio Sitges-Serra, Catedrático de Cirugía (UAB).

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